Yony
Osorio
“El
poeta no vive del oficio, muere de
hambre
y desesperanza; incendia las
palabras, calcina
hojas enteras;
es un jugador desterrado de la memoria”.
(González,
José, 2007:133)
A
propósito de haberse realizado un encuentro de la Red Nacional de
Escritores de Venezuela en la ciudad de Barinas, precisamente
mientras esperábamos la entrega de los premios “Compañeros de
Viaje” en el teatro Orlando Araujo, nos dirigimos hacia un sencillo
restauran a escasos metros del mismo lugar en donde tuve la feliz
ocasión de recibir de manos de José Gregorio González Márquez el
libro Rostros
de la insidia,
claro
está a instancia del escritor yaracuyano David Figueroa, quien no ha
tenido reparo alguno en presentarme a sus amigos escritores; hecho
este que me permitió aproximarme al mundo poético de este autor de
la Azulita, estado Mérida, creador de una obra que va desde Alegoría
del olvido, Mujer profana, Espejos de la insidia, En cualquier
estación y Rostros de la insidia
hasta libros dedicados a la literatura infantil dirigida a niños,
adolescentes y jóvenes, como Caballito
de madera,
La
ranita amarilla,
La tinta
y otras historias
y El
rabipelao,
entre otros. Además, este escritor es frecuente articulista del
semanario cultural del Poder Popular de la República Bolivariana de
Venezuela: “Todos adentro”.
Rostros
de la insidia
(2007) es una edición de la Asociación Civil Gitanjali, apoyada por
el Instituto Autónomo Centro Nacional del Libro (CENAL), con portada
que lleva estampada la obra del artista Braulio Rodríguez,
fotografiada por Néstor Tarazona. Este trabajo nos brinda todo un
hecho estético que pone en tensión las antenas del alma y enriquece
las dimensiones de la experiencia en cuanto a percepciones,
impresiones, recuerdos, impulsos, sentimientos, imágenes e ideas
sobre la vida y el mundo contenidas en cada una de las páginas de
esta obra.
El
libro de José Gregorio González Márquez reúne un conjunto de
textos que expresan el panorama de un discurso poético autónomo en
torno a cada uno de los poemas seleccionados, los que se constituyen
en piezas líricas para estructurar la antología Rostros
de la insidia;
pero que es unificado mediante el hilo conductor de un “jugador
desterrado de la memoria”,
como apunta el poeta (Ibídem: 133). Es esta disposición textual la
que nos permite decir que allí tiene cabida lo transitorio, la
nostalgia, el olvido, lo efímero de la vida, “la revelación de
una experiencia o raptos místicos”, el recuerdo, el tiempo, la
ausencia, lo erótico, lo onírico, lo lúdico, lo trágico, el
humor, el amor, el cuerpo-templo-ciudad-palabra, el silencio, lo
eterno, el movimiento, el grito callado, la angustia, la
incertidumbre, el espejo como símbolo, la taberna, la muerte, la
nada, la experiencia vital, la existencia, la soledad, el pesimismo,
el mito de Maíz sobre el origen de la vida (Pachacamac) y lo poco
que somos en este permanente cambio heracliteano; en fin, “Palabras:
costras duras, esqueletos-soporte para que el mundo no desfallezca en
el esplendor o disolución”
(Ossott Hanni, 1979: 18). En consecuencia:
“Somos
puntos infinitos en el universo
somos creados para vivir
debemos
aprovechar
hasta
el último instante
somos agua
cósmica
palabra
y fin
nada
y algo”
(Ibídem: 17)
De
esta manera, nos encontramos con un corpus
lingüístico, textura espiritual que recorremos oscilante partiendo
de los libros que le dan orden organizacional a la antología que
lleva por título Rostros
de la insidia, en
donde se incluyen obras como: Alegoría
del olvido
(1991), Mujer
profana
(1995), Espejos
de la insidia (2003)
y Rostros
de la insidia
(2007).
