Aquiles Nazoa
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Melchor, Gaspar y Baltasar, cuyos nombres de humo vagan en Nochebuena por entre los sueños de todos los niños del mundo, vienen sobre sus viejos y lentos camellos por las azules sendas de Galilea. En la alta noche, desde el cielo, una estrella les va enseñando el camino de Belén. A Belén van los tres, que un ángel le ha anunciado el nacimiento del Niño Dios en un pesebre abandonado y ellos se apresuran a llevarle sus mejores presentes al enviado del cielo. A las puertas del pueblo hombres de rojas túnicas y barbas negrísimas miran curiosos el paso de los forasteros; el viento fresco lleva hasta ellos el rumor de las conversaciones y del agua presa en las cántaras de Samaria, que llevan al hombro las mujeres altas y bellas que a su paso los contemplan con larga mirada. Han llegado los reyes al pesebre; han llegado y de sus alforjas van sacando las ofrendas al Niño Jesús: oro que canta y brilla e incienso y mirra, que son como regalos de luz y de aromas. La mula y el buey, al lado del pesebre, del Nacimiento, son los mudos amigos del recién nacido. El vaho caliente que fluye de sus belfos entibia y perfuma a heno la atmósfera del pesebre, y son dulces sus miradas porque los animales del buen Dios hablan con los ojos y la mula y el buey están diciendo cosas del Santo Niño.