Juan
Carlos Santaella
Sueños lectores Ilustración de Anna Forlati |
Para muchos seres humanos,
hay aspectos, objetos y cosas que están, de muchas maneras ligados
estrechamente a sus vidas. Cada quien, a partir del momento en que su
existencia comienza a tener un cierto
sentido, crea para sí mismo e incluso para los demás, un mundo íntimo de
correspondencias, gustos y obsesiones que con el tiempo terminan siendo puntos
fundamentales de referencia. Todo depende, por supuesto, de las circunstancias
en las cuales se desarrollan estas apetencias, estos ejes secretos, estas
cercanías con los objetos amados y preferidos.
Hay, en efecto, condiciones
propicias, espacios privilegiados, tiempos emocionales y materiales idóneos en
lo que respecta a la formación espiritual de toda persona. No se eligen, no se
compran, pues ellos constituyen una parte impredecible de la vida misma, forman
una especie de azar inconstante a través
de cuyas apariciones, las bondades y las miserias, así como la felicidad, se
presentan sin que podamos hacer nada al respecto. En suma, somos elegidos,
tomados a la fuerza por esos caprichos
del destino, por esas corrientes subterráneas, para ser lanzados después a una
superficie que suele maltratarnos y también revelarnos los misterios del fuego
compartido.
Nadie, en verdad, decide
sobre aquello que algún día llegaríamos a palpar, sobre aquello que en
algún momento tardaríamos en querer y
odiar con tanto apasionado rigor. Hay
mucho de fortuna y de juego en los tránsitos que acompañan nuestros pasos, en los caminos que se agolpan de improviso, en las encrucijadas señaladas con brutal e indecente determinación. No se puede manejar semejante relojería, es imposible precisar, menos predecir y todavía anticipar, las coordenadas de un rumbo que simplemente se desconoce. El tiempo futuro, es una ardua abstracción que al cabo suponemos inútil para su virtual desciframiento. La nostalgia pertenece al pasado y no al futuro, a pesar de que aún podríamos añorar un tiempo imaginado y entonces surgiría una nostalgia por lo que nunca ha existido, por lo que jamás ha sido.
mucho de fortuna y de juego en los tránsitos que acompañan nuestros pasos, en los caminos que se agolpan de improviso, en las encrucijadas señaladas con brutal e indecente determinación. No se puede manejar semejante relojería, es imposible precisar, menos predecir y todavía anticipar, las coordenadas de un rumbo que simplemente se desconoce. El tiempo futuro, es una ardua abstracción que al cabo suponemos inútil para su virtual desciframiento. La nostalgia pertenece al pasado y no al futuro, a pesar de que aún podríamos añorar un tiempo imaginado y entonces surgiría una nostalgia por lo que nunca ha existido, por lo que jamás ha sido.
La creación está ligada, de
manera estrecha y definitiva, al destino. La infancia, que es tiempo
fundacional, que es un lugar para los sueños, participa a su manera de la
creación; una creación que es, al
unísono, recreación y juego, realidad y fantasía, todo mezclado
confusamente a la vez. En este universo
infantil, se producen los primeros estallidos de luz, los iniciales
resplandores,
los albores del placer y las inevitables
constataciones del dolor. Se ha dicho a
menudo, que la vida adulta es, en
múltiples sentidos, una proyección detallada de la infancia y que muchas de las
claves que estructuran nuestros actuales temores y dichas, nacen en los
confines de aquélla. Si el libro, para entrar de lleno en
el tema, es una forma de felicidad y de temor, su origen puede pertenecer a
estos vastos territorios, a estos antiguos sueños apostados en los bordes
imaginarios de la infancia.
Me gustaría hablar un poco
de esa infancia particular y, dentro de ella, del libro que fue para mí, que
quizás pudo ser, del libro improbable y perdido en la memoria. No quisiera
convertir en experiencia autobiográfica, lo que de otro modo puede relatarse de
una manera más simple. No obstante, resulta impostergable decir algunas cosas.