Ahora
bien, recibimos con beneplácito esta construcción poética que,
además, la asumimos también como templo-ciudad, puesto que una voz
lírica nos sumerge en las honduras de la fugaz existencia; y decimos
ciudad-templo porque acompañaremos y habitaremos ese santuario del
poeta merideño que nos brinda y abre los abismos de su palabra,
identificable con su querida ciudad de Mérida o aquella Ítaca,
presumimos, disuelta en la memoria. Así que este es un espacio
concebido como altar de las palabras o casa-cuerpo de ese “soplo
vital”. En tal sentido confirmamos que:
“Esta ciudad
se ha
convertido en templo
donde escucho tu voz
donde le rindo tributo
a la marea
incesante
desprendida
de tus pupilas
cuando tu rostro
se ilumina de
amor
En esta ciudad posan
las aves
los niños
las tardes
tu sonrisa”
(Ibídem: 31)
Otro
universo que se revela es la ciudad nombrada, en donde habita esa
palabra desgarrada que desde ahora en adelante nos construirá y
des-construirá en la fugacidad: “fantasía
que habita en el alma del ser humano y es el arma más cercana que
este tiene para tallar su huella en la vida a través de la
materialización de su mundo onírico y de su vasta parcela pensante
y sentida”.
Entonces, transitemos la otra morada de José Gregorio González
Márquez, la que a su vez es cuerpo, palabra y templo. Por lo tanto,
creemos también que este otro poema que citaremos puede ilustrar lo
dicho en cuanto a los varios sentidos que adquiere este paisaje
interior. Además, no estará mal recordar a Gastón Bachelard en su
Poética
del espacio
(1975: 34) cuando reconoce los escenarios poblados de ensueños y que
se constituyen en espacios habitados por las palabras: “Porque
la casa es nuestro rincón del mundo. Es -se ha dicho con
frecuencia-nuestro primer universo. Es realmente un cosmos”.
“Me
confieso
mítico
entre los enigmas
descarto
la intromisión
de
fantasma ancestrales
Aletargado
recorro
la vieja casona
donde
habitan los embrujos”
(Ibídem: 55)
LA
TRANSCENDENCIA DE LA PALABRA
La
palabra es transcendencia ante la muerte, perpetuidad: “esta
perdura por siempre”
(Ibídem: 31). En muchas ocasiones, en el poemario, ésta se comporta
como ilusión catártica, como refugio ante la pesadumbre.
En
esta escritura podemos percibir el pesimismo del ser para la muerte,
para la nada; ello desemboca en el sentimiento de lo trágico que
invade el Yo poético al expresar la angustia: “solo
la nada/ me habita”
(Ibídem: 12). Aunque un destello de Eros se desprenda, apenas
susurro, alivia la condición humana en virtud de la incertidumbre.
Pues la palabra, soplo sonoro, recuerdo, nostalgia, celebración,
también mitiga el rigor de la existencia.
Como
la vida es un transcurrir, tránsito hacia la noche absoluta,
entonces el hombre inicia la búsqueda de las palabras y resulta que
se encuentra despoblado, deshabitado, en donde le sobreviene un
estado contemplativo y en ese instante el ser se presume sólo
existencia, es decir, en relación consigo mismo; sin embargo, como
diría (Martin Buber, 1977: 26-27): “Ya el hombre no es una cosa
entre las demás, ni puede poseer un lugar en el mundo. Como se
compone de cuerpo y alma, se halla dividido entre los dos reinos, y
es a la vez escenario y trofeo de lucha”. Por ello:
“Uno
sueña con evadir
los escombros de la
existencia
y
repetir cincuenta veces
la aventura de vivir
uno
renueva con frecuencia
la
osadía de caminar entre el viento
y
alejar los días de nostalgia
para que nos no
ahoguen
uno
crea ilusiones
y marcha hacia el
infinito para olvidar del todo
la
pesadumbre”
(Ibídem:
11)
Se
constituye la palabra en la casa del poeta, testigo de la existencia,
las cosas, la vida, el acontecer cotidiano, el olvido, la historia,
la poesía, la soledad y la muerte, en donde se debaten “Las
interioridades del alma”.
