Entrevista
realizada por Rolando Revagliatti
Alejandra
Correa nació el 12 de abril de
1965 en Minas, capital de Lavalleja, República Oriental del Uruguay,
y reside en la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, Argentina.
Estudió Periodismo. Es Comunicadora Social
egresada en 1986 del Instituto Grafotécnico. Efectuó en 2005 el
posgrado de Políticas Internacionales en Comunicación y Gestión
Cultural en la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales
(FLACSO). Entre 2002 y 2004 se desempeñó en el Área de Arte y
Comunicación
de la Comisión por la Memoria, en la ciudad de La
Plata, integrada por organismos de Derechos Humanos. Participó en
mesas de lectura, festivales de poesía, seminarios y foros
internacionales de Gestión Cultural y Poesía en Paraguay, Bolivia,
México, Ecuador, Uruguay, España y en varias localidades de la
Argentina. Ejerció el periodismo gráfico
en diarios y revistas. Un ensayo de su
autoría integra el volumen colectivo “Historia
de las mujeres en la Argentina”. En
co-autoría con Marisa Negri se socializaron otros dos volúmenes:
uno, de didáctica y trasmisión de experiencias: “Poesía
en la escuela. Cómo leer y escribir poesía en el aula”
y otro, una compilación de poemas escritos por niños y
adolescentes: “Pie firme sobre cálido
cielo. El libro de las chicas y los chicos de Poesía en la Escuela”.
Fue incluida en las antologías
“Ruptura y desafíos de la poesía argentina y
ecuatoriana”, “Infancias”, “Color pastel”
y “Atlas de la poesía argentina”. Desde 1998 publicó los
libros de poesía “Río partido”, “El grito”,
“Donde olvido mi nombre”, “Cuadernos de caligrafía”
(1ª edición, 2009; 2ª edición, 2014), “Los niños de
Japón”, “Maneras de ver morir a un pájaro”,
“Extranjerías” (con dibujos de Florencia Fernández
Frank, edición artesanal numerada) y “Si tuviera que
escribirte” (1ª edición como libro-objeto y con ilustraciones
propias, en Madrid, España, 2015; 2ª edición con ilustraciones de
Cecilia Afonso Esteves, en 2017).
Estuve en numerosas localidades uruguayas y
en varias oportunidades. Pero no en Minas. El gran Buscador me
orientó.
Nací en esa ciudad en 1965, en el sitio y el
mes en los que, si se diera el caso, Dios elegiría bajar a la
tierra. Al menos, eso dice una canción del lugar: “…si Dios
baja a la tierra / por el altar de la sierra / baja en Minas, y en
abril”. Y nada la ha desmentido aún. Minas queda en el
departamento de Lavalleja, una suerte de provincia de Córdoba a
escala uruguaya.
Hasta los tres años anduve cruzando el cerro
desde la casa de mis abuelos a la que mis padres construían. El
recuerdo es de una profunda noche perfumada por mentas y salvias,
ranas lloronas y una atmósfera suspendida donde flotan las palabras.
El cerro cruzabas hasta los tres
años. Y qué más cruzabas?
Eran épocas muy complejas, en Uruguay
comenzaba un proceso político que terminó con el “exilio
económico”. Mi padre tenía el oficio de electricista, mi madre
había hecho un curso de corte y confección. Eso era todo. Cuando
nació mi hermano yo tenía menos de tres años y ya se avecinaba el
éxodo. Mi padre vino a Buenos Aires buscando oportunidades,
consiguió un trabajo y alquiló una habitación en un hotel familiar
del barrio de Almagro. Y nos fue a buscar. Mi madre vendió las pocas
pertenencias, entre ellas su máquina de coser, y estuvimos un tiempo
en un conventillo de la ciudad de Montevideo, del que tengo imágenes
muy fragmentarias, hasta que mi padre nos vino a buscar.
De la nueva vida se destaca en mi memoria mi
primera escuela, la 22 de Almagro y un mundo superpoblado de imágenes
e impresiones en el cuerpo. Y las salvadoras visitas a un campo en
General Rodríguez, donde recuperaba algo de aquellos cerros que
habían quedado atrás.
