Víctor Montoya*
Jonathan Swift |
Jonathan
Swift (Dublín, 1667-1745) perteneció, en lo social y político, a
una familia privilegiada. Su padre, jurista de profesión, murió
antes de verlo nacer. Desde niño fue criado y educado por los
familiares de su padre, hasta que, en 1689, ingresó a trabajar como
secretario de Sir William Temple, famoso político y diplomático
inglés, quien, según Samuel Johnson, fue uno de los primeros en dar
cadencia a la lengua inglesa.
En
el hogar de William Temple, el joven secretario dispuso de una
formidable biblioteca, donde abrió los ojos al mundo y conoció a
Esther Johnson, hija legítima de Temple, quien en principio fue su
alumna y después su amor platónico. Esta relación, similar a la de
Lewis Carroll y Alicia, le motivó a retratarla de noche y de día, y
a escribirle una extensa carta, conocida como “Journal to Stella”,
redactada entre 1710 y 1713, la cual, una vez publicada, levantó
aspavientos entre propios y extraños, a pesar de que los secretos
más íntimos se los llevó Swift hasta la tumba.
Luego
de la muerte de William Temple, Swift se dedicó a ser publicista y
escritor. Con respecto a sus versos, se refiere la siguiente
anécdota: cuando Swift le enseñó algunas de sus Odas a su primo
Dryden, éste le dijo: “primo Swift, tú nunca serás poeta”.
Dryden
tuvo razón, puesto que en “Los viajes de Gulliver” encontramos a
un Swift desplazándose de la poesía al relato, para narrar las
apasionantes aventuras del capitán Samuel Gulliver, un típico
inglés del siglo XVIII que, a poco de navegar por alta mar, arranca
de su imaginación historias inverosímiles, que la pluma de Swift
las trocó en literatura, poco después de que Daniel Defoe relatara
en “Robinson Crusoe” las aventuras del marino escocés Alexander
Selkirk, quien, abandonado en una de las islas de Juan Fernández, al
oeste de las costas de Chile, lleva una vida de ermitaño entre
septiembre de 1704 y febrero de 1709. “Robinson Crusoe” tiene
mucho en común con “Los viajes de Gulliver” y ambos relatos con
Simbad de “Las mil y una noches”, puesto que son obras
alimentadas por la fantasía e inspiradas en viajes y aventuras de
fabuladores y náufragos empeñados en hacer creíble lo increíble,
y en cuyas páginas llenas de vigor confluyen lo real y lo
imaginario, la utopía y el reportaje.
Las
crónicas de viajes, durante el siglo XVII, fueron los libros más
populares, debido a que en la mentalidad del hombre occidental
existía aún la creencia de que allende los mares moraban monstruos
gigantes y seres insólitos, que tenían un ojo en la frente y la
cabeza debajo del brazo. Recién en el siglo XVIII, cuando casi todas
las regiones del planeta fueron registradas en los mapas oficiales,
Europa dejó de creer en el mito de que en tierras lejanas existían
hombres que eran doce veces más pequeños o más grandes que los de
estatura normal.
Si
en “Robinson Crusoe” (1719), el hombre lucha contra la naturaleza
salvaje para construir su propio hábitat, en “Los viajes de
Gulliver” (1726), el autor nos muestra cuán relativo es todo en
este mundo y cuán estúpido llega a ser el individuo a través de su
arrogancia y orgullo.
Claro
está, desde el origen oral de la literatura épica, transmitida por
aquellos narradores anónimos -errantes que en los tiempos antiguos
iban por los palacios y las plazas públicas relatando historias,
hasta los creadores de novelas de nuestros días- la figura del
narrador desempeña un papel preponderante en la forma de cómo
transmitir el discurso narrativo. El narrador es el principal
responsable de lo que cuenta y, en definitiva, de los efectos de sus
relatos sobre sus oyentes y lectores.
Ahora
bien, ¿cómo contar una historia? Un relato no sólo es interesante
por lo que en él se cuenta, sino, sobre todo, por la forma cómo se
cuenta. A la vez, lo que hace de un narrador un buen narrador es
precisamente el talento de saber contar historias. En tal virtud, no
interesa tanto que el narrador cuente una historia conocida o, por el
contrario, una historia inventada por él mismo. Lo importante es que
sepa contar con la destreza que Jonathan Swift explayó en “Los
viajes de Gulliver”.
