Raymond
Chandler
El
cuento de hadas es el sueño que todos tienen de la perfección, y
por consiguiente cambia, a la manera de los sueños, según el humor
del soñador. Para uno es un escenario de naturaleza virginal y
estival no mancillada ni siquiera por los trabajos necesarios de la
supervivencia. Para otro es un sitio donde existen códigos,
convenciones o leyes morales, y donde la gente ama u odia a simple
vista, y todos tienen sus virtudes y vicios escritos claramente en el
rostro. Para otro es una campiña sembrada de hermosos castillos en
los que viven dulces damas vestidas de seda, hilando y cantando
mientras hilan, y nobles caballeros que libran corteses combates
entre sí en claros del bosque; o una región de magia inquietante,
música fantasmal, elfos y aguas encantados. Para otro más puede ser
una anarquía de la belleza con un toque de terror, administrada por
espíritus que deben ser propiciados en la chimenea por la noche. No
hay dos mentes que vean igual el país de los cuentos de hadas o le
pidan los mismos dones; además, se modifica de un día a otro, como
cambian los vientos que soplan alrededor de una casa, y con tan pocas
razones visibles como tienen los vientos. No obstante, da por
contraste un reflejo tan exacto de la vida que el espíritu de una
época se retrata de modo más esencial en los cuentos de hadas que
en la más documentada crónica de un articulista contemporáneo.
Las
visiones de lo que se llama idealismo son sólo reflejos del país de
las hadas y sus experiencias; comparten con las escenas del dominio
maravilloso el mérito de decir la verdad sobre quienes las ven, y de
decirla con más claridad porque la dicen inconscientemente. Pero en
el último medio siglo, más o menos, han surgido ciertas personas de
caras largas, serias, graves y al parecer muy valientes, que nos
informan tristemente que debemos mirar de frente los hechos si
queremos ver la verdad, que no debemos engañarnos con sueños
rosados de castillos en las nubes. Para mostrarnos cómo proceder
rastrillan la basura de la humanidad en sus callejones y barriadas en
busca de fragmentos de la vajilla moral rota, y huelen los vicios de
los desdichados, y los adornan con la peor interpretación posible
del sistema social, y , por el simple proceso de multiplicación,
deducen de ellos los que consideran más típico del ser humano.
Decididos a no ocultar nada, y a mostrar con imparcialidad todos los
aspectos de la vida, olvidan que las cosas que más les llaman la
atención en su registro imparcial y aparecen más destacadas en sus
obras son meros desechos de los sentidos; del mismo modo, un hombre
con un fino sentido del olfato consideraría que el rasgo más
notable de la vida en una cabaña son los olores desagradables.
Declarando audazmente que harán a un lado todo optimismo ficticio,
eligen automáticamente el aspecto oscuro de las cosas para no correr
riesgos; como resultado, lo desagradable se asocia en sus mentes con
la verdad, y si quieren producir un retrato sin defectos de un
hombre, todo lo que tienen que hacer es pintar sus
debilidades y después, aunque no sea más que para propiciar el instinto de bondad remanente por descuido en sus corazones, explicar que sus defectos son la consecuencia inevitable de un plan de vida equivocado. Sólo falta así instalar el hombre así retratado en un 'milieu', cuya sordidez y fealdad es "reproducida" con una elaboración monótona y chata antes desconocida en el arte, y se obtiene una obra maestra del realismo. No puede sorprender que cuando ese material es puesto en manos de hombres y mujeres cansados por exceso de trabajo y con los nervios inestables, para que lo estudien en sus horas de ocio, haga que un cierto sabor de desaliento y pesimismo se vuelva característico de la época, con el resultado social de que si algún problema vital es difícil clama por su solución, los mejor preparados para resolverlo han perdido toda esperanza y alegría juveniles y no tienen más energía para la tarea. Pasan de largo con un suspiro, dejando la misión a burócratas y políticos.
debilidades y después, aunque no sea más que para propiciar el instinto de bondad remanente por descuido en sus corazones, explicar que sus defectos son la consecuencia inevitable de un plan de vida equivocado. Sólo falta así instalar el hombre así retratado en un 'milieu', cuya sordidez y fealdad es "reproducida" con una elaboración monótona y chata antes desconocida en el arte, y se obtiene una obra maestra del realismo. No puede sorprender que cuando ese material es puesto en manos de hombres y mujeres cansados por exceso de trabajo y con los nervios inestables, para que lo estudien en sus horas de ocio, haga que un cierto sabor de desaliento y pesimismo se vuelva característico de la época, con el resultado social de que si algún problema vital es difícil clama por su solución, los mejor preparados para resolverlo han perdido toda esperanza y alegría juveniles y no tienen más energía para la tarea. Pasan de largo con un suspiro, dejando la misión a burócratas y políticos.
Sin
duda que es una vieja calumnia decir que el realismo es un recolector
de los desechos de la vida, y puede ser justo que todo punto de vista
perteneciente a una clase amplia de gente debería tener
representación en el arte. Pero nunca se ha probado a satisfacción
de los visionarios más razonables y fáciles de convencer que el
realista sea un punto de vista definido. Porque en verdad es sólo el
humor de las horas aburridas y deprimidas del Señor Todo el Mundo.
Todos somos realistas por momentos, así como todos somos
sensualistas por momentos, todos mentirosos por momentos, y todos
cobardes por momentos. Y si se afirmara que por esta razón, porque
es humano, el realismo es esencial al arte, la respuesta obvia es que
esta exigencia autoriza como máximo a un nicho en el templo, no como
ahora a un dominio sobre todo el ritual, y que la verdad en el arte,
como en otras cosas, no debería buscarse mediante ese proceso de
agotamiento alentado tan fatalmente a nuestro tiempo por los pedantes
de la ciencia, y por la falacia de que se lo descubrirá considerando
todas las posibilidades: un método que reniega de la intuición y de
todos los mejores instintos del alma para recibir a cambio un puñado
de teorías que, comparadas con las formas infinitas de la verdad
inmortal conocida por los dioses, son como un puñado de guijarros
respecto de mil kilómetros de playa cubierta de guijarros.
No
obstante, por fallida que sea su filosofía, el credo realista que
domina nuestra literatura no se debe tanto a las malas teorías como
al mal arte. Para ser un idealista, uno debe tener una visión y un
ideal; para ser un realista, sólo un ojo mecánico y laborioso. De
todas las formas del arte, el realismo es la más fácil de
practicar, porque de todas las formas mentales la mente chata es la
más común. La persona menos imaginativa y menos educada del mundo
puede describir chatamente una escena chata, como el peor constructor
puede construir una casa fea. Para los que dicen que hay artistas,
llamados realistas, que producen una obra que no es fea ni chata ni
dolorosa, cualquiera que haya recorrido una calle común de la ciudad
al crepúsculo, en el momento en que se encienden los faroles, puede
responder que esos artistas no son realistas, sino los más valientes
de los idealistas, porque exaltan lo sórdido a una visión mágica,
y crean belleza pura del cemento y el polvo vil.
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