Así fueron las cosas hasta que cuando tenía
ocho años y mi hermano cinco, mi padre falleció en un accidente de
trabajo, electrocutado. Mi padre “era la risa, la libertad, el
verano” —diría, parafraseando a Héctor Viel Temperley—:
era el campo, la fuerza de la naturaleza, el misterio, la mirada
sensible. La muerte se lo llevó y en su lugar me dejó un ojo nuevo
con el que ver lo que al unísono llamamos “la realidad”, pero
que como sabemos no es una sino infinitas.
Mi madre no quiso volver a Minas. Allá la
esperaba un padre demasiado autoritario del que se había librado
para siempre. Salió a la gran ciudad, ella, una muchachita de
pueblo, y consiguió un trabajo de muchas horas y paga escasa. Desde
los ocho años, tuve la misión de “cuidar” a mi hermano todo el
día. El objetivo principal era que el muchachito llegara sano y
salvo a cada noche, cuando mamá volvía. Y no era nada fácil
porque, como descubrí a poco andar, el mundo estaba lleno de
peligros.
En el hotel familiar nos quedamos una
eternidad. Recién cuando yo tenía diecinueve años nos mudamos a un
departamento. Viví toda la infancia y la adolescencia allí. La
habitación vuelve en sueños como encierro, oscuridad, pasadizo
secreto. Al hotel se sumó la dictadura. Doble candado, pura
claustrofobia.
Sin embargo, la niña que fui anduvo por aquí
y por allá inventando sus mundos de aire. La lectura fue una de sus
aliadas. Hubo también cierto diálogo con la luz de los días, con
el resplandor, con mi padre ausente, con el pasado, con los
fantasmas, con el deseo. Y puede ser que de ese diálogo haya nacido
la poesía.
Cuando pude elegir, elegí proyectarme al
mundo. Por eso, apenas concluido el colegio secundario salí a
trabajar y estudié Periodismo en el Instituto Grafotécnico, que era
privado, porque entonces —1983— no había carrera de Comunicación
Social en la Universidad de Buenos Aires. Había vuelto la democracia
y todo era efervescencia, se recuperaba la calle, el espacio público,
las ideas, la historia reciente hablaba en mí por primera vez. Había
estado hibernando en la adolescencia en dictadura. Iba a todas las
marchas, quería gritar y no parar de gritar nunca más.
Y no habrás parado.
No, es cierto. Con el tiempo descubrí que
había otras formas de gritar (de hecho, mi segundo libro de poesía
se titula “El grito”). Pero volviendo al 83, por aquella
época me enamoré algunas veces. Cuando terminé de estudiar,
conocía un poco más del mundo. Y hacia él salí a buscar
aventuras. Conseguir un trabajo como periodista fue la primera de
ellas. Enamorarme y decidir compartir la vida con alguien, la
segunda. Ser mamá, la tercera. Javier es el hombre que me acompaña
desde entonces y Marina, nuestra primera hija que nació en 1993,
encarna lo increíblemente poderosa que es la vida.
Viví cada cosa, cosas simples para otros
mortales o al menos al alcance de la mano, como si se tratara de una
hazaña como subir una montaña y plantar una bandera en la cumbre.
Puse en ello mucha tenacidad. También rebeldía: el mundo no iba a
lograr hacerme hablar en su idioma.
El periodismo me permitió asomarme a todas las
realidades imaginables. El lunes hablaba con un fabricante de
sombreros, el martes con un piloto de la Fuerza Aérea que se había
eyectado de su avión en llamas, el jueves entrevistaba a una
bailarina clásica de fama internacional, y el viernes degustaba
platos en un encuentro de chefs. Esa riqueza aleatoria que era la
vida, fue lo que más me interesó del periodismo. Entender que, para
otras personas, las cosas tenían otro orden y tener permiso para
entrar y salir de él, era fascinante: podía ser otra aunque fuera
por un rato. Después escribía y les contaba a los demás mis
“descubrimientos” y me pagaban por ello.
Así fue por quince años. Trabajé en
“Clarín” y luego en “Viva”, la revista dominical de ese
diario, desde su número 0. Después fui a trabajar a la revista
“Trespuntos” y colaboré con muchos medios (“Noticias”, “Todo
es Historia”, entre otros). La poesía iba como telón de fondo de
los días. O no: era el cristal por el que veía el mundo, pero aún
no lo sabía. Cuando empecé a saberlo, la escritura de notas me
empezó a parecer banal. Sentía que no iba a poder escribir con las
mismas palabras una nota y un poema. Y preferí elegir el poema.