Al respeto, este estado de soledad implica una reflexión profunda
de “el
hombre y sus circunstancia”,
como lo expresara Ortega y Gasset; también lo hallamos en la amplia
y clara afirmación de Buber citada con antelación. En este caso, en
el poema que citaremos a continuación se visualiza el estado de
desolación, entre otras cosas. Así que “La
nada permite el regreso al cuerpo deshabitado de lo mental”
(Ossott, Hanni, 1979: 35). De igual manera, la palabra es sólo
resonancia de una voz ahogada en el silencio:
“Al
volver a casa
deshabitado de tus
caricias
siento
crecer las paredes
a
mí alrededor
Nada
el
absoluto vierte sus mentiras
al infierno
Me
convierto en confidente de mi soledad
suelo
asegurar a mis camaradas
lo
equivocado de llevar
una vida
silente vacía
sin
embargo
sólo
la nada
me habita”
(Ibídem:
12)
Aquí
el hombre está atrapado en las cadenas del tiempo con su presente,
pasado y futuro. La presencia de Heráclito casi que inalterable con
su fluir constante y por ende la fugacidad. Por otro lado, el tiempo
pasado de un Jorge Manrique se instala en el recuerdo y el espejo
desfigurado de la imagen recurrente que nos devora: “Su
yo visto en el espejo del lenguaje y no en su inmediato modo de ser”
(Briceño Guerrero, 1977: 97). En tanto:
“Así
pasa
sin que el tiempo
detenga
sus tentáculos
dejando
un hado
de
luz entre
hombres y montañas
así
pasa
como si los
instantes marcharan
a un
juicio centenario
como
si el verbo
trasmitiera nostalgia y
pesadumbre
así
pasa
la edad”
(Ibídem:
37)
No
estaría demás insistir en las palabras certeras de Buber cuando
reflexiona sobre el hecho de la soledad, las que consideramos como
elementos que confirman la contundencia de este tema en la obra
Rostros
de la insidia
de este poeta merideño, en tal sentido afirma este antropólogo que:
“El
hielo de la soledad es cuando el hombre, implacablemente, se siente
como problema, se hace cuestión de si mismo, y como la cuestión se
dirige y hace entrar en juego a lo más recóndito de si, el hombre
llega a cobrar a experiencia de sí mismo”.
(Buber, Martín, 1977: 24):
“Transmuto
el metal
a
sabor amargo
mi
alquimia reduce
las
pisadas que hollaron
mi
carne
el
verbo simple
abatido
por el desamparo”
(Ibídem: 92)
“La
rebeldía ante la muerte contrasta con la habitual aceptación
estoico de lo inevitable”. En tono conversacional se desliza la
ironía en cuanto al retorno de la materia muerta, que sólo se
reaviva en la ficción de esta Alegoría
de Olvido:
“Volver
sentir de nuevo
los años
perecidos
levantar
los huesos
de la tierra
acomodarlos
en jardines
para
que las flores no marchiten
resulta
innovador
para
conminar a los demás
a vivir”
(Ibídem:
38)
EL
CUERPO, TEMPLO DE LAS PALABRAS, MORADA DEL SER
La
angustia y el dolor soterrado se debaten en las profundidades del
ser, caverna, receptor, lugar donde se alberga el soplo sonoro, la
palabra, ese grito callado que se torna la noche de la casa,
–cuerpo-muerte anticipada; totalidad que implica el cuerpo, templo
de las palabras, morada del ser. Pues:
“La
palabra –el habla- es la casa del ser. En su morada habita el
hombre. Los pensantes y poetas son los vigilantes de esa morada. Su
vigilar es el consumar la apariencia (= manifestación) del ser, en
cuanto ellos, en su decir, dan a esta palabra, la hacen hablar, y
conservan en el habla”
(Citado por Hanni Ossott: 75).
