Lobsang
Castañeda
En
buena medida el ensayo es un arte combinatoria, una forma
compleja
de escritura que aglutina y ordena elementos de procedencia distinta,
materiales que, de entrada, no parecen guardar
relación entre sí
pero que terminan volviéndose afines debido a
la pericia con la que
el ensayista, esa especie de prosista todoterreno, encara su tema u
objeto de estudio. La posibilidad de fraguar
combinaciones
efectivas, capaces no sólo de reforzar lo dicho sino
de abrir
nuevas perspectivas de análisis e interpretación, depende
esencialmente de dos cosas: primero, del nivel de curiosidad
desplegado por el propio ensayista y, segundo, de la disponibilidad
de los materiales susceptibles de ser combinados. La curiosidad es
el deseo de averiguar lo que a uno no le concierne y, en ese
sentido,
una “cualidad” enteramente particular. Los límites y
alcances de la
curiosidad se corresponden siempre con los límites y
alcances de
la personalidad que la acoge, nutre y despliega. La
disponibilidad
de los materiales, en cambio, se relaciona de manera
directa con las
circunstancias que configuran la realidad, de
límites variables, en
la que con osadía se desenvuelven los
curiosos. Montaigne, se ha
dicho hasta el cansancio, trabajaba con
los materiales que su propia
subjetividad le concedía pero también
con las
múltiples referencias
proporcionadas por su formación
clásica y, más aún, con los conocimientos producidos en su época.
Francis Bacon, el otro gran precursor histórico del ensayo moderno,
hacía lo mismo. Esa mezcla
de elementos internos y externos les
ayudaba a explorar mejor sus
intereses y obsesiones. Hoy más que
nunca el ensayista cuenta con
un almacén infinito de materiales que
le permiten, en teoría, eslabonar férreas cadenas de significación
al servicio de sus elucidaciones. Si, por una parte, la manera de
entrelazarlos sigue siendo
intransferible; por otra, su
disponibilidad se ha estandarizado a tal
grado que casi ningún
ensayista puede sentirse fuera del torrente
de información que, las
más de las veces, funciona como ingrediente básico de sus ensayos.
Es indudable que la labor de investigación que precede a la
escritura ensayística se ha modificado
con la llegada del internet.
Ahora ya no es necesario ir en busca de
materiales que reafirmen
alguna idea o intuición porque ya siempre están ahí, completamente
a la mano, listos para ser usados y
transformados. El internet es el
paraíso de los curiosos que día a
día se entregan sin reservas al
hallazgo. En la época de su reproductibilidad web, el ensayo es una
escritura abierta y multirreferencial
que tiene como objetivo, entre
otros, mostrarle al lector lo que ya
hay, descubrírselo como se
descubre no lo secreto sino lo evidente,
lo que yace a la vista
pero, paradójicamente, no ha sido observado.
Precisamente por ser la Biblioteca de
Babel de nuestro
tiempo, en internet se resguardan y ejercitan una
serie de dinámicas cognitivas que le van bien al ensayo. Cuando
Montaigne dice:
“desparramando aquí una frase, allá otra, como
partes separadas
del conjunto, desviadas, sin designio ni plan, no
estoy obligado a
ser perfecto ni a concentrarme en una sola materia;
varío cuando
bien me place, entregándome a la duda y a la
incertidumbre, y a
mi manera habitual, que es la ignorancia”, no
sólo describe el tipo
de proceder intelectual concretado en su obra
o una concepción
específica del estilo, sino que anticipa lo que
cuatro siglos después será el modo usual de desplazarse por las
redes informáticas. ¿Quién, en su sano juicio, podría negar que
ensayistas, lectores
de ensayos e internautas comparten el gusto por
el movimiento,
la fragmentación, la imperfección, el
esparcimiento, la polimatía,
el salto teórico, el desvío y la
deriva, la vacilación y la perplejidad
como formas de conocimiento?
Basta con realizar una somera revisión de los principales estudios
al respecto para darse cuenta de
que todos estos aspectos, en mayor
o menor medida, forman parte
del cúmulo de propiedades que
comúnmente se le atribuyen al
ensayo. Así, escritura ensayística
e internet participan de una clase
de conocimiento que, no por
ajetreado, resulta menos consistente
y duradero. Desde una
perspectiva alejada del catastrofismo circundante, la famosa
superficialidad intelectual del internauta, cifrada
en el hecho de
no permanecer quieto ni por un instante, no es más
que una ilusión.