En 1998 decidí publicar mi primer libro, con
muchísimo miedo, por cierto. ¿Qué dirían los demás de mi poesía?
Esa parecía ser la pregunta más angustiante, pero había otras:
¿por qué mi palabra sería tan importante como para dejarla
impresa? ¿A quién iba a interesarle mi forma de ver las cosas? Y
así. Hasta que simplemente quedamos mis poemas y yo a la intemperie.
Y ya no hubo preguntas. Conocí al poeta Roberto Raschella, quien me
pareció la persona más indicada para pedirle que presentara mi
libro en sociedad. Gané un amigo enorme que tengo el honor de que me
haya acompañado estos últimos veinte años. Desde ese primer libro,
“Río partido”, la vida comenzó a trenzar su trama a la
poesía. La poesía adelante, empujando el hilo y todo lo demás,
detrás.
En 1999, con Javier y Marina, le dimos la
bienvenida a Francisco y Nicolás, que quisieron llegar juntos al
mundo. Una sinfonía se despertó de su modorra. Dos niños juntos
que vinieron a mostrarme aquello de que el corazón —y la
paciencia— son muy elásticos. La crianza fue un trabajo enorme, ni
qué decirlo. Nuestra hija menor tenía seis años, así que eran
tres los niños y dos los padres a repartir. Durante años el
movimiento fue permanente y frenético. También divertido, agotador,
energía en estado puro, frenesí. La poesía sucedía mientras
preparaba una mamadera, cambiaba un pañal, cocinaba o me tomaba un
té antes de dormirme a las tres de la mañana.
¿Y en 2000?
En 2000 empecé a trabajar en la Comisión por
la Memoria de la ciudad de La Plata. Esto me permitió conocer más
sobre el movimiento de Derechos Humanos. Era la editora de una
revista sobre memoria colectiva, llamada “Puentes”. Y también
participé activamente de la creación del Museo de Arte y Memoria de
La Plata. Tal vez fue esto lo que me llevó a pensar en el quehacer
de la Gestión Cultural como posible horizonte. Publiqué libros en
2002 y 2005 (“El grito” y “Donde olvido mi nombre”),
en la Editorial Alción, de Córdoba. Por esa época, mi relación
con el mundo literario tenía que ver con los movimientos de esa
editorial en Buenos Aires.
En 2004, ya tenía pensado qué quería hacer:
un archivo audiovisual con entrevistas, audios y videos de
escritores, donde se indagara sobre el proceso creativo de la
escritura. Es decir, el proyecto utilizaba herramientas de la
Comunicación, pero gestionarlo ya era un terreno diferente. Así,
tras mucho andar, nació la Audiovideoteca de Escritores, dentro del
Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires. Entre 2004 y 2011, la
codirigí. Fue un equipo multidisciplinario que estaba integrado por
doce personas, en su mejor momento. Mientras estuve allí, se
relevaron y compilaron unas cinco mil horas de audios y videos sobre
escritores, se editaron setenta programas de tv, varios de radio, un
sitio web con fragmentos de las entrevistas, y se realizaron más de
doscientas entrevistas a escritores argentinos.
En 2008 fue un momento importante para mí en
lo personal con relación a la poesía. Fue como si me dijera: ¿vas
a seguir este camino o lo vas a abandonar? Y la respuesta fue, lo voy
a seguir. Hoy, diez años más tarde, ya no hay dudas al respecto.
En 2010 conocí a Marisa Negri, poeta y
docente, y a su proyecto incipiente: Festival de Poesía en la
Escuela. Me enamoré de esa poesía leyéndose en la inquietud de un
patio con trescientos jóvenes. Le propuse acompañarla en el desafío
y sumarme desde lo que sabía como gestora cultural. Trabajamos mucho
y logramos un montón. Casi todo ha sido trabajo voluntario, un
enorme aprendizaje. En 2018 realizamos el X Festival. Calculamos que
en estos años unos 50.000 chicos y docentes han participado de las
actividades (lecturas, talleres de arte y poesía, música, entre
otras) y unos 300 poetas y artistas.
