jueves, 23 de enero de 2020

Libros que leo sentado y libros que leo de pie


José Vasconcelos


  Marcapáginas de luna, especial para lectores nocturnos (ilustración de  Quint Buchholz)
Para distinguir los libros, hace tiempo que tengo en uso una clasificación que responde a las emociones que me causan. Los divido en libros que leo sentado y libros que leo de pie. Los primeros pueden ser amenos, instructivos, bellos, ilustres, o simplemente necios y aburridos; pero, en todo caso, incapaces de arrancarnos de la actitud normal. En cambio, los hay que, apenas comenzados, nos hacen levantar, como si de la tierra sacasen una fuerza que nos empuja los talones y nos obliga a esforzarnos como para subir. En éstos no leemos: declamamos, alzamos el ademán y la figura, sufrimos una verdadera transfiguración. Ejemplos de este género, Platón, la filosofía indostánica, los Evangelios, Dante, Espinoza, Kant, Schopenhauer, la música de Beethoven, y otros, si más modestos, no menos raros.

Al género apacible de lo que se lee sin sobresalto pertenecen todos los demás, innumerables, donde hallamos enseñanza, deleite, gracia, pero no el palpitar de conciencia que nos levanta como si sintiésemos revelado un nuevo aspecto de la creación; un nuevo aspecto que nos incita a movernos para llegar a contemplarlo entero.
Por lo demás, escribir libros es un triste consuelo de la no adaptación a la vida. Pensar es la más intensa y fecunda función de la vida; pero bajar del pensamiento a la tarea dudosa de escribirlo mengua el orgullo y denota insuficiencia espiritual, denota desconfianza de que la idea no viva si no se le apunta; vanidad de autor y un poco de fraternal solicitud de caminante que, para beneficio de futuros viajeros, marca en el árido camino los puntos donde se ha encontrado el agua ideal, indispensable para proseguir la ruta. Un libro, como un viaje, se comienza con inquietud y se termina con melancolía.
Si se pudiese ser hondo y optimista, nunca se escribirían libros. Hombres llenos de energía, libres y fértiles, no se dedicarían a remedar con letra muerta el valor inefable, el remoce perenne de una vida que absorbería y cumpliría todos sus ímpetus y todos sus anhelos. Un libro noble siempre es fruto de desilusión y signo de protesta. El poeta no cambia sus visiones por sus versos y el héroe prefiere vivir pasiones y heroísmos, más bien que cantarlos, por más que pudiera hacerlo en tupidas y bravas páginas. Escriben, el que no puede obrar y el que no se satisface con la obra. Cada libro dice, expresamente o entre líneas: ¡nada es como debiera ser!
¡Ay del que toma la pluma y se pone a escribir, mientras afuera todo es potencial que atrae el humano impulso; cuando todo lo inconcluso reclama emoción que lo consume en pura y perfecta realidad!
Pero ¡ay también del que, consagrado a lo de afuera, ni reflexiona, ni se hastía, ni ambiciona todavía más! Éste, nomás, contemplativo, vive para lo exterior, y no renuncia y no muere; pero porque todavía no nace o no renace. Pues nacer no es sólo venir al mundo, en que juntas persisten y se suceden la vida y la muerte; nacer es proclamarse inconforme; nacer es arrancarse de la masa sombría de la especie, rebelarse contra todo humanismo, quererse ir, levantarse con el arranque de los libros que se leen de pie, de los libros radicalmente insumisos.
Yo no sé a qué nacemos, cuando, con Buda o Jesús, renunciamos al mundo, pero sí es indiscutible la nobleza de una renuncia que se anticipa al dictado fatal de la muerte y desafía la muerte; sí, es indiscutible que es necesario, después de conocer la vida, poder decirle: ¡basta! Sin esa renuncia y sin esa exigencia de algo mejor, parece que no nos vale la vida, parece que serán necesarias nuevas encarnaciones, para que intentemos otra vez exceder con el corazón todo lo humano, para alcanzar la estirpe del semidiós, del ángel, del bienaventurado.
Los buenos libros reprueban la vida, sin por ello transigir con el desaliento y la duda. Para comprenderlo, basta leerlos, y observar cómo los juzgan los temperamentos sanos y fuertes. Porque el enfermo desea la salud, como el débil venera la fuerza y como el mediocre ambiciona la dicha, y los tres son optimistas. Pero el sano y alegre de corazón, el valeroso y audaz, se vuelve exigente y reclama lo que aquí no se encuentra. Frente al sibarita que me brinda deleite y el profeta que me señala el valle de lágrimas, acaso vacilo, pero comprendo y respeto al que me dice: “es preciso” y me río y desprecio, cuando paso a la vera del que exclama: “qué bello”, “qué bueno”.
Y es que la verdad sólo se expresa en tono profético, sólo se percibe en el ambiente trémulo de la catástrofe. Así se habla en el verbo esquiliano, así se teje gloriosamente en el diálogo platónico, así estalla en la opulenta sinfonía moderna. También Eurípides, uno de los libres y grandes que por aquí han pasado, comprendió lo humano con tal claridad, que, movido de compasión, se puso a escribir sus visiones, cuidando de repetir a cada instante el consejo sabio y sincero, para el que somos tan sordos: “Desconfía, no te engrías en tu goce. No te llames feliz hasta la hora de tu muerte; antes no sabes lo que el destino te reserva”. “Para qué quieres gloria, hermosura, poder... Mira la casa de Príamo; escucha los lamentos de Hécuba. ¡La fiel Andrómaca comparte el lecho del vencedor! ¡El pequeño hijo de Héctor acaba de perecer, y de toda la grey ilustre, queda, tan sólo la teoría de las troyanas esclavas, implorando en vano, mientras caminan al destierro! ¡Para qué tienes hijos!”
Mas como la verdad causa terror y muchos se alarman de los corolarios que cualquier espíritu implacablemente sincero podría deducir de estos evangelios inmortales, los representantes del rebaño que no quieren morir, y que todavía, además, se encapricha en engendrar los representantes del rebaño, los hombres inteligentes, con Aristóteles a la cabeza, nos inventan interpretaciones moderadas; como cuando nos dicen que la tragedia alivia porque la representación del dolor causa alegría, y que así el principio de la vida triunfa sobre sus negaciones. ¡Parecen temer que algún día los hombres comprendan, y por eso escriben los libros que nos vuelven a la calma y al buen sentido, los libros que nos engañan; los libros que leemos sentados porque nos apegan a la vida!

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