Carlos Yusti
La quema de Cristóbal Llorens, |
En mis días de escritor primerizo, con más malas maneras que folios
escritos, lo que deseaba era que mis gusanos mecanografiados pasaran
por la afilada tijera del censor; que mis escritos fueran arrojados
al cadalso de la pira pública. Un escritor censurado, un libro
quemado era el pasaje directo a la gloria, a la inmortalidad. Sueños
imbéciles de juventud.
En un remate de libros me hice con un ejemplar del libro “Del buen
salvaje al buen revolucionario” de Carlos Rangel. Libro maldito por
excelencia en nuestro país (y quemado “simbólicamente” en
algunas universidades) que daba algunos puntapiés a esa idealización
coríntellanezca de la revolución y del proletariado tomando
al cielo por asalto. El libro fue presa de la aversión de nuestra
izquierda exquisita y de cubículo universitario.
Los incendiarios y encapuchados de ayer son los ilustres funcionarios
de hoy. Es un axioma. Ya no tienen necesidad de quemar libros. Ahora
desde sus oficinas de burócratas desaparecen el papel, se hacen con
las tintas y privatizan las imprentas. Ya no censuran los libros,
sencillamente no los publican, o los asfixian en una fila
interminable de libros y autores por editar. Jorge Luis Borges ha
escrito algo que podría ser un eficaz cortafuego: “Yo sigo jugando
a no ser ciego, yo sigo comprando libros, yo sigo llenando mi casa de
libros. Los otros días me regalaron una edición del año 1966 de la
Enciclopedia de Brokhause. Yo sentí la presencia de ese libro en mi
casa, la sentí como una suerte de felicidad”.
Hablamos para el reino de lo efímero. Se escriben libros para esa
hoguera de lo eterno o como lo escribió Oswald Spengler: “La
palabra pertenece al hombre en general. La escritura pertenece sólo
al hombre culto. La escritura—por oposición al idioma de
palabras—depende toda, y no sólo en parte, de los sinos políticos
y religiosos por que atraviesa la historia universal. (…) la
escritura nos permite dirigirnos a hombres que no hemos visto o que
no han nacido. La voz de un hombre resuena en la escritura siglos
después de su muerte. La escritura es el primer síntoma de la
vocación histórica. Por eso nada hay tan característico en una
cultura como su relación interior con la palabra escrita”.
Esa relación interior con la palabra escrita lleva a hombres y
mujeres de ser cómodos lectores hacia ese universo agitado de la
escritura. Algunos pocos verán su libros editados, otros quedarán
inéditos, los más obsesivos serán presa de la desazón y felicidad
que implica el trabajo con las palabras; algún suertudo encontrará
un amigo que lleve a la hoguera lo que se ha ido acumulando en las
gavetas. Nuestro curioso autor fr. Juan Antonio Navarrete lo tenía
claro: "Yo no escribo sino para mi utilidad. Quémese todo
después de mi muerte, que así es mi voluntad en este asunto; no el
hacerme autor o escritor para otros". Lichtenberg fue más
asertivo: "Darle los toques finales a una obra, es decir
quemarla".
No quemo nada por distraído y además por ese veneno de la vanidad
que corre por mis venas. Cuando comencé con la escibidera (la
palabra es de mi madre) no lo hice con el avieso propósito de ser
autor, sino más bien por hastío. Andaba por ahí no con una nausea
permanente (como aquel lejano personaje de Sartre), sino más bien
con un tedio delineado en las pupilas del alma. La lectura me salvó
de ese aburrimiento nocivo y mi primer libro surgió como una
exigencia personal, luego comprendí que escribir tiene muchas e
intangibles variaciones, pero sobre todo entendí que escribir con
arte y metáfora es asunto de unos pocos o como lo dijo Francisco
Umbral: “Escribir es producir esculturas léxicas”. Intento
esculpir con palabras una escultura que proporcione otro grado de
belleza a este feo mundo, lo que deja poco margen para la
desesperación de abismo suicida.
