lunes, 12 de septiembre de 2016

Donceles y el tiempo

Leandro Arellano

¿Adónde se encaminarán nuestros pasos con el advenimiento del libro electrónico? ¿La lectura en la pantalla agotará el gusto de andar hacia los estantes y rebuscar entre títulos y autores? Para quien conoce el placer de dirigirse a una librería y relegar en ella el tiempo que se desliza en la calle, supone muy contadas equivalencias. 

El comercio del libro posee referencias en autores tan antiguos como Platón y Jenofonte en Grecia, y en Roma las librerías eran conocidas ya en los tiempos de Cicerón y Catulo. Horacio cita en su obra a sus editores -los hermanos Sosii- y Marcial menciona al menos a tres de los suyos. En sus Noches áticas Aulo Gelio escribió que el primero que en Atenas dispuso libros para la lectura pública fue Pisístrato, y que los libreros romanos acostumbraban permitir la consulta de ejemplares extraordinarios mediante una cuota.

Muchos siglos más tarde y alejado del Foro romano me dirigí por vez primera a la calle de Donceles en la Ciudad de México donde -ironía de la vida- se ubican las librerías de viejo. Apremiado por una doble necesidad, con fervor y tiempo de sobra para explorar entre el olor a papel añejo, daba inicio así a un acto que, en su reiteración, se convertiría en ritual.
En las primeras incursiones buscaba ejemplares baratos de autores griegos y latinos, razón decisiva que me guiaba hasta allí. Inadvertidamente, por intuición digamos, cumplía una norma antigua, de auténtico aficionado. A los clásicos se les lee en ediciones populares y baratas, las ediciones de lujo quedan reservadas para más tarde, cuando arriba el tiempo en que se lee menos y se relee más.

El tipo de letra y la calidad del papel de aquellos libros hacían cómoda la lectura, y del prefacio bien podía desentenderme. Los prólogos pueden ser prescindibles. Para apreciar la obra nada nos interesa el andamio, estableció Alfonso Reyes. Las versiones de la Ilíada y la Odisea que poseo -de la Editorial Jus- provienen de aquellas incursiones, igual que la obra de Píndaro, el teatro de Sófocles, la poesía de Horacio y otros. Junto a las ediciones de Jus se hallaban las de Clásicos Jackson, que todavía encabezan mi errante biblioteca.

No demanda mayor sabiduría comprobar que el tiempo y el buen hábito reditúan. Así, más adelante adquirí obras de editoriales argentinas y españolas, o de la célebre colección “Clásicos éxito”, que todavía sobreviven. Todos esos textos fueron sustituyendo a las generosas y maltratadas ediciones de la colección “Sepan cuantos...” de la casa Porrúa, en las que hice las primeras lecturas serias, y a las que tantos hispanohablantes de la segunda parte del siglo pasado debemos enorme gratitud. Por lo demás, a las librerías de provincia no llegaba otra cosa.

Las ediciones de Gredos eran inalcanzables para el bolsillo del estudiante y sus introducciones muchas veces resultaban tediosas. Ciertas traducciones, además, causaban un escozor que hacía recordar al Cortázar que se lamentaba de sus traductores franceses quienes –decía- son capaces de hacer hablar a un personaje de Dostoievsky como si fuera Julián Sorel o Rastignac.   

Igual que se visita a un anticuario, a una librería de viejo hay que acudir reiteradas veces para, en una de tantas, dar con el libro que nos aguarda. También los libros buscan a su lector; y la constancia y la paciencia son rentables. Esas virtudes y su hermana Fortuna pusieron en mis manos hallazgos exquisitos, como la edición completa de las Vidas paralelas, publicada en Buenos Aires por El Ateneo, en 1948, en la célebre traducción de Antonio Ranz Romanillos. Dos tomos impresos con nitidez y más de mil páginas cada uno. Entre el polvo y el olor a papel añejo, en otra ocasión, di con la Historia de los judíos de Flavio Josefo, también en dos tomos, traducida por Juan Martín Cordero, en la magnífica presentación editorial de la española Iberia, de 1961. 

Muchas de las librerías de aquellos años no sólo siguen en pie sino que se han expandido, y si entonces había dos o tres, al paso del tiempo se ha establecido otras, enormes todas. Cuando recalo en México sustraigo algunas horas al tráfago cotidiano para asomarme por aquellos rumbos. Con la progresiva rehabilitación del Centro y de las Colonias Condesa y Roma se han instaurado varias en la Avenida Álvaro Obregón, y en una de ellas topamos recién con una edición en veinte tomitos –publicada en Barcelona- de las novelas de Salgari.

