sábado, 11 de enero de 2020

La lectura. Elogio del libro y alabanza del placer de leer



Juan Domingo Argüelles


La lectura, como un simple tema coyuntural (cada 23 de abril en el mundo y cada 12 de noviembre en México), tiene mucho de discutible y de fingido. Me recuerda las celebraciones que se hacen a la mujer y a la madre, a quienes se les homenajea el 8 de marzo y el 10 de mayo, respectivamente, a cambio de ser olvidadas, relegadas, ignoradas o, lo que es peor, maltratadas y vejadas, en los demás días del año. Si la mujer, la madre y la lectura son de veras tan importantes, como decimos, tendríamos que celebrarlas todos los días.

La lectura tiene que dejar de ser un tema de oportunidad y de discurso oportunista para convertirse en una realidad cotidiana. Tiene que dejar de ser simplemente un tema para convertirse en un asunto de todos los días. Cuando ya no necesitemos insistir tanto en la gran importancia y en los enormes beneficios de la lectura, sabremos entonces que leer es de veras importante y que nos ha beneficiado.


La lectura nos puede entregar felicidad, alegría, conocimiento, desarrollo de la inteligencia, agudeza en la sensibilidad y la emoción, pero si tanto insistimos en todas estas bondades es porque nos consideramos beneficiados con ellas, a diferencia de muchas personas a las que vemos, sinceramente, al margen de estos bienes. Y esta autosatisfacción es comprensible, pero puede resultar contraproducente y hasta peligrosa cuando cobra el aspecto de la vanidad y la arrogancia y nos hace sentir no sólo diferentes sino superiores a las personas que no han tenido la oportunidad de convertirse en lectoras. La lectura no es un asunto de supremacías morales, es una práctica de felicidad.

La lectura no debería ser un signo de distinción social, sino un sentimiento de satisfacción individual, una sensación de alegría, de gozo, pero no un certificado de honorabilidad y nobleza. Las personas no son mejores porque hayan leído más libros que otras, sino por la capacidad que tienen para comprenderse a sí mismas y comprender a los demás. La inteligencia no es otra cosa que saber utilizar las capacidades para sobrevivir satisfactoriamente pero sin pasar por encima de los demás. Si los libros no nos enseñan a tener más tolerancia y más solidaridad con nuestros semejantes (sean lectores o no), es legítimo sospechar que leer todos los días, así sean los más grandes libros, ha sido tan sólo tiempo perdido.

La lectura es mi oficio y mi pasión desde hace ya muchos años, y alguien que es lector de oficio a veces tiende a confundir las cosas y llega a pensar incluso que todo el mundo debería ser lector de oficio. Pero no pasemos por alto que la gente tiene diversas búsquedas en su vida y una multiplicidad de intereses vitales que la apartan de la lectura de oficio y la acercan a otras actividades tanto o más placenteras que únicamente leer libros. Hay que comprender esto, y ayudar a que la gente lea por placer y no por obligación los libros que realmente le interesen y lo atrapen, pues todo placer que se convierte en un deber altera su esencia y niega su capacidad de hacernos bien.

La lectura de libros no debería ser jamás una obligación, y menos aún un deber estéril que es aquel al que somos sometidos sin encontrar ni saborear jamás el fruto prometido. Tendríamos que conseguir que sea una pasión creativa y recreativa, que despierte nuestras capacidades dormidas y no que nos adormezca en el tedio y en la insatisfacción de estar haciendo algo que no queremos y que nos fue impuesto por el único motivo de que leer es bueno y políticamente correcto.

La lectura es una extensión de nuestro pensamiento. Por ello, leer no se termina, como una finalidad en sí misma, en el hecho de leer. No leemos simplemente para leer y seguir leyendo un libro tras otro sólo para poder decir que leemos muchos libros y que somos campeones de lectura. Por cierto, en el caso de su complemento, la escritura, no escribimos con el único propósito de escribir y seguir escribiendo. Tal cosa sería, también, necedad patológica. Lectura y escritura forman parte de nuestro ser comunicante, incluso si muchas veces tan sólo lo comunicamos a ese yo íntimo con el que conversamos a solas para tratar de entenderlo y de entendernos.