Cuando
Swift retornó a Irlanda en 1726, llevaba ya consigo un libro que
escribió desde 1720, dividido en cuatro partes, el mismo que sería
publicado en octubre del mismo año bajo el extenso título: “Travels
into Several Remote Nations of the World in Four Parts, in Lemuel
Gulliver” (Los viajes de Samuel Gulliver por remotas regiones del
mundo, en cuatro partes). Aunque los libros estaban destinados a los
lectores adultos, los niños encontraron en ellos un verdadero
tesoro, un prodigioso juego entre la realidad y la fantasía.
En
el primer viaje, Samuel Gulliver, un joven inglés ansioso por hacer
una travesía por mar, se embarca en un bergantín rumbo a las
Indias. Estando cerca de las costas del noreste de Tasmania, el cielo
se cubre de nubarrones y una tempestad destroza el bergantín contra
las rocas. Gulliver es el único sobreviviente de la expedición.
Cuando abre los ojos en una playa, donde yace herido, se ve rodeado
de hombrecillos que miden menos de seis pulgadas, y mientras unos le
apuntan con lanzas, otros le lían con cuerdas que, alrededor de su
cuerpo, parecen hilos de coser. Gulliver, sin proponérselo, arribó
a las tierras del emperador de Liliput, quien ordena construir una
monumental plataforma para transportarlo hasta la capital del
imperio.
En
la capital de Liliput, donde los paisajes y personajes rompen los
límites de la realidad, Gulliver es exhibido como el fenómeno del
siglo: su voz es un trueno y su estornudo un huracán que hace volar
los templos por los aires. Los liliputienses marchan por debajo de
las piernas de Gulliver, quien los levanta en la mano como un niño
lo hace con sus juguetes.
Cuando
la ciudad arde en llamas, Gulliver bebe a sorbos el agua del estanque
y, convirtiendo su boca en un poderoso extintor, sofoca el incendio.
También cambia el curso de los ríos, arranca los árboles como
hierbajos y juega con los navíos de guerra del rey de Blefescu, los
ata entre sí y los remolca hasta el puerto de Liliput, para así
evitar la tragedia de una guerra. Al final, el monarca, como prueba
de gratitud, le obsequia un bote gigantesco para que retorne a su
tierra natal.
Si
en el primer viaje, Swift reduce las cosas al formato de los
habitantes de Liliput; en el segundo, los amplía al formato de
Brobdinag. Es decir, invierte el largavistas y, todo lo que antes se
veía pequeño, ahora se ve grande, por cuanto Gulliver no es más el
gigante en el mundo de los enanos, sino una suerte de juguete en el
mundo de los gigantes.
Este
juego de dimensiones relativas, aceptado por los niños desde todo
punto de vista, se inicia cuando la embarcación, donde se encuentra
Gulliver, queda embarrancada contra unos arrecifes, tras los cuales
emerge una isla entre las aguas. Los tripulantes, a poco de descender
a tierra firme, sienten a sus espaldas un fuerte temblor y, al girar
la mirada, contemplan a un ser gigantesco cuyas piernas y brazos
tienen el mismo diámetro que los árboles más viejos. Instantes
después, todos huyen despavoridos, excepto Gulliver, que cae
atrapado entre los enormes dedos de un gigante, quien lo levita con
una fuerza ciclónica y lo lleva hasta un poblado cercano, donde las
casas son más grandes que las montañas.
La
hija del gigantón juega con él como si fuese un animal diminuto,
sin considerar su condición humana. En este trance, la niña se
descuida y Gulliver resbala a un tazón de leche. Cuando Gulliver se
sujeta de los bordes, semiahogado, choca con un par de ojos que lo
miran desde más arriba de unos bigotes blancos; es un gato que,
relamiéndose, le lanza un zarpazo del que lo salva la niña casi por
milagro.
Como
es de suponer, en este país es también objeto de atracción. El rey
lo adquiere a cambio de una fabulosa fortuna y se lo obsequia a su
hija menor. La princesa lo acepta como a su juguete preferido y lo
protege de los males que amenazan su vida. Mas no por esto queda
libre de los peligros. Si un día, mientras toma sol cerca de la
ventana, es acosado por un enjambre de abejas, otro día es herido en
el bosque por un estruendo de nueces que caen como melocotones sobre
su cabeza. Al cabo de un tiempo, Gulliver le suplica a la princesita
que lo lleve a nadar en la playa. Ella cumple con el pedido y lo
lleva encerrado en una cajita.