El hábito se convierte en segunda naturaleza. El apasionado se sumerge y se extravía entre los anaqueles con el mismo fervor del explorador cercano a la veta. Y como no falta en cada ciudad mediana una librería de viejo, de segunda mano, o como se les llame, atendidas usualmente por el propio patrón -otro iniciado-, he explorado las de aquellas ciudades adonde me han conducido mis pasos trashumantes. 

Singular fue la experiencia londinense. Los ingleses valoran la importancia de las instituciones, la preservación de cada avance humano. Incontables tardes me encaminaba a Charing Cross, que en aquel tiempo estaba poblada de librerías de segunda. Ajeno a los afanes del coleccionista, motivado por el puro afán de lector ávido, mediante esas visitas construí el bulto central de mi modesta biblioteca en inglés. Inmerso en el efluvio peculiar del papel vetusto, pasaba horas escudriñando anaqueles de aquellas librerías ordenadas. Obtuve allí los libros fundamentales de Chesterton, cuya obra completa es vasta y se halla dispersa en tantas editoriales, además de una hermosa edición de la biografía de Stevenson y la aún más exquisita de su San Francisco de Asís, todas de pasta dura, papel espléndido y tipografía inmejorable. Las novelas completas de G.H. Wells -en un tomo- de allí proceden también.

De Stevenson, otro autor prolífico, tampoco fue posible hallar su obra completa en esas excursiones, pero paso a paso me fui allegando sus libros que más me interesaban, en ediciones que datan de las primeras décadas del siglo pasado, igual que de ediciones de las obras completas –publicadas por Oxford- de Shelley, Wordsworth, Wilde y otros, encuadernadas y empastadas pulcramente. A veces cruzaba la acera para visitar la afamada librería Foley´s, colmada siempre de novedades.  

El descubrimiento mayor en ese país, sin embargo, tuvo origen en una recomendación de nuestros vecinos, una pareja de ingleses sobrevivientes de la Segunda Guerra Mundial, gracias a quienes hicimos una excursión familiar que recordamos maravillados, habiendo viajando en coche hasta High on Wye, en Gales. Lo que hallamos allá fue una población habitada por libros usados.

Otra imagen persistente de aquella época proviene del trayecto cotidiano –entre Wimbledon y Hyde Park- en el Metro, donde reinaba un silencio casi reverente, amortiguado únicamente por el traqueteo de los rieles. En el vagón cada pasajero, desde el formal empleado de la City a los jóvenes de cabello colorido, las muchachas que anunciaban la nueva moda, llevaba un libro en la mano o leía algún tabloide. Quién sabe si las pantallas de la laptop, de la blackberry u otro sucedáneo los hayan sustituido ya o lo hagan en breve.
Experiencias particulares tuve también en Seúl, Viena, Nueva York e incluso en Nairobi, donde no existían librerías. Con todo, en una famosa casa de remates de objetos usados adquirí una edición de las novelas completas de Dickens -de la Oxford University Press-, de principios de siglo, que luego empasté en México y constituye mi versión definitiva de ese escritor; lo mismo ocurrió con las Memorias de la Segunda Guerra Mundial de Winston Churchill. 

Gran devoción y cuidado existen en Rumania por los libros. Si las artes gráficas de un pueblo revelan su estado moral, ellas preservaron la parte más noble de Rumania. Bucarest cuenta con numerosas librerías de viejo. En las que visitaba hallé sin faltar ejemplares valiosos. Lamentable fue la distorsión de precios que acarreó el cambio de régimen, lo que no me impidió, sin embargo, allegarme varios ejemplares, en francés sobre todo. Quién sabe cuántas joyas habrá descubierto el lector de griego, ruso y turco, ante la abundante literatura que había allí en esas lenguas. De esas incursiones recuerdo una Cronología histórica de Rumania, los poemas de Lucian Blaga, una biografía de Ovidio y otros. 

Recientemente y gracias al aviso de Miguel Huezo Mixco visité La segunda lectura, en la capital salvadoreña. Miguel Huezo ha contado las satisfacciones que le procuró esa librería y adelanta lo que nos tocó hallar: los escombros que dejó un incendio de esa heroica librería de viejo. Fui allí en seguimiento de una liturgia y para honrar esa gloria maltratada por el tiempo y los elementos.

El futuro del libro está a debate, la batalla entre la edición tradicional y la electrónica se disputan su porvenir. Y si ignoramos cómo ha de ser el libro del futuro, más aún la suerte que le aguarda a las librerías de viejo. ¿Se convertirán en museos? ¿Qué harán de ellas los afanes digitales? La única certeza es que, de existir, hasta allí han de arrastrarnos nuestros pies amantes. Es posible que Heráclito se haya equivocado –escribe Claudio Magris-, nos bañamos siempre en el mismo río, en el mismo infinito presente de su fluir, y el agua es cada vez más tersa y profunda.

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