miércoles, 4 de diciembre de 2024

La inigualable Elisa Lerner

 

Carlos Yusti

 

Uno de mis referentes como ensayista y cronista es/fue/y será Elisa Lerner (Valencia, 6 de junio de 1932 - Caracas, 24 de noviembre de 2024). Leí sus obras de teatro cuando de joven participaba en un grupo teatral de bisoños actores y actrices en Valencia. Esto del teatro me gustaba más por las actrices y es que mis dotes histriónicas eran nulas, pero como había leído mucho teatro me encargaba de esa parte de los libretos y la utilería. Pero en realidad comencé a leerla con toda seriedad del caso en esa revista de humor, dirigida por Zapata, “El Sádico Ilustrado”, con unos textos que destilaban sarcasmo, inteligencia y esa causticidad con glamour que distinguió siempre su escritura. Como una cuestión lleva a la otra hice mis pesquisas respectivas sobre la autora de tan sádicos, deslumbrantes y elocuentes escritos.

En ese tiempo era yo un vago que leía mucho y trabajaba en lo que podía, ni por asomo pensaba en escribir, pero leía demasiado e incluso admiraba la creatividad de chispazo luminoso de esos escritores anónimos que dejaban sus ideas y dibujos plasmados en los baños públicos. En fin, el primer libro que leí de Lerner fue Yo amo a Columbo o la pasión dispersa (1979). El libro recopila textos escritos por un lapso de veinte años. Son noventa y cinco ensayos que tratan de los más variados asuntos, pero desde esa posibilidad de la literatura convertida en arte.

Elisa Lerner se movió, en su escritura, con soltura y desenfado. La novela, el cuento, y el teatro fueron los otros géneros literarios donde vertió todo su vértigo pasional. Sus crónicas eran una foto instantánea del país. Tampoco le fue ajeno ese ensayo literario otro. Al parecer se divertía con esos temas mundanos, como las reinas de belleza, cantantes melosos de boleros o las series de televisión, que desde su óptica adquirían ropajes deslumbrantes. Lerner cuidaba los detalles al momento de escribir y sin dejar de lado un humor vitriólico de maleable sutileza el cual se dejaba leer entrelíneas.

Me gustó siempre ver a Elisa Lerner como escritora de ensayos en los que incluía sus pasiones disparadas en varias direcciones. Ensayos que oscilaban entre la crónica, la crítica, la nota suelta, la idea puntillosa y una visión, desprovista de sentimentalismo, sobre un país confeccionado desde lo cosmético y la superficialidad; de un país que va del certamen de Miss Venezuela a ese circo de feria que improvisan los politicastros de oficio en tiempos de campaña electoral; un país de muerte (o risa) lenta en la que ocurren lo hechos más desquiciados.

Un ejemplo de su estilo ensayístico podría ser su texto sobre Armando Manzanero en el que escribe: “Pero sobre todo –¡sobre todo! – lo más conmovedoramente admirable en Armando Manzanero era (¡es!) la enternecedora disposición para pedirle perdón a una mujer:

Perdóname por malograr todo lo bueno que me has dado/por provocar las cosas malas que han pasado/por olvidar que eres el amor y no aventura/por olvidar que en tu amor hay hermosura/perdóname por comportarme noche a noche como un necio/perdóname, perdóname.

En toda una larga e híspida historia de la virilidad americana, Armando Manzanero es el primer hombre compadecido de un fragante ovario, de una matriz esplendorosa: de una mujer. Porque los hombres latinoamericanos –tampoco los dictadores: que se sepa hasta el momento– nunca han pedido perdón”.

Elisa Lerner componía sus ensayos como si de una partitura musical se tratara y cada palabra, cada idea se engrana a la perfección en un mecanismo literario que no dejaba fisuras que a pesar de lo banal que pueda resultar el tema el lector era capaz de encontrar una reflexión en profundo no sólo del país, sino de nuestra idiosincrasia tan insustancial y carente de estilo. Otro fragmento sin desperdicio: “No es Manzanero, como Julio Iglesias, un seguro y bello ególatra. Armando Manzanero conoce su alta tarea ciudadana. No hay locuras o altanerías biográficas en su canto. Manzanero es un reflexivo cronista del amor. Y si para sus presentaciones en la televisión no deja de usar siempre una corbata, no es provocativo, presumido juego viril: esa corbata es una última solidaridad posible con los hombres de oficina a los cuales él representa cuando canta. Acaso por eso Manzanero ostenta una seriedad –casi oficinesca– para sus presentaciones de televisión. Un hombre muy formal. De tronco y de piernas que –frente al micrófono– bordean lo sedentario, la sosegada instalación. Y la corbata que lleva, ciertamente, no es muy vistosa: la monocorde pasión de la burocracia parece rozarla muy de cerca”.

En los ensayos de Lerner no hay una ruta prefijada y en ocasiones parten de un hecho, un personaje de la farándula artística o cultural y poco a poco se van ramificando las ideas, las evocaciones, las metáforas que van fijando al corcho de la memoria colectiva un recorte de la historia actual. Hay mucho zigzagueo en los ensayos, muchas remembranzas personales para enlazar el tema tratado como un todo pormenorizado y para que el lector no se aburra el asunto se narra desde ese humor inteligente, sutil y cargado de mucha belleza creativa. Además, poseen el desparpajo de la crónica, pero de esa crónica escrita desde el día a día sin perder el supremo arte del glamour y la frase escrita desde el fragor de la perdurabilidad.

Me hubiese gustado escribir este texto como una carta de despedida, algo así: “Querida Elisa. Paseando por las Ramblas en Barcelona, de España claro, me acordé de algo que dijiste en una entrevista: la escritura es el minotauro y escritor es el laberinto. No sé, pero la frase era tan tuya que me pareció apropiada en ese laberinto que es el barrio gótico. Ahora que no estas (y aunque fui tu lector furibundo) pienso, no sin regocijo, que tus textos son como ese hilo de Ariadna”.

Luego le vi las costuras cursis a la carta y me fui por la tangente. Elisa Lerner como todo buen escritor, que moldea a pulso a las palabras para arrancarles su cuota de belleza, supo de los rigores del escribir bien, de escribir con esa maestría próxima a la genialidad como nadie. encontró la metáfora precisa para entender un país y despojarlo de esa máscara de bisutería con ínfulas.

 

 

 

 

 

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