En
la playa, donde había una caseta para que Gulliver se cambie de
ropa, la niña se distrae recogiendo conchas, en tanto el
protagonista aprovecha la oportunidad para huir; voltea la caseta
sobre las olas, se sube a horcajadas encima de ella y se hace a la
mar agitando brazos y piernas, hasta desaparecer más allá del
horizonte. Navega varios días a la deriva, hasta que avista las
velas de un navío inglés que lo recoge a bordo. Sólo entonces,
mirando a los marineros, comprueba que la caseta no es más pequeña
que la recámara ni él es un hombrecillo del tamaño de un dedo.
Estas relatividades, propias de la fantasía, les fascina a los niños
como los cuentos fantásticos, en los cuales se relatan las aventuras
de personajes diminutos, cuyas moradas son una cajita, un sombrero o
un zapato abandonado.
En
el tercer viaje, Gulliver desembarca en el país de los científicos
locos, donde existen computadoras que escriben libros de filosofía,
poesía, política, jurisprudencia, matemáticas y teología. Esta
sociedad tecnificada –actualmente real, pero por entonces utópica-
que imagina Swift, no es otra cosa que una mordaz ironía a la
tecnocracia y un miedo solapado ante la lógica de las máquinas, que
a veces acaban siendo más perfectas e inteligentes que la mente
humana.
A
nuestro héroe le llama la atención cómo los hombres de ciencias
tienen los oídos adaptados para escuchar la música producida por
los planetas en su traslación alrededor del sol, y cómo en la
academia de Lagado extraen rayos de sol de los pepinos, para luego
usarlos de calefacción en las épocas frígidas, y cómo investigan
la forma de construir edificios desde el techo hacia los cimientos.
El tercer viaje de Gulliver, lejos del racionalismo de la época, es
una manera de sumergirse en un mundo mágico que, años más tarde,
inventaría Julio Verne.
En
el cuarto viaje, Gulliver visita una isla habitada por caballos
superdotados, que tienen un estandar cultural y ético superior al de
los humanos. Al lado de estos caballos, que identifican su nombre en
nobles relinchos, viven los Yahoos, quienes tienen una apariencia de
bestias, una vida degenerada y un olor repugnante. Para Gulliver, los
Yahoos no son humanos en su primera fase evolutiva, sino animales
inferiores a los caballos.
Así,
en los dos últimos viajes de Gulliver está presente la misantropía
latente de Swift, tanto por estar lejos de las teorías darvinianas y
el idealismo religioso, como por usar el método del desprecio para
contribuir a la reforma del mal comportamiento humano. Incluso cuando
su protagonista es rescatado por navegantes portugueses del paraíso
de los caballos, éste rechaza con aversión la presencia de los
Yahoos; a tal extremo que, sólo un año después de su retorno a
Inglaterra, puede comer por primera vez junto a su esposa e hijos.
Para
algunos especialistas en literatura infantil, “Los viajes de
Gulliver” constituye una obra que refleja el complejo de
inferioridad y superioridad, y la misantropía casi enfermiza de
Swift, quien, como pastor anglicano, fustigó con ironía las
corrupciones humanas y dijo: “Odio y detesto a ese animal que se
llama hombre”. En otra ocasión, por intermedio de un ensayo,
presentó un proyecto financiero para aprovechar a “los hijos de
los pobres” a fin de sanear la economía del país, y, para
solucionar el problema de los niños inválidos, propuso venderlos
-mientras más tiernos, mejor- para hacer el manjar de los ricos.
Estas ideas de Swift -medio en serio, medio en broma- dejó mucho que
desear entre sus lectores y admiradores.
Con
todo, los niños reconocen como suyos los viajes de Gulliver al país
de los enanos y al país de los gigantes. Además, ya antes de que
falleciera Swift, las dos primeras partes del libro fueron separadas
del resto, con el propósito de preparar una edición exclusivamente
destinada a los niños.
*
Víctor Montoya es escritor y pedagogo boliviano.
No hay comentarios:
Publicar un comentario