En primer lugar, saltan algunos recuerdos, brotan ciertas imágenes que describen el itinerario dentro del cual
los libros llegaron a ser más ausencia que presencia, más objeto extraño que
hecho concreto y palpable. Todo se debe a que, como tantos niños del mundo y de
este país, mi infancia fue, en muchos aspectos, nostálgica, y solitaria. Las
primeras visiones que recuerdo y poco
añoro, están instaladas en un vago espacio de mañanas solariegas y tardes
lluviosas en la vieja casa de mis abuelos, ya muertos y olvidados. El tiempo de
mi niñez transcurrió lentamente entre cuartos apenumbrados, un estrecho patio
resquebrajado y pulcro, unas calles silenciosas, un colegio distante ubicado en
el frío delicioso de un viejo pueblo que hoy se muere en la más absoluta tristeza.
Horas y horas me arrastraban de un lugar
a otro, de la oscura cocina al pequeño zaguán, de la bodega de la esquina al
hospedaje donde solía almorzar y cenar con invariable apetito. Hermosos y
pintarrajeados pájaros, acompañaban la calma de esta vieja pensión de pueblo,
en donde tal vez descubrí esa trashumancia, esa metonímica cualidad volátil,
como los pájaros aquellos, que más adelante me llevaría a pernoctar en tantos
lugares y a la vez en ninguno. Pero, no quiero hablar de mí sino de los libros
que conforman este singular espacio, este reino destinado a los vagabundeos
pueblerinos, esa errancia del corazón que no supo de bibliotecas, ni de viejas
colecciones, ni de libros de aventuras, de espectros y fantasmas, que nunca
leyó a Julio Verne, ni a Stevenson, ni a Cervantes, ni Swift, ni a “Las Mil y
una Noches” en fin, una infancia poblada más de sensaciones que de
convicciones, más de aventuras
callejeras que de relatos, cuentos y novelas escritas. A decir verdad, estos
libros llegaron mucho después, cuando la fascinación y el encanto infantil ya
habían pasado. Forman parte de una cultura adquirida con el tiempo, son vitales
presencias en medio de otras referencias de las cuales me siento próximo y
deudor.
Creo, al respecto que
referirme al libro que fue, es una franca mentira de mi parte. No hubo tales
libros. Sí existió, en cambio, una tímida idea del libro, que es una forma
igualmente legítima y hermosa de poseer
el libro como tal. Estaba la idea, pero no la figura, había el concepto, pero
no la sustancia. De alguna manera, el libro se anunciaba se suponía que estaba
ahí, se respiraba su presencia como se presienten ciertas cosas que van a
ocurrir. El libro era una premonición, una sombra al acecho, un punto
ambicionado en el destino del paisaje individual, ese paisaje que al cabo
mostraría el libro que ahora es, la palabra que ahora voy escribiendo. Así como
el amor tiene una historia y hasta una prehistoria, también el libro tiene en
nosotros una historia especial, una vida oculta, una intimidad hecha de
asombros y temores. Contar la historia de un libro, es contar la historia de
quien lo lee y con ella, el cuerpo, la
mirada y la piel de quien lo convoca en silencio.
Quisiera comenzar con una
cita de Albert Beguin cuyo sentido más explicito me permite expresar un poco lo
que a mi juicio representa como experiencia de vida y también como experiencia
de escritura: “Lo que somos en la actualidad está compuesto sin duda de
encuentros humanos, de accidentes de todo tipo, de nuestras miserias y nuestros
éxitos, pero también, en un grado apreciable, en un grado inmenso, de los
libros que hemos leído, de los libros que se han convertido en nuestra propia
sustancia”. Es sumamente importante esta aseveración, en la medida en que la misma
revela el papel esencial, que el libro puede tener, en tanto objeto de
conocimiento y de placer, para la formación del espíritu humano. Sin duda, hubo
libros que ejercieron una poderosa influencia en la construcción de la
sensibilidad y el sentimiento. A partir de ellos, de su secreto subversiva provocación, el horizonte social y
la propia individualidad comenzó a expandirse gracias a las inmanencias, a las
proposiciones y a las claridades que los mismos libros entreabrieron
lentamente. Difícil me sería nombrar todos esos volúmenes, todas esa páginas
que hicieron, con el paso del tiempo, una especie de abono saludable y
peligroso. Ellos están allí, pues forman parte de la inalterable memoria de los
años, de los días y las estaciones. ¿Cómo saber con propiedad, qué aspecto
singular de un libro desató en nosotros una reacción concreta, qué puertas
logró abrir y cuántas se cerraron? ¿Cómo
calificar los efectos de la lectura, si los libros, como las noches, van unos tras
otros tejiendo imperceptiblemente los hilos de la imaginación, modificando el
carácter de nuestras costumbres? Borges decía que “de los diversos instrumentos
del hombre, el más asombroso es, sin duda, el libro”, porque el libro “es una
extensión de la memoria y la imaginación”. Por otra parte afirmaba, cuestión
que me parece sensata, que la lectura es otra forma de felicidad, que la
literatura es “también una forma de alegría”. Pero, sin embargo, habría que
considerar que así como la lectura debe aspirar a producir en el lector esa
alegría o esa felicidad, de igual manera el dolor y la desdicha pueden
acompañar a los destinos domésticos del libro. Al respecto, no toda lectura es
gratificante y no todo libro nos sumerge siempre en un ámbito de placer. Los
libros, a su modo y parecer, inician al lector en un aprendizaje de vida que
puede resultar en extremo doloroso y conflictivo. Recuerdo, por ejemplo, la
lectura que hice a los diecisiete años en El Lobo Estepario, de Herman Hesse.
