Andrea Ferrari
En los últimos años, la literatura
infantil y juvenil (LIJ) viene experimentando un auge en buena parte del mundo,
que se manifiesta tanto en la cantidad y variedad de títulos publicados como en
la aparición de nuevas editoriales, en el espacio que le dedican al sector las
librerías y, por supuesto, en las cifras de ventas. Este fenómeno tiene dos
costados bien diferentes. Por un lado, está el extraordinario boom comercial generado
por la saga de Harry Potter, así como de otras series de libros del mismo
género, e incluso la reedición de antiguos clásicos como “Las crónicas de
Narnia” de C.S. Lewis, una serie de novelas escritas originalmente en los años
50. Estos productos, todos exponentes de la llamada literatura fantástica,
suelen ser lanzados con importantes campañas publicitarias y, a menudo, tienen
luego una adaptación cinematográfica que contribuye a su difusión.
El otro costado que explica este auge
de la literatura infantil y juvenil, el menos visible para la mayoría de la
gente y que me interesa destacar aquí, es el aumento de la lectura en las
escuelas en los últimos años. En este caso no son libros siempre expuestos en
las vidrieras de las librerías y difícilmente se ubiquen en la lista de los
bestsellers en su primera semana, pero muchos terminan convirtiéndose en
longsellers, es decir, títulos con una venta sostenida en el tiempo que, en
algunos casos, se cuenta por centenares de miles, gracias a que se vuelven los
favoritos de maestros y alumnos.
En Argentina, y me atrevería a decir
que también en Brasil, la escuela es el principal punto de circulación de la
literatura infantil, el primer lugar donde muchos chicos toman contacto directo
con una obra de ficción y donde leen un texto literario –ya sea un cuento, una
colección de cuentos o una novela-- del principio al fin. Lo cual apunta al
importante rol que asumen maestros y directivos que seleccionan esos libros y
que eligen cómo presentárselos a alumnos que quizás no han leído ningún otro
antes.
¿Y por qué ahora se lee más que antes
en las escuelas? En parte por el impulso de los planes oficiales encarados por
gobiernos centrales y municipales, que incluyen más literatura en los planes de
estudio y en muchos casos proveen de libros a escuelas y bibliotecas. Pero
también, diría yo, porque en los últimos años hay una creciente aceptación de
la idea de que la literatura es formativa, que contribuye al desarrollo
intelectual y emocional de una persona, y que quien es un lector apasionado en
la infancia lo seguirá siendo de adulto y tendrá así más y mejores armas para
salir adelante.
Entonces viene la pregunta que oímos
muy a menudo quienes trabajamos en el área de la literatura infantil: ¿cómo se
hace para lograr que a los chicos les gusten los libros? Es una pregunta que
formulan muchos padres que parecen confiar en que existe una receta mágica para
crear lectores. Creo que la primera respuesta a la pregunta de esos padres –por
lo menos la que doy yo- es que la mejor manera de que los chicos se conviertan
en lectores es que vean a sus padres leer con pasión, que en sus casas se
respire el placer de la lectura. Sin embargo, muchos de los padres que se
proponen lograr que sus hijos lean, que les compran libros y les hablan de la
importancia de la lectura, no leen ellos mismos casi nunca, con lo cual no
constituyen un ejemplo muy motivador.
En otros casos no hay dinero para
libros. O la familia ni siquiera se lo plantea como problema –quizás porque
tienen preocupaciones más acuciantes que ésta- y los chicos no cuentan en casa
con ningún material de lectura, ni siquiera revistas.
Para todos esos chicos, que no han
visto leer en sus casas, existe una segunda oportunidad de convertirse en
lectores, y ésa es la escuela.
El cuento en el aula
En este contexto, es interesante
considerar qué y cómo se lee en la escuela, cuáles son las posibilidades y los
riesgos para un docente que decide ofrecer a sus alumnos un texto literario.
En principio, el docente enfrenta una
serie de decisiones. La primera es qué tipo de texto eligirá: un cuento, un
fragmento de novela, una obra de teatro, un poema, una novela entera... El
cuento suele ser una buena elección en el aula, ya que por su extensión puede
leerse rápidamente y analizar a fondo sus elementos. Por supuesto, las otras
formas tienen también su cabida en el aula, pero aquí voy a hacer especial
hincapié en el cuento.
Hay, diría yo, tres etapas de
acercamiento al cuento en el aula. La primera es la comprensión. Me refiero aquí
al nivel más básico: entender el vocabulario y las estructuras usadas, poder
seguir el hilo narrativo hasta el final, captar el sentido primario.