En 2014 integré con Marisa Negri, María Julia
Magistratti e Inés Kreplak, la coordinación de la Red Federal de
Poesía, un proyecto hermoso que quedó interrumpido con el cambio de
gobierno. En marzo de 2015 hicimos el Primer Festival Federal de
Poesía, con la presencia de más de cien poetas de todo el país.
Hubo una bifurcación de mi camino en 2012,
cuando comencé a conocer el collage como posibilidad expresiva, a
través de un taller de la artista Claudia Contreras. Se abrió un
mundo para mí. Mucho de lo que pensaba que podía expresar, comenzó
a hacerse cuerpo de papel en el espacio. Desde entonces trabajo con
el papel con procedimientos textiles de bordado, cosido, plegado. En
2013, con total audacia, me presenté con una obra integrada por tres
vestidos de papel en el Salón Nacional de Artes Visuales, y obtuve
el Tercer Premio.
Insisto: un nuevo universo se abrió: participé
de muestras en diferentes lugares. Hoy esa pasión me acompaña.
Desde 2008 aproximadamente, también me dedico a fotografiar buscando
con mi cámara de aquí para allá, escribiendo con la luz y las
sombras.
¿Y tu relación con “la vecina
orilla”?...
Mi relación con Uruguay es otro de mis
“temas”. Cuando cumplí los veintiún años decidí adoptar la
nacionalidad argentina. El decir, el gentilicio que mejor me define
sería el de rioplatense. Siempre pensé que mi nacionalidad se reúne
en un punto impreciso del Río de la Plata. Desde 1987, también soy
ciudadana argentina, sabiendo que para la ley de Uruguay (y para mí)
siempre seguiré siendo uruguaya. En mi poesía estuvo el Río de la
Plata. Este año y en este mes de diciembre, se cumplen dos décadas
de la edición de mi primer libro de poemas. Allí, pero también en
“El grito” y “Cuadernos de caligrafía” retomé
la infancia y los mitos que fue construyendo. Son tres momentos
diferentes de esa mirada sobre el pasado. En “Cuadernos de
caligrafía” se trata de dialogar con mi padre, yo adulta, él
detenido en sus 33 años. Soy más vieja que él. Hablamos de la
vida, del pasado, de los hijos, de la escritura.
A través de los años volví a Uruguay a
visitar a familiares, sobre todo a mi abuelo Juan Pablo. Cuando él
murió, Minas dejó de ser un destino. Con los chicos pequeños
pasamos muchas vacaciones en Cuchilla Alta y Solanas. Era conectar
con ese espacio desde un lugar nuevo, menos doloroso. Y en los
últimos seis años, empecé a ir a leer poesía, a participar de
ciclos, a construir una nueva red, esta vez con otros poetas y
artistas. En 2013, uno de mis libros obtuvo la mención Mariposa de
Plata en la primera edición del Concurso Internacional de Poesía
Premio Marosa Di Giorgio y ese mismo año, expuse una obra en Salto,
en una bienal de Arte, en la tierra de Marosa (la obra era un
homenaje a ella).
En 2014, presenté dos obras al concurso que
realiza anualmente el Ministerio de Cultura y Educación: Premio
Nacional de Literatura de Uruguay. Y las dos obras merecieron
premios: “Si tuviera que escribirte”, el Primer Premio de
Literatura Infantil y Juvenil, y “Maneras de ver morir a un
pájaro”, el Segundo Premio de Poesía Inédita. Viajé a
recibir estas distinciones y fue para mí, en lo personal, algo así
como un cierre de capítulo. Volvía al país que había expulsado a
mis padres, y volvía de la mano de la poesía. Se cumplía un “plan”
que había sido bastante impensable.
Mientras, claro, tus hijos han ido
creciendo…
Los hijos han crecido. Mi misión es
acompañarlos de la mejor forma en las elecciones que hagan. Ahora,
lo que puedo decir es que todo está activado: la poesía, el arte en
papel, el trabajo en cultura, los afectos, el amor de los hijos y el
compañero de camino. Todo indica que estoy preparándome para
envejecer, si ese fuera mi destino. Tengo cincuenta y tres años y no
soy de las personas que quieren trabajar y dedicar mucho tiempo para
que los años no se noten. Estoy sentada debajo de un viejo olmo,
escucho el viento, veo lo que hace con las hojas y la luz, y aquí me
quedaría escribiendo y respirando. Si supiera rezar, mi plegaria
solo pediría morir antes que mis hijos y si fuera posible de una
manera plácida.