Su efecto, en el momento, movilizó en mí una serie de curiosas preguntas,
mostrándome aspectos del ser humano que hasta ese momento no había vislumbrado. Y confieso que aquellas extrañas
revelaciones no me resultaron muy consoladoras; al contrario, permitieron que
se instalaran en mi conciencia, algunos fantasmas que aún suelen aparecer.
Pero, al unísono, descubrí la magia de las palabras, su realidad encantadora.
En Hojas de Hierba, de Walt Witman, la poesía vino a ocupar un espacio de
persuasivas fulguraciones verbales. Comprendí, entonces, que las palabras eran,
ciertamente, signos asombrosos que me instalaban violentamente en el mundo, un
hecho respiratorio que hacia traducible todo lo que me rodeaba, traduciéndome a
la vez en los objetos del entorno. Un alfabeto inédito, un glosario de
maravillas, una diáspora de sonidos y sentidos, acudieron con el único
propósito de constatar que los libros
inventan el destino de quien los utiliza y los ama.
De modo que los libros son ahora una realidad
inobjetable, casi un principio de placer, cuya manifestación diaria en el curso
de nuestra vida, de hecho, desde luego, que esta última aprenda un poco a
convivir bajo la sombra de los primeros. En última instancia, los libros
constituyen, muchas veces, el punto de partida de toda experiencia escritural.
Es casi imposible escribir sin tener
algún estímulo literario o un modelo verbal que nos sirva de materia nutriente.
Y en esto, los libros, algunos libros, influyeron poderosamente en ese otro
definitivo destino que es la escritura.
Si trazáramos una radiografía personal de nuestro devenir como escritores,
aparecerían en medio de ese mapa de correspondencias, préstamos y deudas
literarias, cientos de voces, de matices, de modulaciones que pertenecen a
otras geografías, a otros escenarios bibliográficos. Mi escritura está hecha de
otras escrituras, atravesada por libros y estilos que se superponen a un rostro
escritural compuesto de múltiples
rostros. Al fin y al cabo, la escritura es una máscara que a la vez
esconde otra máscara y de nuevo otra, así hasta el infinito. En esta arqueología
de la palabra, coexisten diversas capas de sensibilidad, de temor, de
confusión y de expresión. El libro que
hoy escribimos, es un compendio de estos estratos verbales, una suma de
realidades, una conjunción de estrellas
desplegadas en el firmamento de lo literario.
Pero, el libro cuya
materialidad responde a las pulsaciones de nuestra contemporaneidad, es un
libro que en cierta manera se ha perdido un poco en la vida, se ha extraviado
en medio de las exigencias indiscriminadas del mercado y la difusión.
Indudablemente el libro no puede existir si no se promueve y se vende, pues en
tanto fenómeno de la comunicación, él estimula este proceso en el cual
intervienen un emisor y un receptor, vale decir, el que escribe y el que lee.