La segunda etapa es la de la
interpretación, y aquí las cosas se ponen más complicadas. Se oyen preguntas tales
como: “¿Qué quiso decir el autor?”, “¿Por qué eligió determinado final?”,
“¿Cuáles son los simbolismos dentro del relato?”.
Un cuento puede ser abordado en el
aula a partir de distintos aspectos. Se puede hablar del estilo, del argumento,
de los personajes, del contexto geográfico, histórico o político, de la
biografía del autor en relación con ese texto, del punto de vista... Cuando se
busca interpretar, sin embargo, se corren algunos riesgos. Uno de ellos es que
se imponga el criterio de autoridad: es decir que existe una única
interpretación correcta y es la que da el docente. Con ese tipo de acercamiento
se puede terminar por expulsar al lector-estudiante del texto, porque se limita
a repetir lo que ha oído sin involucrarse, sin producir un sentido propio.
Parece ser más interesante abrir y no
cerrar la posibilidad de interpretaciones, ayudar en la búsqueda de claves que
permiten análisis verosímiles y no proveer una lista cerrada. Un cuento puede
ser una fuente inagotable de debates: un ejemplo apropiado es, justamente, el
que le da título a este seminario. El famoso microrrelato de Augusto
Monterroso, considerado el más corto del mundo:
“Cuando despertó, el
dinosaurio todavía estaba allí”.
Sólo siete palabras que dieron lugar a
una enorme cantidad de análisis. Se ha hablado mucho, por ejemplo, del sentido
que adquiere allí la palabra “todavía”, que remite a un estado anterior de
cosas. Del hecho de que se trate de “el” dinosaurio y no “un” dinosaurio. De la
falta de un sujeto definido para el verbo “despertó”, lo cual le da una
ambigüedad esencial al cuento.
El dinosaurio ha recibido incontables
interpretaciones: que es un símbolo de los sueños y esperanzas de cada persona,
de la dictadura guatemalteca, de la esencia primitiva del hombre frente al
avance de la ciencia, del poder de Estados Unidos, del partido gobernante en
México... Y no terminan allí.
En una oportunidad leí un artículo
donde se aseguraba que en realidad todo era muy sencillo: siendo estudiante en
México, Monterroso vivía con varios amigos, uno de los cuales –apodado “el
dinosaurio”—hablaba sin parar. Tanto que el escritor, que había bebido un poco,
se quedó dormido oyéndolo y cuando despertó su amigo estaba ahí y seguía
hablando. De ahí entonces: “Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba
allí”. Pero probablemente esa anécdota sea falsa. Lo interesante es que el
propio Monterroso nunca quiso aclarar el sentido de su microrelato, cuya
riqueza está, precisamente, en todo lo que contiene siendo tan breve, en la
cantidad de posibilidades latentes que cada lector puede descifrar a su modo,
en que cada uno puede leer allí un cuento distinto.
Los autores, por cierto, son reacios a
aceptar las interpretaciones de sus obras provistas por críticos y profesores.
Gabriel García Márquez, por ejemplo, contó una vez que colecciona la lista de
disparates que se han dicho en las aulas sobre sus textos, empezando por el
profesor que dictaminó que la abuela de Cándida Eréndira (la del famoso cuento
“La cándida Eréndira y su abuela desalmada”) era el símbolo del capitalismo
insaciable.
Otro autor que suele reírse ante las
interpretaciones de sus textos es el inglés Julian Barnes. En una conferencia
que tuve la oportunidad de presenciar a principios de este año en Buenos Aires
se dio una de esas situaciones: un crítico quiso preguntarle sobre el cuento
“Saber francés”, incluido en el libro La mesa limón. Se trata, brevemente, de
una anciana que vive en un asilo y que le escribe a un escritor llamado Julian
Barnes porque está sacando libros de la biblioteca por orden alfabético y llegó
a la “B”. El crítico quiso saber si Barnes había tomado esa idea, que definió
como la visión de la literatura indexada alfabéticamente, de “La náusea” de
Jean Paul Sartre. El escritor se rió y dijo que le hubiera encantado decir que
sí, pero la verdad era que una viejita muy real le había escrito desde un asilo
porque estaba leyendo libros por orden alfabético. O sea, que a veces los
críticos son más imaginativos que los propios autores.