Si bien es cierto que el internet ha modificado
nuestra manera de
leer, volviéndola más rápida y, quizá, más dispersa, también es
cierto que la capacidad de comprender no sólo
depende del soporte
que se utilice para dicha actividad sino de una
actitud o
disposición del ánimo provocada por el asunto mismo
que se
pretende abordar. Profundizar en los temas hasta obsesionarse con
ellos es hoy más que nunca posible y deseable, gracias
a que el
internet nos ofrece, en cuestión de segundos, ángulos de
visión
que de otra manera nos pasarían desapercibidos. Si históricamente
el ensayo ha sido el convidado de todas las fiestas, en la
época de
su reproductibilidad web el ensayista se ve obligado a
abandonar la
literatura y sumergirse en otras formas del saber,
tomando de aquí
y de allá lo que le conviene para decir lo que tiene
que decir.
Ignorando la apariencia de los materiales que le pueden
servir para
ilustrar o apuntalar sus intuiciones, ideas o pensamientos, está
convencido, sin embargo, de que al conectarse a la red los
hallará,
porque internet es el territorio del haber, el imperio del hay.
El
conocimiento producido por la ciencia y las formas de
escritura
afines a ella es o pretende ser progresivo. Por el contrario,
el
conocimiento producido por el ensayo resulta siempre acumulativo
debido a que no le interesa averiguar qué es determinado
asunto
sino saber más de él, contar con la mayor cantidad de herramientas
para asimilarlo, describirlo e interpretarlo. Lejos de las
definiciones que trastocan y dificultan la marcha del pensamiento,
el ensayista se mueve en el terreno de las certezas provisionales,
válidas únicamente bajo contextos específicos, muchas veces
delimitados por intereses de índole personal o colectiva. En más de
un
sentido, el ensayo es una escritura de circunstancias que refleja
no
sólo la abundancia de puntos de vista mediante los cuales se
puede
acceder a un tema u objeto de estudio sino la fluctuación que
los
caracteriza. Fluctuación que, por si fuera poco, le permite al
ensayista concebirse a sí mismo como un escritor que nunca termina
de saber y a sus textos como palimpsestos.
En
la época de su reproductibilidad web, la noción del
ensayo como
palimpsesto y la caracterización del ensayista como
ignorante
perpetuo se vuelven aún más evidentes. La modificación de un texto
publicado en internet, ya sea porque su autor sabe
algo que antes no
sabía o porque la experiencia lo ha llevado a un
nivel distinto de
comprensión, se puede hacer de manera rápida
y sencilla, a
diferencia de lo que sucede con las ediciones impresas. Mientras que
el libro nos asegura la quietud y estabilidad de
lo escrito por un
largo periodo de tiempo, las redes informáticas
nos aproximan a un
estado líquido de la escritura en el que todo
puede alterarse en
cualquier momento. En términos de fidelidad
literaria, nada nos
garantiza que lo que acabamos de leer en la pantalla permanezca
intacto en el futuro, mucho menos cuando escribir significa, en buena
medida, llevar consigo la embriaguez de la
metamorfosis o el frenesí
del movimiento continuo. Si por su versatilidad, generosidad y
atrevimiento, el ensayo es la escritura de
los partidarios de la
transformación, inscrito en un soporte web
se convierte en la
escritura favorita de los indecisos, en la escritura de los
escritores que siempre están reescribiendo. En un texto
luminoso,
Roland Barthes analiza el suplicio padecido por Flaubert
a la hora
de corregir lo que con tanto esfuerzo y dedicación lograba
redactar. Tormento indecible, casi expiatorio, el trabajo del estilo
representaba para él un dolor absoluto, infinito e inútil, que lo
aislaba del mundo. La extrema lentitud de su escritura se
complementaba con una tarea digna de Sísifo en la que borrones,
tachaduras,
supresiones y enmiendas intentaban alcanzar la frase
perfecta, ese
objeto lingüístico tan apasionante como imposible.