Roland Barthes decía más o menos que es imposible referirnos a la lectura, así
como a cualquier manifestación de la
cultura, si no tomamos muy en cuenta, no sólo la calidad de esta lectura, sino
también su difusión posible. Sin embargo, en esa “difusión posible”, radica uno de los más preocupantes problemas modernos en cuanto a
los hechos y efectos sociales de lo cultural. Creo, al respecto, que estamos
viviendo uno de los períodos, si más fructíferos desde el punto de vista de la producción y difusión
del libro, también más estériles en cuanto a su valoración intrínseca y espiritual. Al parecer, las
leyes del mercado en esta materia, las cuales son de una importancia que no
desestimo, crearon una superinflación
semántica de los signos culturales y, entre ellos, al libro como tal. La
industria cultural ha sido sumamente hábil en el manejo de la
comercialización del libro, hasta el
punto de convertirlo en un objeto de mercadeo, cuyo trato iguala al de un
jabón, un automóvil o una prenda de
vestir. Las editoriales, apartando su importancia indiscutible, parecen mejor
grandes corporaciones al estilo japonés o americano, donde las estrategias de
venta son utilizadas bajo los más rigurosos esquemas de las leyes del mercado. El libro necesita,
sin duda, ser comercializado, pero no bajo la misma implacabilidad de los otros
productos. Este concepto mercantil que somete al libro a ser un objeto más de
consumo, coloca al escritor en una situación más compleja y contradictoria. Un
dilema que alcanza a preguntar lo siguiente: ¿escribir un libro y publicarlo,
constituye un acto inalienable de creación
o es un acto inevitable de intimidación? ¿Es primero la creación y
después la difusión? ¿Primero el pan y luego el verso, como decía Martí? No sabemos
con exactitud, cuál es, después de todo, el punto hacia el cual se inclina la
balanza. Lo cierto es que hoy, el libro ha perdido, paradójicamente, mucho
terreno y se ha diluido, como un producto más, en la indiferenciación global de
los mercados. Julio Cortázar dijo algo cierta vez, que a mí me gusta repetir a
menudo: “Nunca he deseado que mi vida termine en un libro, sino que los libros
terminen en la vida”. Puede ser éste un principio valedero y honesto para todo
escritor y para todo lector inteligente. Lo contrario sabemos que termina en la
impostura, en la simulación y en el artificio intelectual. “Jamás juego sin vida y vida sin juego”, dijo
nuestro Ángel Rosenblat.
Toda interrogación sobre el destino del libro, el futuro que le
aguarda, es una interrogación simultánea
sobre el destino de la palabra y quien la utiliza. Se han escrito y
publicado millones y millones de estos artefactos singulares, de estas
extensiones de la imaginación y la memoria, como gustaba decir Borges. Sin
embargo, ¿cuántos quedarán y cuántos llegarán a ser pasto de olvido? Por lo
común, se especula acerca de la desaparición
del libro, del peso cada vez mayor de los medios electrónicos de
comunicación. Esta es una realidad inobjetable que no se puede descartar, cuyas
derivaciones e impactos afectan, de muy distinto modo, la calidad y el tiempo
para la lectura. Sin embargo, el libro es un objeto que podrá transformarse,
así como variar sus usos y aplicaciones, pero nunca podrá desaparecer.
Porque hay tres aspectos esenciales,
enumerados por el poeta inglés T.S. Eliot, que son primordiales en toda lectura
y que no pueden ser sustituidos plenamente por la televisión
y el cine. Ellos son, la adquisición
de sabiduría, el disfrute del arte y el placer del entretenimiento. Se
dirá, con seguridad, que estas tres particularidades también pueden adquirirse con aquéllos, lo cual puede ser
verdad. Pero se ha demostrado incontables veces, que el discurso televisivo y
cinematográfico, apartando sus ocasionales excelencias, es de una asombrosa
fugacidad y de una no menos pobre obsolescencia que el libro supera en casi
todos los sentidos. Si no, véase, por ejemplo, la perennidad de un libro como
El Quijote, cuya capacidad restitutiva y regenerativa, ha logrado mantener una
actualidad de varios siglos.