Adonde apunto aquí no es a plantear
una oposición cerrada a todo tipo de interpretación, sino a la posibilidad de
permitir diferentes miradas sobre ese cuento o novela que, como una cebolla,
deja que cada lector saque una capa distinta y la saboree a su ritmo y estilo.
Volvamos a la lectura en las aulas.
Mencioné tres etapas que a mi modo de ver se dan en este proceso. La que sigue
a la comprensión y la interpretación es la producción; es decir, lo que cada
chico produce tras leer ese texto. Puede ser un dibujo, una interpretación
diferente, un nuevo final. O quizás una reescritura del cuento usando otro
punto de vista, que es un ejercicio muy interesante. O un trabajo en power
point. O una canción. Creo que ésta es la etapa más rica del trabajo sobre un
texto literario en el aula: cuando los lectores se adueñan del texto y se dan
la libertad de generar algo diferente y propio.
Realismo y fantasía
Decía antes que el docente se enfrenta
a distintas elecciones a la hora de determinar qué texto le ofrecerá a sus
alumnos. Una de esas decisiones es la del género. Sin entrar en las
diferenciaciones más sutiles –ya que en la literatura infantil existe la misma
variedad que en la de adultos--, me gustaría mencionar dos grandes troncos de
la LIJ, ambos hoy igualmente vitales: la fantasía y el realismo. Y si bien no
cuento con datos estadísticos, a partir de mi contacto con numerosas escuelas
tengo la impresión de que allí es mayor la presencia de la literatura realista,
sobre todo en lo que respecta a los grados superiores de enseñanza.
¿Pero de qué hablamos cuando decimos
realismo en la literatura infantil? En verdad, las maneras de abordar un texto
realista dentro la LIJ han ido modificándose con el tiempo. Antes las cosas
eran muy distintas: con la idea de proteger a los chicos de los aspectos más
duros de la vida cotidiana; hace treinta o cuarenta años imperaban cuentos
infantiles que pintaban una realidad edulcorada, donde los niños protagonistas
enfrentaban escasos conflictos que siempre podían resolverse con buena voluntad
y ayuda mutua. Los finales eran habitualmente felices, venían acompañados por
la correspondiente moraleja y había temas que jamás se tocaban.
Pero de un tiempo a esta parte la LIJ
ha dejado entrar la realidad a secas, con todas sus facetas, incluso aquellas
que antes se consideraban poco aptas para los chicos. Así es que hoy existen
cuentos y novelas para niños y jóvenes que hablan de guerras, enfermedades,
familias disfuncionales, problemas económicos, sexualidad, violencia, drogas y
otra infinidad de temas. En Argentina, como seguramente en otros países, hemos
visto en los últimos años surgir libros protagonizados, por ejemplo, por chicos
de la calle o chicos cartoneros, que han tenido buena aceptación entre los
lectores.
Muchos de esos temas se prestan a
interesantes debates. Pero justamente por eso, la utilización de la literatura
infantil y juvenil en la escuela enfrenta, a mi juicio, otro riesgo: la
excesiva pedagogización de los contenidos. Me refiero con esto a la reducción
de una obra de ficción a los temas que desarrolla, ya sea la protección del
medio ambiente, la defensa de los derechos humanos o la relación entre nieto y
abuelo. Son las editoriales, en parte, las responsables de esta tendencia.
Se habla mucho de conceptos como “la educación
en valores” o “los contenidos transversales de los textos” y a menudo en la
práctica eso deriva en que se ofrezcan libros como si fueran recipientes de
contenidos: una novela se convierte simplemente en “un libro con ecología”,
“con solidaridad” o “con educación ciudadana”, lavando así toda la riqueza que
pueda tener, que en el caso de una obra de ficción reside en su carácter
literario, en la posibilidad de construir un mundo ficticio con personajes
ricos y complejos y no en la enumeración de conceptos. El riesgo con este tipo
de abordaje, creo yo, es que el lector nunca llegue a sumergirse en ese mundo
ficticio, nunca palpite con sus personajes, sino que se limite a vincular sus
contenidos con ciertas ideas sobre ecología, comunicación, etc., para hacer la
tarea que le han encomendado.
Leer con placer y leer por cumplir
Por todo ello, creo que es tan
importante como el qué se lee es el cómo se lee. Los autores de literatura
infantil y juvenil somos habitualmente invitados a conversar con los alumnos de
escuelas donde se ha leído alguno de nuestros libros. En general uno puede
percibir cómo se han involucrado los chicos con el texto: algunas veces –por
suerte, no la mayoría-- es claro que, más allá de uno o dos que se han
sumergido de verdad en el libro, la mayoría lo ha leído rápido, con el único
objetivo de contestar las diez o doce preguntas que le harán en la evaluación,
encontrar un listado de adverbios de modo o reconocer los objetos directos.