Poeta José Gregorio González Márquez |
El
destierro y el amor están presentes, pero también el deseo de
cobijo coexiste como una paradoja. La mudanza, lo ido y desvanecido
suponen la angustia de salir de la tierra natal para vivir en otra.
Ese cuerpo desgastado se vuelve osario receptor de imágenes raídas,
nicho de fragilidad, puesto que se acentúa la palabra en la
inquietud del exilio-destierro.
La
soledad es siempre una carga dolorosa. Sin embargo; el elemento
erótico brinda sus delicias eróticas y se manifiesta como reino que
incita desbordantes senos que habitan la casa-cuerpo multiplicada y
metaforizada en oasis-espejo, atadura del pensamiento, fuente de
interrogantes, lo celeste, lo cósmico, lugar del misterio, caja de
Pandora, vieja casona donde habitan los embrujos, templo de
destrucción, tumba de la palabra, signo de la distancia, lugar del
sacrificio, altar sagrado que ofrenda la carne al ritual del fuego,
sortilegio, lugar para conversar con otros, savia, fortaleza, confín,
infinito y fuente de recepción inspiradora-motivadora donde
predomina la fugacidad, el transito y lo efímero. Todo ello
cimentado mediante análogas e hilvanadas imágenes recurrentes que
configuran lo transitorio: “reloj
de arena”.
Así que el cuerpo, templo de las palabras, morada del ser es el
movimiento interno de la desolación y muerte donde todo se
transfigura en palabra-mujer y se asume como la casa del lenguaje en
un perenne saberse limbo, sosiego, deslumbramiento, chispazo del ser,
memoria y profano-templo de las palabras. En consecuencia, el cuerpo
del deseo, casto y distante se mimetiza con la naturaleza como si le
proporcionara a éste el espejo donde ambos, deseo y cuerpo se
reunifican en el comienzo del Edén, permaneciendo sólo el recuerdo
fragmentario desvanecido en el olvido de la Mujer
Profana-templo
de las palabras:
Así
que: “La ciudad, el mundo, se convierten en templo en el cual el
hombre se refleja en su microcosmos, con brazos y piernas
extendidas, que se proyecta y refleja en el templo ciudadano. Se
construye así una ciudad ideal que tiene por centro la figura
humana. O se determina ésta como el núcleo de significación y
sentido del cosmos mismo. Se prepara, de este modo, el encuentro del
testigo, auténtico templo del espíritu, con la presencia espiritual
(Triana, 2006:34).
“Mujer
asumes
tu cuerpo
como
altar sagrado
ofrenda
tu carne
al
ritual del fuego
En
el templo donde habitas
se
profana la solemnidad
Acierto
a
pasar en siglo”
(Ibídem:
61)
LAS
PALABRAS SUBORDINAN AL PENSAMIENTO
Ante
el siguiente enunciado: “Las
palabras subordinan al pensamiento”
con el que iniciamos este subtema en nuestra empeñada lectura de
este poemario, y que también encontramos en forma de verso,
consideramos realizar una consulta de autores reconocidos para un
poco tratar de acercarnos al sentido que implica esta expresión en
el contexto del poema que citaremos al final. “El
lenguaje tiene sus raíces en el habla”.
“Quiero decir que nada vale como lenguaje, en su sentido más pleno
y claro, si no comprende la producción, recepción e interpretación
de los sonidos que se originan en los “tractos
vocales”
de los organismos”.
(Black, Max, 1976: 96). Por otro lado, “Algunos
lingüistas afirman que la lengua determina el pensamiento, que toda
lengua conlleva su propia visión del mundo. Si la lengua determina
el pensamiento no es menos cierto que el pensamiento también
determina la lengua, puesto que los cuentistas son capaces de
corregir las fallas del lenguaje y de dotarlo con conceptos precisos.
El pensamiento está condicionado pero no determinado por la lengua”.
