Juan
Domingo Argüelles
La
lectura, como un simple tema coyuntural (cada 23 de abril en el mundo
y cada 12 de noviembre en México), tiene mucho de discutible y de
fingido. Me recuerda las celebraciones que se hacen a la mujer y a la
madre, a quienes se les homenajea el 8 de marzo y el 10 de mayo,
respectivamente, a cambio de ser olvidadas, relegadas, ignoradas o,
lo que es peor, maltratadas y vejadas, en los demás días del año.
Si la mujer, la madre y la lectura son de veras tan importantes, como
decimos, tendríamos que celebrarlas todos los días.
La
lectura tiene que dejar de ser un tema de oportunidad y de discurso
oportunista para convertirse en una realidad cotidiana. Tiene que
dejar de ser simplemente un tema para convertirse en un asunto de
todos los días. Cuando ya no necesitemos insistir tanto en la gran
importancia y en los enormes beneficios de la lectura, sabremos
entonces que leer es de veras importante y que nos ha beneficiado.
La
lectura nos puede entregar felicidad, alegría, conocimiento,
desarrollo de la inteligencia, agudeza en la sensibilidad y la
emoción, pero si tanto insistimos en todas estas bondades es porque
nos consideramos beneficiados con ellas, a diferencia de muchas
personas a las que vemos, sinceramente, al margen de estos bienes. Y
esta autosatisfacción es comprensible, pero puede resultar
contraproducente y hasta peligrosa cuando cobra el aspecto de la
vanidad y la arrogancia y nos hace sentir no sólo diferentes sino
superiores a las personas que no han tenido la oportunidad de
convertirse en lectoras. La lectura no es un asunto de supremacías
morales, es una práctica de felicidad.
La
lectura no debería ser un signo de distinción social, sino un
sentimiento de satisfacción individual, una sensación de alegría,
de gozo, pero no un certificado de honorabilidad y nobleza. Las
personas no son mejores porque hayan leído más libros que otras,
sino por la capacidad que tienen para comprenderse a sí mismas y
comprender a los demás. La inteligencia no es otra cosa que saber
utilizar las capacidades para sobrevivir satisfactoriamente pero sin
pasar por encima de los demás. Si los libros no
nos enseñan a tener más tolerancia y más solidaridad con nuestros
semejantes (sean lectores o no), es legítimo sospechar que leer
todos los días, así sean los más grandes libros, ha sido tan sólo
tiempo perdido.
La
lectura es mi oficio y mi pasión desde hace ya muchos años, y
alguien que es lector de oficio a veces tiende a confundir las cosas
y llega a pensar incluso que todo el mundo debería ser lector de
oficio. Pero no pasemos por alto que la gente tiene diversas
búsquedas en su vida y una multiplicidad de intereses vitales que la
apartan de la lectura de oficio y la acercan a otras actividades
tanto o más placenteras que únicamente leer libros. Hay que
comprender esto, y ayudar a que la gente lea por placer y no por
obligación los libros que realmente le interesen y lo atrapen, pues
todo placer que se convierte en un deber altera su esencia y niega su
capacidad de hacernos bien.
La
lectura de libros no debería ser jamás una obligación, y menos aún
un deber estéril que es aquel al que somos sometidos sin encontrar
ni saborear jamás el fruto prometido. Tendríamos que conseguir que
sea una pasión creativa y recreativa, que despierte nuestras
capacidades dormidas y no que nos adormezca en el tedio y en la
insatisfacción de estar haciendo algo que no queremos y que nos fue
impuesto por el único motivo de que leer es bueno y políticamente
correcto.
La
lectura es una extensión de nuestro pensamiento. Por ello, leer no
se termina, como una finalidad en sí misma, en el hecho de leer. No
leemos simplemente para leer y seguir leyendo un libro tras otro sólo
para poder decir que leemos muchos libros y que somos campeones de
lectura. Por cierto, en el caso de su complemento, la escritura, no
escribimos con el único propósito de escribir y seguir escribiendo.
Tal cosa sería, también, necedad patológica. Lectura y escritura
forman parte de nuestro ser comunicante, incluso si muchas veces tan
sólo lo comunicamos a ese yo íntimo con el que conversamos a solas
para tratar de entenderlo y de entendernos.
La
lectura es mucho más que una herramienta, pero sin duda es también
una herramienta. El buen uso que le demos es lo que puede lograr la
consecución de lo que decimos perseguir en nuestro proselitismo
cultural que se ha propuesto incorporar a más personas a la lectura.