La lectura es mucho más que una herramienta, pero sin duda es también una herramienta. El buen uso que le demos es lo que puede lograr la consecución de lo que decimos perseguir en nuestro proselitismo cultural que se ha propuesto incorporar a más personas a la lectura. Los lectores que a la vez somos promotores o fomentadores del libro deseamos que cada vez sean más las personas que participen en este placer, y sabemos que si consiguen hacerlo como una actividad cotidiana y gozosa, este ejercicio contribuirá sin duda a la construcción de su autonomía y de su conciencia ciudadana. Pero si nuestro voluntarismo únicamente tiene como fuerza el afán de cumplir estadísticas, es casi seguro que no conseguiremos más lectores aunque nuestro objetivo sea ése. No existe nada parecido a una fábrica de lectores. Ojalá pudieran darse cuenta de esto todos los proselitistas del libro. A pesar de lo que creen algunos, ni siquiera existen recetas infalibles para lograr lectores. Deberíamos saberlo y reconocerlo todos. Cada quien hace lo que cree y lo que puede en los ámbitos de sus capacidades y sus talentos y cada quien, si de verdad quiere compartir la lectura con sus semejantes, busca las formas más imaginativas, creativas y cordiales para mostrarles que leer es una fiesta. Por lo demás, quienes leen lo saben: los lectores se hacen lenta y pacientemente, con esmero y con la conciencia de participar en una afición gozosa y constructiva (para ellos mismos) que los lleva a entregarse, felizmente, en los amorosos brazos de la lectura.

La lectura siempre es algo más. Hay siempre algo más en la lectura. Un algo más que es inasible, incalculable, incuantificable, que escapa a toda estadística. La lectura, a pesar de ser una herramienta y de resolver cosas prácticas de todos los días, también es un instrumento sin un para qué inmediato. Leemos un libro, un poema, una página, un párrafo, una línea, y su efecto inspirador, educador, sensibilizador, etcétera, tal vez cobre su fuerza más intensa tiempo después; tal vez al día siguiente o al cabo de una semana; quizá luego de unos meses o de algunos años. Los beneficios de la lectura no son necesariamente inmediatos, sino que pueden aparecer cuando creíamos que los habíamos olvidado. Nos traen entonces el recuerdo de un instante, de una emoción sublime, la resurrección de una experiencia, y es cuando la lectura cobra su sentido más profundo. Las semillas del libro, entonces, no cayeron en tierra vana, sino que requerían tiempo para germinar con una chispa, como esas semillas de dura y rugosa cubierta que sólo están preparadas para germinar después de que el incendio ha arrasado el bosque. Un día, cuando más necesitamos las palabras escritas que leímos hace tanto tiempo llegan a nuestra memoria, o más bien reviven, y nos dan la verdad que necesitamos. Quien piense que la lectura sólo es para el momento y para probar que se ha leído, es que sólo ve lo epidérmico de los libros. Cuando uno lee pone todos sus sentidos en las páginas, pero también toda la experiencia acumulada de lector. No lee únicamente el libro que tiene en esos momentos en las manos y ante sus ojos, sino que relee también las pretéritas páginas de otros libros y, entre ellos, por supuesto, las del libro de la vida.

La lectura es un vaivén del pensamiento y de la emoción, una cadencia, un ritmo, una gracia donde se juntan lo que se piensa y lo que se siente. Diría incluso que hay libros que se sienten a partir de la inteligencia y otros que se piensan a partir del sentimiento. No hay leyes ni reglas para esto, pero si un libro es perdurable dentro de nosotros, por algo lo es. Suele ocurrir que olvidamos una buena parte de una obra, pero lo que sobrevive nos mantiene a flote para saber que lo leído se integró a nuestra vida de tal forma que ya es parte de lo que somos.

La lectura tendría que ser algo de lo más cotidiano para todo el mundo. No decimos que todo el mundo se vuelva lector profesional, que es una ambición necia, pues pensar que la única profesión posible es la lectura es cosa de locos. Más bien, que la lectura sea pan nuestro de cada día como lo es, por ejemplo, la música (culta o popular), pues parece ser cierto que no hay día sin música sea cual fuere su género. Dondequiera que estemos la música nos sigue (a veces con nuestro propio tarareo) y es parte irrenunciable de nuestra existencia diaria. Así podría ser la lectura si conseguimos que la gente descubra sus prodigios, si logramos que aprecie sus maravillas y veamos que andar con un material de lectura por la calle, en el transporte, en los tiempos muertos, en los lugares de espera, sea un acto normal, común, corriente, y no un suceso asombroso que nos lleve a mirar como a bichos raros a aquellas personas que desenfundan un libro en la antesala del consultorio del dentista sin alterarse un ápice por el ruido chirriante de la fresa que se escucha al otro lado de la puerta.