Víctima de sus
propias obsesiones, Flaubert encarnaba lo que hoy,
de la mano de
nuestros flamantes dispositivos tecnológicos,
podríamos seguir
llamando “el vértigo de la corrección
infinita”. Un vértigo que de
cuando en cuando se detiene pero
sólo para embestir con mayor
fuerza, pues la publicación
electrónica no es irreversible sino, por el
contrario, una manera
fantasmal de hacerse presente. Comparado
con el autor que al ver su
trabajo impreso se olvida de él, el autor
publicado en la web
siempre está a tiempo de volver a lo escrito
para modificarlo de
nuevo. Versado en la virtualidad del texto, pone
en entredicho la
idea de la obra terminada y reconfigura el concepto de originalidad
llevándolo al terreno de la palingenesia. Sabe,
pues, que un texto
contiene muchos otros textos que acaso algún
día verán la luz.
Sabe que una frase engendra otra frase y que ésta,
a su vez, se
encuentra en proceso de engendrar una tercera. Nunca
antes el verbo
“actualizar” había sido tan elocuente y preciso como
en nuestra
época. Acostumbrado a proyectar parte de su obra en
la red, el
ensayista actual pertenece a esa estirpe flaubertiana que
busca la
perfección sin poder conquistarla. Aunque en internet
haya todo,
ese todo es cambiante, porque internet es el territorio
de la
posibilidad, el imperio del poder ser.
Al
publicar en la web, el ensayista se inscribe en una suerte
de
antología universal que crece desmesuradamente. Antología en
la
que, sin embargo, no siempre existen los parámetros de calidad que a
grandes rasgos siguen sosteniendo el prestigio de la
industria
editorial. Es común hallar, sobre todo en blogs y páginas
personales, textos de frágil hechura que jamás han sido examinados
o sometidos a una revisión escrupulosa. Se trata, más que
de
textos, de conjuntos de palabras que poco o nada aportan a la
literatura contemporánea y que, en el mejor de los casos, sirven
como distracciones en un mundo plagado de entretenimientos.
Si, por
una parte, nadie puede negar que el internet es un medio
de
comunicación horizontal que fomenta la democratización de la
cultura, por otra, resulta evidente que dicha democratización tiene
también un lugar reservado para la estrechez de miras y la
indigencia intelectual. Subyugados por la misma plataforma, autores
de
prestigio coexisten con poetas de buró en una realidad paralela,
virtual, en la que las diferencias se diluyen debido a la inmediatez
con
la que los escritos de unos y otros “le llegan” al lector.
Contrario
a lo que todavía ocurría hace algunas décadas, hoy los
procesos
de ejercitación y aprendizaje son exhibidos sin recato,
justamente
porque no son reconocidos como tales. Antes los
escritores desechaban sus primeros textos con pudor y un amplio
sentido de
la vergüenza porque buscaban evitar a toda costa que su
precario
manejo del idioma, sus pifias e ingenuidades se hicieran
patentes,
llegaran al público. Hoy todo el que escribe es Kafka y
Max Brod al
mismo tiempo. Basta con garabatear un par de frases y
subirlas a la
red para llamarse a sí mismo “escritor”.
Internet, pues, propicia el
vértigo de la corrección infinita que
modifica y mejora el texto, pero
también funciona como una inmensa
papelera en la que se almacenan y exponen documentos de escaso valor
que muestran lo que
no se debe hacer cuando aún no se está
preparado para redactar
con un poco de respeto por la sintaxis. La
flexibilidad de la web nos
acerca, por igual, a lo brillante y a lo
mediocre, a lo meritorio y a lo
intrascendente, a lo excelente y a
lo insignificante. Por eso, más allá
de sus cualidades
publicitarias o divulgativas, es muy importante
considerarla un
soporte más, tan útil o inútil como se quiera. El
ensayista debe
olvidarse de la celeridad inherente a la publicación
electrónica y
concentrarse en el ensayo mismo en tanto escritura
compleja y
multidimensional. Sólo así podrá seguir aprovechando
todo lo que
la red puede ofrecerle, pues también en la época de su
reproductibilidad web el ensayo es el territorio de la
autoexploración, el imperio del yo.
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