Otras veces, en cambio, somos
recibidos por chicos ansiosos por plantear sus preguntas, llenos de ideas sobre
por qué los personajes se comportan de cierta manera o por qué deberían tomar
otro rumbo, chicos que cuestionan y generan debates sobre diversos aspectos de
un libro. En lo personal, tuve experiencias muy ricas en escuelas donde me
encontré con chicos que habían creado obras de teatro basadas en una
determinada novela, habían hecho maquetas y esculturas sobre los personajes y,
muchas veces, habían generado textos literarios propios a
partir de lo leído.
Es bastante frecuente encontrar, en
esos grupos, estudiantes con una incipiente vocación literaria estimulada por
sus lecturas, que aprovechan la presencia del autor para conversar, por
ejemplo, sobre técnicas narrativas, los motivos de la elección de un cierto
punto de vista o de una determinada estructura.
Normalmente, detrás de este tipo de
chicos uno encuentra a un docente también entusiasmado con el proyecto de
lectura. Por supuesto, la actitud del profesor no es todo. También es habitual
toparse en los foros de Internet con algún chico que pide con desesperación un
resumen del libro para no tener que molestarse en leerlo. Sin duda, los alumnos
ponen lo suyo. Estoy convencida, sin embargo, de que la elección de la obra, la
manera de abordarla, y la posibilidad de que el docente contagie su entusiasmo
por un texto literario tendrán un rol fundamental en el futuro de la relación
entre esos chicos y los libros.
Ideas, creación, producción
Es interesante pensar cuáles son los
aspectos que más curiosidad despiertan entre los chicos tras la experiencia de
lectura en el aula. Tuve la oportunidad de visitar escuelas en distintos
países. Además de en Argentina, en Uruguay, en España y aquí, en Brasil.
Siempre me sorprende constatar que las inquietudes son muy similares: muchas de
las preguntas que hacen los chicos tras leer un libro –ya sean chicos de
escuelas públicas o privadas, de zonas ricas o pobres —son bastante parecidas.
Varias están centradas en el proceso de creación: ¿cuánto se tarda en escribir
un libro? ¿Cómo se eligen los nombres de los personajes? ¿Quién me ayuda a
escribirlos? Y una que aparece siempre entre los más pequeños: ¿Alguien me
corrige los errores de ortografía?
También hay preguntas que muestran que
los chicos están pensando en su propio futuro y tal vez acarician la idea de
ser escritores. Quieren saber, entonces, a qué edad empecé a escribir, qué
libros leía cuando era chica, cuándo supe que quería ser escritora y, a veces,
incluso, si mis padres me apoyaron para tomar esa decisión.
Muchas veces, en grados superiores,
les interesa la fase de la producción del libro: me preguntan sobre mi relación
con la editorial, si yo elijo las ilustraciones, si alguien me hace
correcciones de estilo, si mis libros están traducidos, si participo en la
promoción...
Dejé para el final la gran pregunta,
la que aparece siempre, sea cual sea la escuela: ¿de dónde saco las ideas? Es
interesante ver que los chicos identifican esta cuestión –el surgimiento de
nuevas ideas, la búsqueda de la originalidad temática—como una parte esencial,
quizás la más difícil de la tarea del escritor –lo cual para mí es cierto—y
también que se sienten atraídos por los límites entre realidad y ficción, esa
línea que se les presenta un tanto difusa.
Como la mayoría de mis libros son de
índole realista, suelen preguntarme si hay allí algo autobiográfico o si
conozco a gente que le haya sucedido lo que yo cuento. Yo les respondo que en
mis libros todo es ficticio, pero que muchas veces el germen de esa historia
está en la realidad, en algo que leí en un diario o quizás vi por la calle y
que se convirtió en el disparador de la idea. Lo que observo, en estas charlas,
es que la relación entre el cuento y su contexto, los vínculos entre ese texto
de ficción y sus referentes en la realidad, pueden ser un punto de entrada
interesante para los lectores.