Pero la pregunta acecha de nuevo y para ella no
hay más respuestas que las propias dudas, virtualidades, esplendores y miserias
que nos acosan en la actualidad. Tal vez el libro vaya hacia su propia
desaparición, que será, a lo sumo, la desaparición del género humano. Es
posible que surja, con el correr de los años, una estética ecológica del libro
fundamentada en su preservación y
cuidado. Esto, por supuesto, dependerá de innumerables factores que el escritor
no controla, pues él apenas forma parte de una frágil cadena reproductiva en la
cual ocupa el sitio más vulnerable. Esta pregunta revisa, una vez más, las
viejas incógnitas del escritor. ¿Para qué, por qué y para quién se escribe? No
caeré, por lo menos en ese instante, en la tentación de responder. Solamente me atrevería a sugerir que estos tres señalamientos
involucran a todo un proceso en el cual coexisten, al mismo tiempo, tres
instancias complementarias y felices: el escritor, el lector y el libro. En este
universo triangular se funda un territorio esperanzador y vehemente que todos
los días se transforma, se auto impugna, se cuestiona y se libera. Un libro es
como una luminosa y fértil metáfora marina.
Nunca cesa de moverse,
jamás detiene sus corrientes tumultuosas. Es, como algún día señaló Kafka, un
hacha afilada que logra atravesar el mar congelado que habita en nosotros.
La pregunta final.
Quisiera, para concluir,
transcribir un texto de Alejo Carpentier publicado hace varias décadas en una
columna que el escritor cubano mantuvo en el diario El Nacional, con el nombre
de “Letra y Solfa”. Como se sabe, Carpentier fue uno de esos espíritus atentos y bien
informados, a la par de ser un gran erudito en varias materias, cuya personal
atención sobre los fenómenos que atañían
al escritor y su entorno social, resultaba estimulante, cuando no polémica.
Entre los tantos tópicos que Carpentier
abordó en estas someras crónicas, hay una
que hace mención expresa al fenómeno del libro y sus problemas
inmediatos en lo que respecta a sus interacciones con lo cultural, a sus
exigencias pragmáticas. Cito, a continuación, parte de este artículo: ¿Cuántos
libros se publican, cada mes, en Europa, en los Estados Unidos, en América
Latina? ¿Cuántos tomos, ceñidos por la
faja de las “novedades”, aparecen cada semana, en los estantes de la librerías
de Londres, de Nueva York, de México, de París? Las cifras exactas nos darían el vértigo: una forma
particular del vértigo de las alturas, que es el vértigo del papel impreso.
Nunca se ha escrito tanto como ahora; nunca se ha editado tanto. Y, por lo
mismo, ante las montañas, las cordilleras, de volúmenes que se proponen a la
curiosidad del hombre moderno, éste suele vacilar y descorazonarse. ¿Por dónde
empezar? ¿Cómo descubrir a los nuevos talentos, entre tantos y tantos nombres
desconocidos? ¿Hay una posibilidad acaso, de seguir movimientos literarios, de
“estar al día” como podían estarlo nuestros padres ---- ante tal plétora de producción? ¿ No sería
mejor cruzarse de brazos, sencillamente, ante la multiplicación de los tomos, ateniéndose el lector a la
literatura conocida, consagrada, ubicada, que basta, por sí misma, para
satisfacer todas las apetencias?...
¿Y el escritor? ¿Acaso no se ha preguntado, alguna vez, si
valía la pena desvelarse tanto por añadir un tomo más a la infinidad de tomos
salidos de las imprentas del mundo, cada mes? ¿Cómo alcanzar al público, a
través de tantas barreras previas, levantadas por el papel? ¿Cómo atraer la
atención de los críticos, tan incapaces ya, como el más sencillo lector, de
enterarse de todo lo que se publica? ¿Podía creerse que, en nuestra época, la
riqueza misma de la producción literaria
se volvería un motivo de desaliento, una invitación a abandonar la partida?...
Estas reflexiones de Alejo
Carpentier, escritas hace más de cuatro décadas
poseen, a mi juicio, una incuestionable actualidad. Si la preocupante
percepción que hizo hace más de cuarenta
años, la cotejamos con los hechos de hoy, veríamos que hemos que hemos llegado al grado cero de
estos mismos procesos. A una mayor
producción del libro, se originó una
menor intensidad del mismo, una menor valoración de su importancia en cuanto
tal. En la época de las hiperinterpretaciones, de los hiperdiscursos, el libro
tiende a perder un cierto valor sagrado; ese valor, esa presencia fetichista,
mágica, que en otros momentos pudo
reconciliarnos con la vida. Creo, al término de todo esto, que habría que
reinventar al libro, trazar de nuevo sus coordenadas imaginarias, convertirlo
en un objeto de adoración y de fe y no en materia para el olvido, en letra
impresa muerta y desechable.
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