(Imbert Enrique Anderson, 1998. 90-91).
“Las
palabras
me
atraen
subyugan
mi pensamiento
aun
cuando llego
a
tierras extrañas”
(Ibídem:
84)
En
esta ocasión se hace presente “La fugaz memoria cotidiana”, la
fragilidad del acontecer diario. “Mis
anhelos de poeta desconocido” / “Ungido por las palabras / las
huellas de mi exilio/ permanente soporta agonía”. / “sonámbulo
la nada petrificada espera”.
El desamparo no se hace esperar. Una especie de Sermón de la
montaña donde se mendiga la esperanza propone el derviche:
“Como
derviche
recorro
las plazas
mendigando
la esperanza
para
el oprimido
mis
canastos jamás
se
llenan de certidumbre”
(Ibídem:
93)
Una
visión de rumor, rumores de la melancolía, olvido, desesperanza
ante lo desconocido, el extraño desaliento, irreverencia-angustia
vallejiana sobre el tiempo ante el chispazo de la arrugada memoria.
“Mi soledad está signada por lo desconocido”. La ciudad es vista
como ficción con todos sus contornos, olores, rencores y olvidos.
El paisaje es la clave del recuerdo que funciona como escape ante el
avasallante continuum de la existencia, la realidad cotidiana,
fragmentos de vidas con sus motivos discurren paralelos en ese charco
de nuestro único rincón de refugio cotidiano en donde nos
estremecemos profundamente: nuestra soledad, plena de la implacable
memoria aunque sea apenas rumor de melancolía:
“La
ciudad
se
abalanza sobre mi rostro
escapo
entre callejones
urdidos
de sueños
Decidido
a liberarme
de
la desesperanza
recuerdo
que mi soledad
está
signada por lo desconocido”
(Ibídem:
96)
Aquí
hallamos al hombre en plena existencia con toda la carga de su
incertidumbre, ése visualizado por Sartre. Ahora se torna
cuerpo-habitáculo-devorador del verbo, represor. En tal sentido, el
aprehensivo Eros de nuevo renueva la figura perdida. Entonces,
aparece el ser del hombre ante el eterno retorno, la unidad ante la
pluralidad de entes, cosas, seres, el hombre desgarrado, sentado
sobre sí mismo en el pedestal de la soledad de su ausencia/
presencia iluminada por la absoluta presencia ante el inconmensurable
universo como dijera Ernesto Sábato: “Uno
y el universo”.
Tal vez estemos ante el extrañamiento de la Ítaca de Ulises,
evocación socorrida por el hecho de la llegada-partida a ese puerto
que somos:
“He
regresado a la misma plaza
los
árboles me miran
desde
el fondo de su savia
las
palomas extraviadas
acuden
hasta el pedestal
donde
se inclinan
un
héroe desconocido
mis
cabellos apenas
sucumben
al polvo amargo
levantado
por la resolana”
(Ibídem: 106)
Impresas
están las viejas huellas de la piel desgastada que son
reminiscencias del inatrapable tiempo que se incorpora a la
meditación para comprender el acontecimiento vital en la
intemporalidad de las palabras. Pues nos preguntamos si ¿a caso
podemos intuir el Borges de los espejos dormidos de aquel rincón del
Aleph? Percibimos el grito o la exhalación apostrofada al discurrir
de todos los idos y los reclamos al tiempo en la vida con sus
vicisitudes, diría Ortega y Gasset: “El
hombre y sus circunstancias”.
