José Gregorio González Márquez
Quien
ama la palabra, la reivindica. El poema es un eslabón que une la divinidad con
la humanidad. El poeta el artífice de esa unión. Cada poeta lleva consigo un
dios inmanente que está abrazado a la palabra que pronuncia, que escribe y
comparte cuando decide dejarla alcanzar su destino. El mensaje precisa reconocer
la existencia del caos primordial pero también el acercamiento del mensajero al
amor, al desamor, a la incertidumbre, al orbe místico. El poeta se abalanza
sobre las palabras, juega con ellas, las acuña en sus manos, las remite al
corazón de la página en blanco, le perdona sus atrevimientos. Las vive, las
llora, las ilumina de sol o las esconde de las perversas intenciones de los
sacrílegos. Un poeta es un demiurgo que con la grafía crea un universo en cada
poema.
Rodolfo Quintero Noguera vive la poesía en cada una de las palabras que hila en sus construcciones. No deja nada al azar. Sus textos poéticos están atravesados por el dolor, la insidia, el cuestionamiento, la soledad, la nostalgia y el amor filial. Pero también, por un sentimiento místico que trasciende el sentido religioso y se acerca a las visiones oníricas. Sueños que conectan la mundanidad con la espiritualidad, lejos de los artificios y los desórdenes que fomentan los enemigos de la palabra. A decir de la poeta rusa Marina Tsvietáieva «El poeta está en las nubes» — es cierto, pero es cierto únicamente para una raza de poetas: los estrictamente elevados, los puramente espirituales. Y no es que esté en las nubes, vive en las nubes. El jorobado paga por su joroba, el ángel también paga por sus alas en la tierra. La incorporeidad, tan cercana a la esterilidad, aire enrarecido, en lugar de la pasión — el pensamiento; en lugar de las palabras — expresiones: ésas son las señales terrestres de los huéspedes celestiales.