Un cuento de Navidad
Mempo Giardinelli
Mempo Giardinelli
Cuando pongo la valija sobre la balanza son las
siete de la mañana. Tengo el tiempo justo para un café; el vuelo
sale en cincuenta minutos. El joven mira la foto, luego a mí, y me
entrega el pase de abordar sumando dos más dos:
–Disculpe, ¿usted es el escritor?
Asiento y sonrío. Es odioso no sonreir en esos
casos.
–Yo soy hijo de Chucho, y nieto de la China
Luaces –dice velozmente.
Miro el gafete que el muchacho lleva colgado de la
camisa, del lado izquierdo, y en el acto una historia familiar me cae
encima como cielo raso descascarado. Mi memoria escanea en tropel los
viejos, buenos tiempos de infancia en el Chaco. El muchacho sonríe y
dice cuánto me querían su abuela y su papá cuando evocaban
Resistencia, la calle Necochea y a mis viejos.
Los Luaces vivían enfrente de mi casa y fueron
adorablemente protectores y generosos conmigo cuando murieron mis
padres, y hasta que se mudaron a Buenos Aires. Pocos años después,
cuando terminé sucesivamente la secundaria, la universidad y el
servicio militar, y decidí salir del Chaco, la casa porteña de los
Luaces fue mi casa. Y para la China, un hijo más.
–Mi abuela murió hace ocho años –tanteó.
Dije lamentarlo mucho, con sinceridad, y pregunté
“¿y tu viejo?”. “Estuvo un tiempo en España y regresó hace
unos años”. Yo asentí mientras veía velozmente la película de
nuestro desencuentro.
Dejé la casa de la China apenas conseguí un
primer trabajo en Buenos Aires y alquilé un minúsculo departamento
en Núñez. Eran los 70, tiempos difíciles, violentos, y yo era un
joven periodista que militaba en lo que entonces se llamaba un
sindicato combativo. Fue bueno separarme de ellos porque no quería
comprometer a la China, que había sido tan generosa, ni a su otro
hijo, Tomi, que estudiaba y vivía en una nube. Y también de Chucho,
mujeriego y dedicado a “hacer negocios” y lleno de ideas
extremas, racistas, de las que suelen calificarse de ultraderecha. Un
día se burló, sin disimulo y con supuesta gracia, de cómo íbamos
a terminar “los zurditos”. Yo eludía sus provocaciones pero en
ocasión de una huelga y movilización tuvimos una discusión muy fea
que los dos cortamos a tiempo por la pura sabiduría del afecto.
Estábamos unidos por confianzas esenciales de toda la vida, pero fue
mejor separarnos. Dejé de verlos. Y pasaron los años como
golondrinas.
Volvimos a encontrarnos justo el 24 de diciembre
del 83. Yo había vuelto discreta y fugazmente al país, y planeaba
mi retorno para el año siguiente, ilusionado con la democracia. Esa
mañana caminaba por la calle Ravignani llegando a Santa Fe, cuando
sentí su grito inconfundible:
–¡Moncho, hermano!
Lo identifiqué en el acto. Mi segundo nombre es
Ramón y Moncho es el modo peyorativo y clasista de llamar a los
Ramones. Sólo él me llamaba así, en fraternal manera de
fastidiarme.
Giré y era Chucho, nomás, asomado a la
ventanilla de un Ford Falcon verde oscuro, del lado del acompañante
y con una sonrisa resplandeciente. El coche se detuvo junto a la
vereda y Chucho bajó y corrió a abrazarme. Estaba muy gordo y
vestía un traje arrugado, corbata de nudo flojo y cuello de camisa
abierto. Lucía los mismos bigotazos de años atrás.
–Vení que justo íbamos a almorzar, yo te
invito –dijo y prácticamente me arrastró hasta el coche.
No sé por qué no me negué, ni resistí, cuando
abrió la puerta trasera y los dos tipos que allí estaban se
corrieron para hacerme lugar. Él se sentó adelante, junto a un
grandote que manejaba y giró hacia mí, mientras me presentaba como
su “hermano de la infancia”. Dijo que yo “era medio zurdito”
pero un tipo derecho, y ordenó ir a “la parrilla del Tano”,
sobre la calle Báez, cerca del Hospital Militar. Con un movimiento
de cabeza le indicó al flaco que iba contra la otra ventanilla, que
tenía ojos muy chiquitos y nariz discepoliana, que tapara con la
campera la 45 que tenía encajada en la cintura. Y le hizo una seña
al otro, que había quedado en el medio y a mi lado, pierna contra
pierna, para que disimulara la metralleta o misil o lo que fuera que
estaba en el piso.
La situación era completamente absurda, pero
Chucho la manejó con naturalidad. Se lo veía exultante, contento y
tan locuaz que daba miedo.
Cuando nos sentamos a la mesa, fue al baño y yo
me quedé con los tres tipos espantosos. El grandote miraba el
televisor en la pared, otro leía el menú mientras se hurgaba la
nariz con el índice, y el tercero, ojitos pequeños, me miró fijo y
disparó:
–¿Y vos qué hacés?
Me ataranté un segundo, rogando internamente que
Chucho regresase. Periodista no le iba a decir. Escritor menos, quién
sabe qué entendería.
–Negocios comunicacionales –dije, con voz
firme:
Achicó aún más los ojitos, midiéndome.
–Ah, empresas y esas cosas –le explicó el de
los mocos.
–Claro –dije yo, y vi con alivio que Chucho
regresaba.
Fue un almuerzo rarísimo, en el que solamente
hablamos nosotros dos. Recuerdos escolares y de pibes: trompos,
bolitas, bicis, pura genuina nostalgia de nuestra niñez en
Resistencia, las familias, el barrio. Pero todo enrarecido por esos
tres matones y por lo que no se hablaba.
–Así que ojo con éste que es mi amigo –dijo
Chucho cuando se acabaron el vino y los flanes y cafés–. Si un día
lo calzan, me lo traen pero nadie lo toca, ¿entendido?
Los tres asintieron desganadamente y el gigantón
que había estado al volante y tenía la cara blanca, como entalcada,
se quedó mirándome como se mira un bosque petrificado, mientras yo
sentía el mismo, viejo miedo de los días previos al exilio. Bajo la
mesa hice cuernos con las manos y me puse de pie, agradecí y dije
que me iba. Chucho insistió en llevarme adonde quisiera, pero lo
miré fijo y con dureza, y restableciendo el trato de años atrás le
dije que era suficiente, que no jodiera.
Nos despedimos en la vereda con rituales deseos
navideños y promesas que al menos yo jamás iba a cumplir. Y nunca
más lo vi.
Treintitantos años después, otro 24, en
democracia, en Aeroparque y a punto de abordar un avión su hijo se
cruza en mi camino con alegre inocencia y yo me enternezco como un
abuelito. Me entrega el Deneí y dice que siempre quiso conocerme,
que me ha leído y el gustazo de su viejo cuando le cuente.
–Dale saludos –digo, tendiéndole la mano–.
¿Y qué hace él ahora?
El chico sonríe y repite lo que sin dudas ha
escuchado:
–Negocios comunicacionales.
–Ah, empresas y esas cosas –digo, saliendo de
la máquina del tiempo.
–Claro –dice, y otro pasajero llega al
mostrador–. ¡Feliz Navidad!
Se publica gracias a la cortesía de Página /12 Argentina
https://www.pagina12.com.ar/164196-chucho-moncho-y-el-falcon-verde
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