Con eso de escribir ocurre que buena porción de personas quiere
convertirse en AUTOR(A), en mayúscula. Actrices de medio pelo,
actores de rol secundario, deportistas y todo ese mundillo de la
farándula a la criolla buscan editar su libro. En una oportunidad
Groucho Marx aseguró que el preferiría ser recordado como escritor
y argumentaba: “No estoy seguro de cómo me convertí en
comediante. Tal vez no lo sea, pero en cualquier caso me he ganado
muy bien la vida durante años, haciéndome pasar por uno de ellos”.
Esto de gente ágrafa que quiere ser autor me recuerda dos películas.
Una basada en la novela de Eduardo Liendo, Los platos del diablo.
En la película, protagonizada por el desaparecido Gustavo Rodríguez,
Ricardo Azolar, escritor mediocre conoce a Lisbeth, especie de musa,
que lo saca un tanto de su amargura, por ser sólo un escritorzuelo,
y lo acerca al entorno de amigos de Daniel Valencia, adinerado y
encumbrado escritor. Valencia fallece en circunstancias no muy
claras, dejando su nuevo libro inédito a Azolar para una lectura.
Azolar lo plagia y alcanza éxito. Al final el plagio es descubierto
y la responsabilidad de Azolar en la muerte de Valencia. La otra
película Un hombre ideal es similar. La cinta, protagonizada
por Pierre Nine, con guión y dirección de Yann Gozlan, relata la
historia de Mathieu Vasseur, de 26 años, que trabaja con un familiar
haciendo mudanzas, pero cuya aspiración es ser un escritor de éxito,
pero sólo tiene un obstáculo: su falta de talento. Con un libro
rechazado por una editorial sigue en un trabajo que no le agrada,
pero un día, en mitad de una mudanza, encuentra el diario de un
combatiente de la guerra de Argel que acaba de fallecer, solo y sin
familiares. El joven se lleva el manuscrito. En su pequeño cuarto
escribe. A Mathieu no se le ocurre nada y sólo una frase de Stephan
King, en un pizarrón de corcho, le dice: “Escribir 2.500
caracteres por día”. Decide entonces plagiar la historia y su
vida cambia radicalmente. Como vedette literaria en ascenso se
enamora. El joven escritor se convierte en un mentiroso y en un
asesino para resguardar su oscuro secreto.
Cualquiera tiene derecho a expresarse a través de la escritura.
Pienso que no hacen daño los poetas del ripio, ni las Conny Méndez
de la autoayuda, mucho menos los profesores de literatura comparada y
sus bostezantes libros de año sabático. Lo perjudicial son aquellos
quienes creen que los libros pueden transformar la vida. El más
famoso personaje creado por Cervantes lo creyó e intentó llevarlo a
la práctica y todo fue un imponente desastre. Creía que el mundo de
las palabras de alguna manera trasmutaban el entorno real o como lo
escribió Marthe Robert: “Pero don Quijote no se deja desanimar tan
fácilmente y si no puede crear la palabra viviente que, según él
cambiaría el mundo, al menos hace el esfuerzo de preservar a su
alrededor la precisión, la propiedad y la pureza del lenguaje, cosas
sin las cuales el advenimiento lejano de la justicia es una quimera.
(…), don Quijote sobresale en su papel de guardián de las palabras
que, sin la menor duda, la va mucho mejor que el de exterminador de
armadas,(…) desecho, apaleado, muerto de hambre, don Quijote
todavía tiene fuerzas para enderezar un giro vicioso, condenar una
impropiedad o remplazar por una expresión precisa un discurso
superfluo. Al cura, que lo ve mal y lo cree ferido, don
Quijote le responde: Ferido no…pero molido y quebrantado”.
Se queman libros y se erigen murallas, lo dice uno con un estilo
borgiano en pobre. Pero esas murallas intangibles se edifican con los
ladrillos de nuestros prejuicios, de esos terrores infundados e
infantiles. En nuestra piel de lectores (como don Quijote) queremos
que la realidad se amolde al poema o a la ficción leída, deseamos
que la realidad sea en sí misma una escultura léxica de la belleza.
Cuando se escribe esa otra hoguera, la del olvido es más viva y
ardiente. Francisco Umbral lo supo siempre y ante la pregunta:
¿Escribe usted para sí mismo, para el público, para la
posteridad... ?, respondió: “Escribo para la hoguera, como todos”.
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