José Vasconcelos
Marcapáginas de luna, especial para lectores nocturnos (ilustración de Quint Buchholz) |
Para
distinguir los libros, hace tiempo que tengo en uso una clasificación
que responde a las emociones que me causan. Los divido en libros que
leo sentado y libros que leo de pie. Los primeros pueden ser amenos,
instructivos, bellos, ilustres, o simplemente necios y aburridos;
pero, en todo caso, incapaces de arrancarnos de la actitud normal. En
cambio, los hay que, apenas comenzados, nos hacen levantar, como si
de la tierra sacasen una fuerza que nos empuja los talones y nos
obliga a esforzarnos como para subir. En éstos no leemos:
declamamos, alzamos el ademán y la figura, sufrimos una verdadera
transfiguración. Ejemplos de este género, Platón, la filosofía
indostánica, los Evangelios, Dante, Espinoza, Kant, Schopenhauer, la
música de Beethoven, y otros, si más modestos, no menos raros.
Al
género apacible de lo que se lee sin sobresalto pertenecen todos los
demás, innumerables, donde hallamos enseñanza, deleite, gracia,
pero no el palpitar de conciencia que nos levanta como si sintiésemos
revelado un nuevo aspecto de la creación; un nuevo aspecto que nos
incita a movernos para llegar a contemplarlo entero.
Por
lo demás, escribir libros es un triste consuelo de la no adaptación
a la vida. Pensar es la más intensa y fecunda función de la vida;
pero bajar del pensamiento a la tarea dudosa de escribirlo mengua el
orgullo y denota insuficiencia espiritual, denota desconfianza de que
la idea no viva si no se le apunta; vanidad de autor y un poco de
fraternal solicitud de caminante que, para beneficio de futuros
viajeros, marca en el árido camino los puntos donde se ha encontrado
el agua ideal, indispensable para proseguir la ruta. Un libro, como
un viaje, se comienza con inquietud y se termina con melancolía.
Si
se pudiese ser hondo y optimista, nunca se escribirían libros.
Hombres llenos de energía, libres y fértiles, no se dedicarían a
remedar con letra muerta el valor inefable, el remoce perenne de una
vida que absorbería y cumpliría todos sus ímpetus y todos sus
anhelos. Un libro noble siempre es fruto de desilusión y signo de
protesta. El poeta no cambia sus visiones por sus versos y el héroe
prefiere vivir pasiones y heroísmos, más bien que cantarlos, por
más que pudiera hacerlo en tupidas y bravas páginas. Escriben, el
que no puede obrar y el que no se satisface con la obra. Cada libro
dice, expresamente o entre líneas: ¡nada es como debiera ser!
¡Ay
del que toma la pluma y se pone a escribir, mientras afuera todo es
potencial que atrae el humano impulso; cuando todo lo inconcluso
reclama emoción que lo consume en pura y perfecta realidad!
Pero
¡ay también del que, consagrado a lo de afuera, ni reflexiona, ni
se hastía, ni ambiciona todavía más! Éste, nomás, contemplativo,
vive para lo exterior, y no renuncia y no muere; pero porque todavía
no nace o no renace. Pues nacer no es sólo venir al mundo, en que
juntas persisten y se suceden la vida y la muerte; nacer es
proclamarse inconforme; nacer es arrancarse de la masa sombría de la
especie, rebelarse contra todo humanismo, quererse ir, levantarse con
el arranque de los libros que se leen de pie, de los libros
radicalmente insumisos.
Yo
no sé a qué nacemos, cuando, con Buda o Jesús, renunciamos al
mundo, pero sí es indiscutible la nobleza de una renuncia que se
anticipa al dictado fatal de la muerte y desafía la muerte; sí, es
indiscutible que es necesario, después de conocer la vida, poder
decirle: ¡basta! Sin esa renuncia y sin esa exigencia de algo mejor,
parece que no nos vale la vida, parece que serán necesarias nuevas
encarnaciones, para que intentemos otra vez exceder con el corazón
todo lo humano, para alcanzar la estirpe del semidiós, del ángel,
del bienaventurado.
Los
buenos libros reprueban la vida, sin por ello transigir con el
desaliento y la duda. Para comprenderlo, basta leerlos, y observar
cómo los juzgan los temperamentos sanos y fuertes. Porque el enfermo
desea la salud, como el débil venera la fuerza y como el mediocre
ambiciona la dicha, y los tres son optimistas. Pero el sano y alegre
de corazón, el valeroso y audaz, se vuelve exigente y reclama lo que
aquí no se encuentra. Frente al sibarita que me brinda deleite y el
profeta que me señala el valle de lágrimas, acaso vacilo, pero
comprendo y respeto al que me dice: “es preciso” y me río y
desprecio, cuando paso a la vera del que exclama: “qué bello”,
“qué bueno”.
Y es
que la verdad sólo se expresa en tono profético, sólo se percibe
en el ambiente trémulo de la catástrofe. Así se habla en el verbo
esquiliano, así se teje gloriosamente en el diálogo platónico, así
estalla en la opulenta sinfonía moderna. También Eurípides, uno de
los libres y grandes que por aquí han pasado, comprendió lo humano
con tal claridad, que, movido de compasión, se puso a escribir sus
visiones, cuidando de repetir a cada instante el consejo sabio y
sincero, para el que somos tan sordos: “Desconfía, no te engrías
en tu goce. No te llames feliz hasta la hora de tu muerte; antes no
sabes lo que el destino te reserva”. “Para qué quieres gloria,
hermosura, poder... Mira la casa de Príamo; escucha los lamentos de
Hécuba. ¡La fiel Andrómaca comparte el lecho del vencedor! ¡El
pequeño hijo de Héctor acaba de perecer, y de toda la grey ilustre,
queda, tan sólo la teoría de las troyanas esclavas, implorando en
vano, mientras caminan al destierro! ¡Para qué tienes hijos!”
Mas
como la verdad causa terror y muchos se alarman de los corolarios que
cualquier espíritu implacablemente sincero podría deducir de estos
evangelios inmortales, los representantes del rebaño que no quieren
morir, y que todavía, además, se encapricha en engendrar los
representantes del rebaño, los hombres inteligentes, con Aristóteles
a la cabeza, nos inventan interpretaciones moderadas; como cuando nos
dicen que la tragedia alivia porque la representación del dolor
causa alegría, y que así el principio de la vida triunfa sobre sus
negaciones. ¡Parecen temer que algún día los hombres comprendan, y
por eso escriben los libros que nos vuelven a la calma y al buen
sentido, los libros que nos engañan; los libros que leemos sentados
porque nos apegan a la vida!
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