La segunda edición de “Si
tuviera que escribirte” fue premiada por la Asociación
de Literatura Infantil y Juvenil Argentina.
Sí, la Asociación ALIJA, que pertenece a la International Board on Books for Young People (IBBY), cada año tiene una edición de
“Destacados” que se realiza en el marco de la Feria Internacional
del Libro de Buenos Aires, en base a todo lo editado en Argentina
para chicos y jóvenes el año anterior. Y en 2017, “Si tuviera
que escribirte”, en la edición del libro que publicó
Ediciones de la Terraza de la ciudad de Córdoba, recibió dos de
estas menciones: Mejor ilustración (por la obra de Cecilia Afonso
Estéves) y mejor edición (valorando al libro en su totalidad). ¡Fue
una enorme alegría para un trabajo en equipo, muy artesanal,
laborioso y cuidado que nos llevó dos años!
“Si tuvieras que escribirle” a
Marosa di Giorgio, ¿qué le dirías, contarías, preguntarías,
dibujarías, escribirías?...
Sería un diálogo en un Jardín de las
Delicias, pero ambientado en el Río de la Plata. Hablaríamos de
amores imposibles, de animales que se comportan como seres humanos,
de plantas que tienen capacidades intuitivas. Yo ilustraría para
ella alguno de sus versos, así como bordé para una muestra sus
palabras sobre mi vestido de Comunión: “Yo parecía una pastora
guiando, en cambio de una oveja, a un lobo”. Pero… todo eso
lo hicimos, a pesar de que ella esté muerta. Porque ¿qué es “leer”
sino la posibilidad de encontrarnos con alguien en un mismo universo
de maravillas? Te puedo asegurar que, más de una vez, Marosa ha
respondido a mis cartas.
Coordinaste talleres de poesía y
collage. Y no sólo expusiste tus obras en muestras colectivas sino
que también en individuales.
Así es. Los talleres de poesía y collage
fueron una idea compartida con Claudia Contreras, quien fue mi
maestra de collage. Hicimos dos o tres temporadas de talleres en la
Casa Nacional del Bicentenario. Yo proponía la obra de algún poeta
y ella las claves del trabajo visual. Fue realmente hermosa la
experiencia. Como mi ingreso a este universo del arte visual fue a
los cuarenta y cinco años de edad y de forma casi autodidacta,
conservo una relación de juego muy intensa con este espacio. Y en
ese sentido, me dejo sorprender por lo que va sucediendo con estas
pequeñas obras de papel que realizo. Si me invitan a participar de
algo, me sumo con alegría. En 2015, hice mi primera muestra
individual en la Casa Castelví de Asunción (Paraguay) y en 2016, en
la Casa de la Cultura de Coronel Dorrego, en la provincia de Buenos
Aires. Esta muestra se llamó “Un movimiento Hansel y Gretel” y
fue impulsada por dos mujeres hermosas que la propusieron: la poeta
Laura Forchetti y Eliset Nomdedeu. Tenía una acción participativa
donde invitaba a la gente a dejarle un mensaje a la niña o niño que
habían sido. Los mensajes se iban atando a piedras que atravesaban
toda la sala. Y también participé de varias muestras grupales. Lo
colectivo es un espacio realmente rico cuando se trata de compartir
experiencias artísticas. Trabajo con papeles antiguos, imágenes,
investigo sobre las posibilidades que tiene el papel de ser cosido.
Hago vestidos con diferentes tipos de papel, cruzo el papel y la tela
en algunas obras. A veces con objetos como cajas, zapatos, juguetes,
vestidos de tela, guantes, etc. La infancia, el tiempo y la palabra,
siempre están presentes en las obras.
“…(¿y por qué no agregar
que la poesía / es una abreviada forma personal de la ansiedad?)…”,
leo en un poema del entrerriano Alfredo Veiravé (1928-1991).
Alejandra, ¿la poesía es una abreviada forma personal de la
ansiedad?
No, no para mí al menos. De ansiedad, nada.