La lectura, y cada vez me convenzo más de esto, no es necesariamente un hábito. Puede serlo, pero sobre todo lo es para los lectores profesionales o para quienes han convertido el libro en un vicio. Para los demás puede ser un hobbie, una afición, un feliz gusto que no admite horarios ni disciplinas ni imposiciones, mucho menos autoimposiciones. Se lee cuando uno lo desea y se suspende la lectura cuando así se nos antoja. Hacer de la lectura una obligación es comenzar a conspirar contra ella que es, esencialmente, placer. ¡Qué maravilla, en cambio, cuando abrimos los ojos y nos está esperando el libro que suspendimos la noche anterior, y nos morimos de ganas por saber cómo continúa y hacia dónde va a dar! ¡Qué alegría cuando nadie nos fuerza a leer lo que no queremos y cuando el antojo nos lleva hacia una lectura placentera con una fuerza más poderosa que el deber! Dejemos el deber para los profesionales que tienen que entregar un trabajo y por fuerza han de terminar un libro incluso si no les gusta o si les fastidia o si les harta. No tienen de otra: es su trabajo, es su rutina y, como es precisamente su rutina, tienen que girar y girar para darle vuelta a la rueda, una y otra vez, una y otra vez, como los brutos o los bueyes uncidos a la carreta y las más de las veces con los ojos tapados. Quienes leen por placer tendrán, qué duda cabe, otras obligaciones muy distintas que nada tienen que ver con la lectura. Por ello los libros los libran de esos quehaceres poco gratos pero necesarios para su subsistencia. No hay que confundir las cosas: los libros serían en este caso la mejor manera de escapar de la rutina insatisfactoria, del mismo modo que muchos lectores profesionales nos libramos momentáneamente de nuestra carga bibliográfica caminando sin rumbo y mirando el paisaje, dialogando o escuchando música, pero no hablando necesariamente del peso de los libros que hemos tenido que llevar sobre la espalda todo el día para ganarnos el sustento en la escritura, la edición, la academia, el aula, la redacción, la oficina, etcétera. Incluso Borges, de vez en cuando, dormía.

La lectura tiene que ser siempre un premio y jamás un castigo. El premio que nos damos cuando ya hemos hecho los deberes que por algo se llaman así (el deber nos obliga a hacerlos o tener que hacerlos sin otra alternativa). La lectura es un placer, no es un deber: el placer que nos permitimos, sin tener que entregarle cuentas a nadie, sin estar obligados a contestar interrogatorios molestos o impertinentes. Cuando castigamos a un niño y su castigo es ponerlo a leer lo que estamos haciendo es mostrarle el lado más terrible de la lectura: ¡Qué tan mala es la lectura que puede servir para atormentarnos! En cambio, cuando compartimos lo que leemos, dotamos de fuerza apasionada un gozo y transmitimos esa pasión y algo queda en el alma, en el espíritu, en la inteligencia de quien nos acompaña en la lectura. No castigar jamás a nadie con la lectura debería ser el único imperativo en relación con los libros, aunque vengan y nos digan algunos que a ellos los obligaban a leer y por ello son hoy lectores y que, incluso, los golpeaban si no leían: en realidad, se equivocan, pues se hicieron lectores a pesar de la obligación; pero cuántos que pudieron ser lectores no se habrán perdido en el camino de la obligación a causa de no tener la misma fuerza de voluntad de los que sí se hicieron lectores. No nos engañemos y no engañemos a los demás: ningún placer se aprende por la fuerza, y si nos fuerzan o nos obligan a dar placer, lo que nos queda realmente, lo que aprendemos en verdad es el rencor, la frustración y el odio. Muchos de los que hoy odian los libros, le deben ese odio a quienes los obligaron a leer aquellos libros que no deseaban leer.


De libro: La lectura. Elogio del libro y alabanza del placer de leer
FOEM Fondo Editorial del Estado de México

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