Por eso, quisiera relacionar ahora
estas nociones con el cuento “La historia de Kwaheri”, donde aparece,
justamente, la cuestión de la gestación de un relato, motivo por el cual lo
elegí para acercárselos a ustedes antes de este encuentro. Por un lado, está
tematizada la angustia de la creación: el terror ante la falta de ideas. El
escritor, Pedriel, necesita con desesperación un tema y en el cuento es Kwaheri
quien va a convertirse en el disparador de su idea. Si bien, por supuesto, la
cuestión está tratada aquí con humor y llevada al absurdo con fines
humorísticos, esa desesperada búsqueda de temas e ideas es algo muy frecuente
entre quienes se dedican a la literatura.
Para Pedriel, entonces, el disparador
fue Kwaheri. Para mí, fue -como otras veces- la actualidad: una serie de
noticias. Pero en esta oportunidad se produjo un interesante ida y vuelta entre
la realidad y la ficción.
Hubo una época en Argentina en que se
encontraron polizones en varios barcos que llegaron a los puertos de Buenos
Aires o San Nicolás, todos ellos chicos africanos. Desconozco por qué
sucedieron todos esos casos en ese tiempo y no antes ni después, pero la
realidad fue así y muchos medios registraron estos hechos. Yo me interesé en la
historia de los chicos que venían escondidos en esos barcos, en general
huérfanos que escapaban de países en guerra. Cuando los encontraban algunos
eran devueltos a sus países. Otros desembarcaron en Argentina - país del que
desconocían absolutamente todo, empezando por el idioma- y allí varios lograron
el estatus de refugiados y recibieron cierta ayuda económica.
Ese fue el desencadenante para mi
cuento; es decir, el disparador que luego permitió imaginar el relato. Y,
nuevamente, la relación entre ese disparador y el relato mismo aparece
tematizada en el cuento. Porque aunque Pedriel cree que es la historia de la
vida de Kwaheri lo que va a darle su gran novela, en verdad es poco y nada lo
que logra saber de él. La comunicación verdadera nunca se produce. Es más bien
lo que imagina en sus ojos, en sus dibujos y en sus silencios la materia que
luego va a constituir su obra. Lo que rompe su bloqueo. Y eso es lo que muchas
veces hace falta para poder empezar un cuento o una novela: una imagen, un
elemento que dispare la imaginación.
Mucho después de que el relato
estuviese escrito y publicado, pasó esto que yo a veces les comento a los
chicos cuando hablamos sobre nociones como ficción y no ficción o realismo y realidad.
Y sucede que a veces las cosas se mezclan y realidad y ficción parecen
alimentarse mutuamente. Hay veces en que uno busca desapoderadamente un tema y
otras en que el tema se presenta ante uno, como si pidiera ser escrito.
Lo que sucedió fue que oí hablar de
una nueva aparición de polizones. Eran tres adolescentes que habían subido a un
barco en Guinea. Al desembarcar en Argentina los habían internado en un
hospital, debido a su delicado estado de su salud, y una vez que sanaron, una
señora, titular de una asociación de amistad con los pueblos de África, se
había ofrecido a darles albergue en su casa, por lo que un juez había otorgado
la custodia provisoria, hasta tanto se definiera su situación legal.
Picada en mi curiosidad, conseguí el
teléfono de esta mujer y pedí entrevistarme con los chicos. Ella aceptó con
mucha amabilidad, pero la experiencia no fue fácil. Resultó que estos tres
chicos, que se habían conocido en el puerto de Guinea, se comunicaban entre
ellos en susu, el dialecto de una región de Guinea. El mayor hablaba algo de
francés, lengua oficial en ese país, el del medio algo de inglés, ya que
provenía originalmente de Liberia, y el menor sólo hablaba susu.
Con gran esfuerzo me comuniqué con
ellos un poco en francés y un poco en inglés. Lo que descubrí entonces, para mi
asombro, es que estos tres chicos no podían cambiar una palabra con la mujer
que les daba albergue, ya que ella no hablaba más que español. Fue como
introducirme en mi propio cuento: igual que Pedriel y Kwaheri, esta señora y
los tres chicos se miraban, se hacían gestos e intentaban adivinar sin mucho
éxito las intenciones del otro. Durante un rato hice de puente entre ellos,
tratando de trasladar las preguntas de uno y otro lado. Cuando salí de allí
pensé que si no hubiera sido porque el cuento ya estaba escrito, ésa hubiera
sido una buena historia para una novela.
Termino, entonces, con esta anécdota,
que apuntaba simplemente a ilustrar uno de los aspectos de un relato que pueden
elegirse para abordarlo: su gestación, su relación con los referentes en la
realidad. Apenas una puerta más por la que uno puede asomarse a las entrañas de
un cuento.
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