De por sí, no soy una persona ansiosa. Por supuesto que a veces me
pongo ansiosa con algunas situaciones, pero no me considero ansiosa y
menos aun cuando escribo poesía. Más bien todo lo contrario. La
poesía requiere de una tranquilidad específica, de una suspensión
de lo que va a suceder o está sucediendo que anularía toda forma de
ansiedad. Tampoco soy ansiosa al momento de editar. Confío en que
siempre se alinearán los planetas y que las opciones que se
presenten, serán las indicadas. Tal vez es que no tengo un “a
priori” en todo esto. Me gusta pensar que el camino se va armando y
solo requiere de mí un acompañamiento, estar dispuesta. No hay un
sitio al que quiera llegar. Confío en que donde estoy —sea cual
sea ese lugar— es el sitio en donde debía estar.
¿Luchás con las palabras? ¿O es
otra cosa lo que te ocurre con ellas? ¿Cómo definirías lo que con
ellas hacés?
No, no lucho. En el principio lo que hice fue
luchar conmigo para que ellas pudieran hacer lo suyo. Pero a las
palabras con las que voy a escribir tengo que amarlas. Y tanto como
para poder crearles una casa, escenografía o escenario... Me gusta
pensar un libro de poesía como un hábitat con sus propias
dinámicas. Y me parece que lo que hago es construir ese hábitat
primero y después escribir allí. Universos, digamos. Uno es el
universo de “Cuadernos de caligrafía” con un padre que
practica letras al llegar de su trabajo y una hija que le habla a
través de los años y la muerte, proponiendo un diálogo imposible.
Otro universo es el de “Maneras de ver morir a un pájaro”,
una suerte de distopía donde los pájaros caen como bombas sobre las
cosas del mundo. Otro universo es en el que vive la voz que habla en
“Si tuviera que escribirte”. Por supuesto que a veces
escribo porque tengo que ponerle palabras a algo que me ha conmovido
en un momento determinado. Pero tal vez esos poemas no van a los
libros. Tengo muchos poemas sueltos. El libro para mí sigue siendo
una apuesta hacia esos universos posibles. De todos modos, ampliando
la respuesta: creo que hay una relación primigenia de una persona
que escribe (que respira o habla, incluso) con la palabra. Algo así
como un temperamento que está en el ADN de la lengua, como si en ese
cuerpo que es el lenguaje hubieran quedado marcas relacionadas con la
fuente que las dio a luz. Y en mi caso, mi palabra siempre estuvo
relacionada con la necesidad de alzarse sobre el mundo que parecía
querer aplastarla debajo del zapato del poder y sus prácticas. En mi
palabra poética está la pobreza y la rabia, está el éxodo y el
destierro, están la oscuridad y la necesidad de buscar nombres a
todo lo que no se dijo para poder olvidar. Está el enfrentarse a la
muerte —una lucha que sé perdida de antemano, pero que sigo
creyendo que vale la pena dar—. Hay una rebeldía allí, hay
crudeza, hay pelea no “con” la palabra, sino “desde” la
palabra como posible “arma” de resistencia, de testimonio y
denuncia. En muchas oportunidades, comprobé que esta cuestión
aparentemente sutil, prescindible y que suele promocionarse como algo
inútil y menor, y que anida en el terreno de la fragilidad del
mundo, va dejando su voz entre las voces. Y se hace escuchar aun en
su aparente pequeño registro. Qué sería de nosotros sin las
palabras y los universos poéticos. Sería una completa pesadilla. En
la poesía hay refugio, hay palabra que contrasta con los discursos
alienantes, hay posibilidad de subversión del orden simbólico que
se nos propone desde los poderes que nos dominan y moldean nuestras
humanidades. En la poesía aún hay espacio para respirar.
¿Con la piel de gallina, poner
ojos de carnero, ver en alguien a una dulce palomita, esperar que las
vacas vuelen o a que cada chancho le llegue su San Martín?
Más bien escuchando la canción infinita con
la piel que habito y los ojos atentos de una lechuza, viendo a ese
alguien en sus posibilidades y contradicciones, creando estrategias
para que vuele todo lo que —aun terrestre— pudiera echar vuelo,
sin apuro ni venganza.
Entrevista
realizada a través del correo electrónico: en la Ciudad Autónoma
de Buenos Aires, Alejandra Correa y Rolando Revagliatti, diciembre
2017.
No hay comentarios:
Publicar un comentario