sábado, 16 de noviembre de 2019

Selfie con biblioteca


Carlos Yusti

Siglos a en nuestro país era una moda buscar a un pintor para hacerse un retrato, con la particularidad que el retratado buscaba ser inmortalizado con una gran biblioteca como telón de fondo.

Como es lógico dichos retratos tenían sus niveles. Los adinerados se retrataban con sus grandes bibliotecas de varios anaqueles, los más modestos apenas con un libro o algunos tomos abiertos desparramados en una mesa. Los retratos en sí buscaban, aparte de trasmitir status social, hacer ver que el personaje central del lienzo poseía nivel intelectual (o cultura) otorgado por el libro y ni se diga el apabullante conocimiento que podía otorgar una biblioteca compacta y extensa.

Hoy día tener una biblioteca en la sala es extraño ya que lo popular (y lo que otorgaba caché) era tener una pequeña barra de licores. A tal punto que amigos, y familiares lejanos. cuando te visitan preguntaban sorprendidos: “¿Y en verdad has leído todo ese montón de libros?”. Cuestión que recuerda a Jorge Luis Borges quien un tanto estupefacto se dio cuenta que tiene varios libros de un autor: “He verificado en mi biblioteca diez tomos de Groussac. Soy un lector hedónico: jamás consentí que mi sentimiento del deber interviniera en afición tan personal como la adquisición de libros, ni probé fortuna dos veces con autor intratable, eludiendo un libro anterior con un libro nuevo, ni compré libros —crasamente— en montón”.

Un auténtico lector no colecciona libros como lo haría un aficionado a la numismática o a la filumenia. Las bibliotecas se van formando de manera espontánea y azarosa. La adquisición de libros nunca ha sido sencillo ya que estos siempre han sido objetos costosos. Por esa razón hacerse un retrato con libros respondía a puntuales premisas sociales y económicas. Diego Rojas Ajmad que ha investigado sobre este asunto anota: “Este tipo de imágenes en las cuales se presenta al personaje custodiado por una pared repleta de libros, denota la intención de relacionar al sujeto con el saber, con un rango de autoridad intelectual”.

También era normal ver retratos religiosos donde santas, ángeles y obispos tienen un libro como complemento de su iluminación religiosa. Como es de suponer semejantes retratos poseían intenciones no tan santas o como lo escribe Rojas Ajmad: “…, no sólo en las representaciones de personajes del mantuanismo pudo el venezolano formarse una idea del libro que fuera más allá de la relación del saber y poder con las clases pudientes; también el venezolano de la colonia era instruido permanentemente por medio de las imágenes en la idea de ver al libro como herramienta para alcanzar otros mundos, sobre todo los mundos de la beatería y la religión”.

Existe una foto de Andrés Bello, octogenario ya, en la cual sale sentado en primer plano y al fondo su inmensa biblioteca con varios anaqueles. Bello no quiere demostrar nada, mucho menos subrayar algún poder como mandarín cultural ni nada parecido. La foto deja en evidencia que la sabiduría se labra con estudio y trabajo disciplinado. Por el contrario el cuadro que pintó Arturo Michelena de Francisco de Miranda ofrece la imagen de un aventurero ágrafo enjaulado. Miranda acostado en el camastro de su encierro carcelario y con la mano en la barbilla (el cuartucho de ladrillo es más bien minimalista: no hay libros) el héroe observa su destino final y ofrece más el tipo de envalentonado bruto que de un lector voraz, que lo fue.
Andrés Bello lo visitó mucho cuando estuvo en Europa. Bello iba por la nutrida biblioteca de Miranda. Escribe Pedro Téllez: “Destacaba Uslar que en la biblioteca de Miranda predominan los libros de literatura, pero si sumamos los viajes de ficción (aventu­ras) a los de viajes propiamente dichos (historia, testimonio, cró­nica) veríamos al lector de libros de viajes en toda su dimensión: real e imaginaria. En viajes compró buena parte de su biblioteca, y traslada (ida y vuelta) los libros en su equipaje: leerá sobre y en los países que visita, muchas veces relatos de otros viajeros que le precedieron; en Rusia leerá sobre Rusia, y así sucesivamente. Donde se encuentre visita bibliotecas públicas y privadas, libre­ros. Estos libros itinerantes, quiérase o no, corregirán o perfeccio­naran al Miranda escritor; escritor del Diario de Viajes, o Diario “sentimental” de viajes como bien podría titularse”.

Hoy la gente se toma selfies a cada momento. Lo hacen sin otro propósito que formular el estuve aquí. No buscan hacerse un selfie con bibliotecas (o leyendo un libro). Les interesan las celebridades; el mundillo fashion de la farándula, o aquello que pueda ser gracioso.
El selfie tiene mínimos puntos de coincidencia con el autorretrato artístico. Muchos artistas realizaban su autorretratos (Frida Kahlo, Armando Reverón, Goya, Van Gogh, etc.) como una forma de ofrecer algo de su interior reflejado en el rostro; pero al igual que el selfie había un poco de narcisismo y algo del culto al yo. Aunque en ocasiones el selfie se desliza hacia la broma en el autorretrato había como un énfasis hacia la seriedad y la técnica artística como exactitud. En el autorretrato la interioridad es exaltada con toda la carga de los demonios tutelares del pintor. El selfie desecha la profundidad emocional en aras de lo superficial. No tendría que ser de otro modo en este mundo bastante vuelto de revés.
El fotógrafo Vasco Szinetar se ha hecho autofotos con escritores, y otras personalidades de la cultura. Las razones pueden ser muchas, pero Szinetar lo dijo en una entrevista: “Al final de cuentas también es un retrato mío, yo me estoy retratando en la imagen del otro, en la mirada del otro”. Algo similar puede pasar cuando uno se retratara con los libros: soy a lo sumo un personaje más en esa gran libro del destino; o sea.






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