Los lectores que a la vez somos promotores o fomentadores del libro
deseamos que cada vez sean más las personas que participen en este
placer, y sabemos que si consiguen hacerlo como una actividad
cotidiana y gozosa, este ejercicio contribuirá sin duda a la
construcción de su autonomía y de su conciencia ciudadana. Pero si
nuestro voluntarismo únicamente tiene como fuerza el afán de
cumplir estadísticas, es casi seguro que no conseguiremos más
lectores aunque nuestro objetivo sea ése. No existe nada parecido a
una fábrica de lectores. Ojalá pudieran darse cuenta de esto todos
los proselitistas del libro. A pesar de lo que creen algunos, ni
siquiera existen recetas infalibles para lograr lectores. Deberíamos
saberlo y reconocerlo todos. Cada quien hace lo que cree y lo que
puede en los ámbitos de sus capacidades y sus talentos y cada quien,
si de verdad quiere compartir la lectura con sus semejantes, busca
las formas más imaginativas, creativas y cordiales para mostrarles
que leer es una fiesta. Por lo demás, quienes leen lo saben: los
lectores se hacen lenta y pacientemente, con esmero y con la
conciencia de participar en una afición gozosa y constructiva (para
ellos mismos) que los lleva a entregarse, felizmente, en los amorosos
brazos de la lectura.
La
lectura siempre es algo más. Hay siempre algo más en la lectura. Un
algo más que es inasible, incalculable, incuantificable, que escapa
a toda estadística. La lectura, a pesar de ser una herramienta y de
resolver cosas prácticas de todos los días, también es un
instrumento sin un para qué inmediato. Leemos un libro, un poema,
una página, un párrafo, una línea, y su efecto inspirador,
educador, sensibilizador, etcétera, tal vez cobre su fuerza más
intensa tiempo después; tal vez al día siguiente o al cabo de una
semana; quizá luego de unos meses o de algunos años. Los beneficios
de la lectura no son necesariamente inmediatos, sino que pueden
aparecer cuando creíamos que los habíamos olvidado. Nos traen
entonces el recuerdo de un instante, de una emoción sublime, la
resurrección de una experiencia, y es cuando la lectura cobra su
sentido más profundo. Las semillas del libro, entonces, no cayeron
en tierra vana, sino que requerían tiempo para germinar con una
chispa, como esas semillas de dura y rugosa cubierta que sólo están
preparadas para germinar después de que el incendio ha arrasado el
bosque. Un día, cuando más necesitamos las palabras escritas que
leímos hace tanto tiempo llegan a nuestra memoria, o más bien
reviven, y nos dan la verdad que necesitamos. Quien piense que la
lectura sólo es para el momento y para probar que se ha leído, es
que sólo ve lo epidérmico de los libros. Cuando uno lee pone todos
sus sentidos en las páginas, pero también toda la experiencia
acumulada de lector. No lee únicamente el libro que tiene en esos
momentos en las manos y ante sus ojos, sino que relee también las
pretéritas páginas de otros libros y, entre ellos, por supuesto,
las del libro de la vida.
La
lectura es un vaivén del pensamiento y de la emoción, una cadencia,
un ritmo, una gracia donde se juntan lo que se piensa y lo que se
siente. Diría incluso que hay libros que se sienten a partir de la
inteligencia y otros que se piensan a partir del sentimiento. No hay
leyes ni reglas para esto, pero si un libro es perdurable dentro de
nosotros, por algo lo es. Suele ocurrir que olvidamos una buena parte
de una obra, pero lo que sobrevive nos mantiene a flote para saber
que lo leído se integró a nuestra vida de tal forma que ya es parte
de lo que somos.
La
lectura tendría que ser algo de lo más cotidiano para todo el
mundo. No decimos que todo el mundo se vuelva lector profesional, que
es una ambición necia, pues pensar que la única profesión posible
es la lectura es cosa de locos. Más bien, que la lectura sea pan
nuestro de cada día como lo es, por ejemplo, la música (culta o
popular), pues parece ser cierto que no hay día sin música sea cual
fuere su género. Dondequiera que estemos la música nos sigue (a
veces con nuestro propio tarareo) y es parte irrenunciable de nuestra
existencia diaria. Así podría ser la lectura si conseguimos que la
gente descubra sus prodigios, si logramos que aprecie sus maravillas
y veamos que andar con un material de lectura por la calle, en el
transporte, en los tiempos muertos, en los lugares de espera, sea un
acto normal, común, corriente, y no un suceso asombroso que nos
lleve a mirar como a bichos raros a aquellas personas que desenfundan
un libro en la antesala del consultorio del dentista sin alterarse un
ápice por el ruido chirriante de la fresa que se escucha al otro
lado de la puerta.
