viernes, 9 de octubre de 2015

Del margen a la página

Carlos Yusti
 Don Quijote en la Biblioteca, el personaje entre libros.
Ilustración de Svetlin Vassilev

Especialistas franceses, que han estudiado con estadísticas, la sociedad y la lectura tienen una teoría la cual postula que todos estamos al margen de la página y lo ideal es saltar dentro de la página para apoderarse de los textos literarios. Estar al margen significa que muchos poseemos capacidad de comprender los signos escritos lo que no garantiza en lo absoluto que seamos capaces de asimilar, desglosar y disfrutar de los textos escritos. Por eso es necesario centrar esfuerzos para que desde los primeros años el niño entre en contacto con libros, que los rayen, se impregnen del olor a tinta impresa, los rompan; que conviertan los libros en juguetes rabiosos para el disfrute sin cortapisas ni reprimendas de ninguna naturaleza.
Apropiarse de los textos literarios, saltar del margen de la página y sumergirse en ese sutil arte de la escritura literaria no es tan sencillo como se piensa, ni tan complicado como los profetas del desastre de siempre lo postulan.
Un libro como el Ulises de James Joyce, que narra apenas un día en la vida de una serie de personajes, desgranando un complejo mundo interior, tiene que resultar farragoso para cualquier lector no preparado. Ese día, 16 de junio de 1904, narrado por Joyce no sólo pulveriza los clásicos cánones de la novelística tradicional, sino que su autor se sumerge en el barro nada placentero del alma humana, de su piel más mundana para desnudar los prejuicios, miserias y sueños de ese mundo interior tan afín a muchos hombres y mujeres.

También se puede ir al encuentro de una novela menos vanguardista como Doña Bárbara, de Rómulo Gallegos, la cual profesores del bachillerato han reducido a un forcejeo exótico de civilización y barbarie sin desentrañar el nada sutil discurso machista y misógino que se esconde entrelíneas; un discurso que perfila tipos humanos que trascienden las páginas de la novela y se mezclan en nuestra cotidianidad pasada y actual, lo que lleva a pensar: la novela es muy buena o el país es de pésima calidad.
No sé si he logrado explicar algo, pero así sucede con todas las grandes obras de la literatura, y creer que Moby Dick, de Herman Melville, es la persecución y caza de una ballena blanca por parte de un capitán desquiciado y ensombrecido por la venganza no se acerca ni remotamente a las intenciones religiosas y metafísicas de su autor, y quien en una carta escribió: “He escrito un libro impío, pero me siento inmaculado como un cordero”.
Pasa igual con Don Quijote y los lectores del libro (o aquellos que han escuchado de manera colateral pasajes de la novela de Cervantes). Con respecto a Don Quijote existen muchos equívocos y la mejor manera para solventarlos es leerlo. Se da el caso que muchos citan pasajes del libro con una lectura a medias e incluso nuestros ignorantes politicastros de oficio, que sólo han leído la Gaceta Hípica, se atreven a citar frases del libro sin haber husmeado siquiera la contraportada. Son unos caradepescado fríos y calculadores que al enfrentar la prensa sueltan: “Nunca confundimos molinos de vientos con gigantes”, “Con la Iglesia hemos topado”, “Si los perros ladran es señal de que avanzamos”, “Ese, mi adversario político de cuyo nombre no quiero acordarme”, o “Aquí todos quieren ser Quijotes y no llegan ni a Sancho Panza”. Para muchos la novela trata de un viejo, especie de jubilado, al que se le zafaron los tornillos del cerebro de tanto leer novelas de caballerías. No obstante el libro de Cervantes es de una riqueza más compleja que requiere de varias lecturas para arañar un poco en los parámetros trascendentales de una novela que de algún modo cambia nuestra percepción de la realidad a través del lenguaje y que es, más o menos, lo que hace toda gran novela. No por azar Marthe Robert escribe: “Feo, débil y de apariencia grotesca, don Quijote está tan mal equipado para las tareas épicas como para convertirse en una persona que triunfa sobre la vida. La pobreza de su cuerpo, su triste figura y su torpeza le hacen imposible la acción e incluso, y esto es peor aún, el sueño de acción en el que don Quijote espera adquirir un nuevo temple. La epopeya, y él lo sabe bien, sólo se ocupa de hombres orgullosos de su belleza y de su fuerza que, además de todo esto, no sienten lastima por los desheredados de su especie. Por lo tanto don Quijote no puede entrar en ella como conquistador, sino por medio de la persuasión, haciendo uso de un don que verdaderamente posee y que, por casualidad, es casi tan precioso para sus modelos como la belleza: la elocuencia, es decir el amor y el respeto por las palabras, el arte de usarlas con la habilidad de hacerlas vivir”.
Existe una mitología en torno a lectura bastante pintoresca. Todo el mundo (profesores universitarios, maestros, politicastros y todo bicho de uña que parasita en torno al arte y la cultura) hacen votos y recomendaciones para que nuestros niños y jóvenes lean, pero la gran verdad es que quienes incitan a leer libros son los primeros que no lo hacen, habrá sus honradas excepciones, pero la gran mayoría hace rato que sólo pedalea al margen de la página sin ganas ya de saltar hacia el centro del página.

Me convertí en lector sorteando la crítica de amigos y familiares e incluso de algunos profesores que chasqueando la lengua me percibían como un caso perdido y sólo me recomendaban que estudiara más y leyera menos. Leer es siempre un riesgo y saltar del margen hacia ese abismo de las páginas de la gran literatura es un encuentro con el lenguaje organizado en función de la imaginación y la memoria hasta hacer vivir las palabras más allá de la página y del tiempo.

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