Arturo
Pérez-Reverte
Alguna vez comenté en
esta página la existencia de una clase de lector que a menudo es muy
útil, pero que en sus versiones psicopáticas resulta un perfecto
tocapelotas. Lo curioso es que suelen ser hombres. En los treinta
años que llevo escribiendo novelas, no recuerdo un solo caso en que
se tratara de mujeres. Aunque esto no las excluye, naturalmente, y
sólo sitúa el asunto en terreno estadístico. Me refiero a quien,
después de hacerte el honor de calzarse tu libro, escribe una carta
o se pone en contacto contigo para decirte que en tal o cual página
hay un error, o una errata. Por lo general eso se agradece mucho,
pues el error y la errata son parte consustancial de cualquier fruto
de darle a la tecla. Cualquiera que practique este oficio sabe que,
por mucho esmero que pongas, raro es el texto donde no quede un
descuido, un dato mal consignado, una errata que pasa a todos
inadvertida hasta el día aciago en que por primera vez abres el
libro recién impreso y ahí está el gazapo, masticando una
zanahoria, mirándote a los ojos mientras pregunta «¿Qué hay de
nuevo, viejo?».