La
lectura, y cada vez me convenzo más de esto, no es necesariamente un
hábito. Puede serlo, pero sobre todo lo es para los lectores
profesionales o para quienes han convertido el libro en un vicio.
Para los demás puede ser un hobbie, una afición, un feliz gusto que
no admite horarios ni disciplinas ni imposiciones, mucho menos
autoimposiciones. Se lee cuando uno lo desea y se suspende la lectura
cuando así se nos antoja. Hacer de la lectura una obligación es
comenzar a conspirar contra ella que es, esencialmente, placer. ¡Qué
maravilla, en cambio, cuando abrimos los ojos y nos está esperando
el libro que suspendimos la noche anterior, y nos morimos de ganas
por saber cómo continúa y hacia dónde va a dar! ¡Qué alegría
cuando nadie nos fuerza a leer lo que no queremos y cuando el antojo
nos lleva hacia una lectura placentera con una fuerza más poderosa
que el deber! Dejemos el deber para los profesionales que tienen que
entregar un trabajo y por fuerza han de terminar un libro incluso si
no les gusta o si les fastidia o si les harta. No tienen de otra: es
su trabajo, es su rutina y, como es precisamente su rutina, tienen
que girar y girar para darle vuelta a la rueda, una y otra vez, una y
otra vez, como los brutos o los bueyes uncidos a la carreta y las más
de las veces con los ojos tapados. Quienes leen por placer tendrán,
qué duda cabe, otras obligaciones muy distintas que nada tienen que
ver con la lectura. Por ello los libros los libran de esos quehaceres
poco gratos pero necesarios para su subsistencia. No hay que
confundir las cosas: los libros serían en este caso la mejor manera
de escapar de la rutina insatisfactoria, del mismo modo que muchos
lectores profesionales nos libramos momentáneamente de nuestra carga
bibliográfica caminando sin rumbo y mirando el paisaje, dialogando o
escuchando música, pero no hablando necesariamente del peso de los
libros que hemos tenido que llevar sobre la espalda todo el día para
ganarnos el sustento en la escritura, la edición, la academia, el
aula, la redacción, la oficina, etcétera. Incluso Borges, de vez en
cuando, dormía.
La
lectura tiene que ser siempre un premio y jamás un castigo. El
premio que nos damos cuando ya hemos hecho los deberes que por algo
se llaman así (el deber nos obliga a hacerlos o tener que hacerlos
sin otra alternativa). La lectura es un placer, no es un deber: el
placer que nos permitimos, sin tener que entregarle cuentas a nadie,
sin estar obligados a contestar interrogatorios molestos o
impertinentes. Cuando castigamos a un niño y su castigo es ponerlo a
leer lo que estamos haciendo es mostrarle el lado más terrible de la
lectura: ¡Qué tan mala es la lectura que puede servir para
atormentarnos! En cambio, cuando compartimos lo que leemos, dotamos
de fuerza apasionada un gozo y transmitimos esa pasión y algo queda
en el alma, en el espíritu, en la inteligencia de quien nos acompaña
en la lectura. No castigar jamás a nadie con la lectura debería ser
el único imperativo en relación con los libros, aunque vengan y nos
digan algunos que a ellos los obligaban a leer y por ello son hoy
lectores y que, incluso, los golpeaban si no leían: en realidad, se
equivocan, pues se hicieron lectores a pesar de la obligación; pero
cuántos que pudieron ser lectores no se habrán perdido en el camino
de la obligación a causa
de no tener la misma fuerza de voluntad de los que sí se hicieron
lectores. No nos engañemos y no engañemos a los demás: ningún
placer se aprende por la fuerza, y si nos fuerzan o nos obligan a dar
placer, lo que nos queda realmente, lo que aprendemos en verdad es el
rencor, la frustración y el odio. Muchos de los que hoy odian los
libros, le deben ese odio a quienes los obligaron a leer aquellos
libros que no deseaban leer.
De
libro: La lectura. Elogio del libro y alabanza del placer de leer
FOEM
Fondo Editorial del Estado de México
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