Carlos Yusti
Siglos a en nuestro país era una moda buscar a un pintor para
hacerse un retrato, con la particularidad que el retratado buscaba
ser inmortalizado con una gran biblioteca como telón de fondo.
Como es lógico dichos retratos tenían sus niveles. Los adinerados
se retrataban con sus grandes bibliotecas de varios anaqueles, los
más modestos apenas con un libro o algunos tomos abiertos
desparramados en una mesa. Los retratos en sí buscaban, aparte de
trasmitir status social, hacer ver que el personaje central del
lienzo poseía nivel intelectual (o cultura) otorgado por el libro y
ni se diga el apabullante conocimiento que podía otorgar una
biblioteca compacta y extensa.
Hoy día tener una biblioteca en la sala es extraño ya que lo
popular (y lo que otorgaba caché) era tener una pequeña barra de
licores. A tal punto que amigos, y familiares lejanos. cuando te
visitan preguntaban sorprendidos: “¿Y en verdad has leído todo
ese montón de libros?”. Cuestión que recuerda a Jorge Luis Borges
quien un tanto estupefacto se dio cuenta que tiene varios libros de
un autor: “He verificado en mi biblioteca diez tomos de Groussac.
Soy un lector hedónico: jamás consentí que mi sentimiento del
deber interviniera en afición tan personal como la adquisición de
libros, ni probé fortuna dos veces con autor intratable, eludiendo
un libro anterior con un libro nuevo, ni compré libros —crasamente—
en montón”.
Un auténtico lector no colecciona libros como lo haría un
aficionado a la numismática o a la filumenia. Las bibliotecas se van
formando de manera espontánea y azarosa. La adquisición de libros
nunca ha sido sencillo ya que estos siempre han sido objetos
costosos. Por esa razón hacerse un retrato con libros respondía a
puntuales premisas sociales y económicas. Diego Rojas Ajmad que ha
investigado sobre este asunto anota: “Este tipo de imágenes en las
cuales se presenta al personaje custodiado por una pared repleta de
libros, denota la intención de relacionar al sujeto con el saber,
con un rango de autoridad intelectual”.
También era normal ver retratos religiosos donde santas, ángeles y
obispos tienen un libro como complemento de su iluminación
religiosa. Como es de suponer semejantes retratos poseían
intenciones no tan santas o como lo escribe Rojas Ajmad: “…, no
sólo en las representaciones de personajes del mantuanismo pudo el
venezolano formarse una idea del libro que fuera más allá de la
relación del saber y poder con las clases pudientes; también el
venezolano de la colonia era instruido permanentemente
por medio de las imágenes en la idea de ver al libro como
herramienta para alcanzar otros mundos, sobre todo los mundos de la
beatería y la religión”.
Existe una foto de Andrés Bello, octogenario ya, en la cual sale
sentado en primer plano y al fondo su inmensa biblioteca con varios
anaqueles. Bello no quiere demostrar nada, mucho menos subrayar algún
poder como mandarín cultural ni nada parecido. La foto deja en
evidencia que la sabiduría se labra con estudio y trabajo
disciplinado. Por el contrario el cuadro que pintó Arturo Michelena
de Francisco de Miranda ofrece la imagen de un aventurero ágrafo
enjaulado. Miranda acostado en el camastro de su encierro carcelario
y con la mano en la barbilla (el cuartucho de ladrillo es más bien
minimalista: no hay libros) el héroe observa su destino final y
ofrece más el tipo de envalentonado bruto que de un lector voraz,
que lo fue.
Andrés Bello lo visitó mucho cuando estuvo en Europa. Bello iba por
la nutrida biblioteca de Miranda. Escribe
Pedro Téllez: “Destacaba Uslar que en la biblioteca de Miranda
predominan los libros de literatura, pero si sumamos los viajes de
ficción (aventuras) a los de viajes propiamente dichos
(historia, testimonio, crónica) veríamos al lector de libros
de viajes en toda su dimensión: real e imaginaria. En viajes compró
buena parte de su biblioteca, y traslada (ida y vuelta) los libros en
su equipaje: leerá sobre y en los países que visita, muchas veces
relatos de otros viajeros que le precedieron; en Rusia leerá sobre
Rusia, y así sucesivamente. Donde se encuentre visita bibliotecas
públicas y privadas, libreros. Estos libros itinerantes,
quiérase o no, corregirán o perfeccionaran al Miranda
escritor; escritor del Diario
de Viajes,
o Diario “sentimental”
de viajes como bien podría titularse”.
Hoy la
gente se toma selfies a cada momento. Lo hacen sin otro propósito
que formular el estuve
aquí.
No buscan hacerse un selfie con bibliotecas (o leyendo un libro). Les
interesan las celebridades; el mundillo fashion de la farándula, o
aquello que pueda ser gracioso.
El
selfie tiene mínimos puntos de coincidencia con el autorretrato
artístico. Muchos artistas realizaban su autorretratos (Frida Kahlo,
Armando Reverón, Goya, Van Gogh, etc.) como una forma de ofrecer
algo de su interior reflejado en el rostro; pero al igual que el
selfie había un poco de narcisismo
y algo del culto al yo. Aunque en ocasiones el selfie se desliza
hacia la broma en el autorretrato había como un énfasis hacia la
seriedad y la técnica artística como exactitud. En el autorretrato
la interioridad es exaltada con toda la carga de los demonios
tutelares del pintor. El selfie desecha la profundidad emocional en
aras de lo superficial. No tendría que ser de otro modo en este
mundo bastante vuelto de revés.
El
fotógrafo Vasco Szinetar se ha hecho autofotos con escritores, y
otras personalidades de la cultura. Las razones pueden ser muchas,
pero Szinetar lo dijo en una entrevista: “Al final de cuentas
también es un retrato mío, yo me estoy retratando en la imagen del
otro, en la mirada del otro”. Algo similar puede pasar cuando uno
se retratara con los libros: soy a lo sumo un personaje más en esa
gran libro del destino; o sea.
No hay comentarios:
Publicar un comentario