No alcanzamos explicarnos ¿cuál es la guerra que nos pertenece si
somos la historia del horror que a cada instante agujereamos con los
cuchillos de la insidia, y no alcanzamos la paz si anhelamos la
guerra? Estamos sembrados en la militancia del tránsito de la
elección: vivir-morir en estos Espejos
de la insidia:
“Donde
están los antiguos espejos
las
sabanas raídas
las
habitaciones
con
números indescifrables
y
los taxistas cómplices
Dónde
quedo el amor”
(Ibídem:
109)
LAS
ÚLTIMAS DE LAS MORADAS, LA PALABRA
Si
“La
palabra constituye la esencia del mundo y la esencia del hombre”
(Gusdorf: 33-41), entonces los votos de pobreza mediante el ejercicio
del re-ligar son actos propiciadores de ese encuentro con el templo
en el silencio de la oración, en el encuentro con lo espiritual, lo
místico: la última de las moradas, la palabra:
“Lavo
mis manos para iniciar el ritual de la
purificación. Postrarme
ante los dioses, olvidar
las
voces del derredor, abstraerme de la
palabra
escrita significa superar las
visiones
materiales. Me vinculo al alfa y al
omega,
abandono mi cuerpo para
reencontrarme con la
santidad”.
(Ibídem:
122)
Confluye
también en esta obra el sueño como materia-proceso cíclico, la
escritura. El espejo como imagen, la alteridad, la lírica mística,
la ironía, el tema del suicidio como una forma de la angustia.
No
es casual encontrarnos en el recorrido por este poemario con el
recuerdo de Alberto Lovera, héroe de la resistencia abortado por el
mismísimo mar, luchador-víctima de la democracia representativa,
torrente masa líquida que tampoco quiso su muerte. Aquí en el
tratamiento a este se conjugan la-confesión-homenaje.
“Sembrado sin su
consentimiento, el mar
No
lo aceptó pues ama la libertad.
LOVERA
siempre”
(Ibídem:
129)
El
poeta toca el tema ecológico, la prostituta reivindicada a través
del tiempo, el tránsito, la sensualidad. El poder lúdico de la
palabra es fuero de la memoria poética, hecho verbal que gira en la
bitácora de lo inconmensurable. Así que con la agonía a cuesta la
poesía es un acto donde la mirada lo abarca todo, lo pequeño, lo
indiferente desde el detalle a lo insignificante, lo misterioso, lo
horrendo, lo agónico, estado del ser en su miseria diaria
“Vive
el despojo de la mañana
cuando
transcribe las horas
y
desdobla sus pasos
con
la agonía a cuestas”.
(Ibídem:
134)
Cuerpo-cavidad.
Gestualidad. El ser disgregado. Eros abatido o abatiéndonos. La
resaca de todo lo vivido, todo lo pasado. Especie de poemas
sentenciosos, la brevedad asoma su contenido sintético.
Desprendimiento. Mito indigna del origen de la vida mediante la
imagen del Maíz-Pachacamac, símbolo. Artesano, símbolo del
creador. La validez en otros tiempos, pero aun guarda algunos
enigmas. Nostalgia, recuerdos en los Rostros de la insidia:
“El
poeta construye en secreto
El
árbol de la vida
En
su lenguaje intuye
El
sigilo que dibuja el tiempo
Vagabundo
de horas
Se
encadenan a la pasión”
(Ibídem:
92)
REFERENCIAS
González,
José G. M. (2007).
Rostros de la insidia. Antología. Mérida: Asociación Civil
Gitanjali
(Ibídem:
133,17,31,55,9,12,11,12,37,38,61,109,92,145).
Guerrero,
Briceño. (1970). El origen del lenguaje. Caracas-Venezuela: Monte
Ávila Editores. Pág. 97
Buber,
Martin. (1977)¿Que es el hombre? México. Fondo de Cultura
Económico. Pág. 26-27
Bachelard,
Gastón. (1975). Poeta del espacio. México. Fondo de Cultura
Económico. 2da
Edic. En español Pág. 34
Hossott,
Hanni. (1979). Imagen en ausencia en memoria. Caracas: Monte Ávila
Editores pág.
Black,
Max. (1976). El laberinto del lenguaje. Monte Ávila Editores. 2da
Edic. Pág. 96
Imbert,
Enrique A. (1998). La prosa. Modalidades y usos. Barcelona-España:
Ariel, S.A. Pág. 90-91
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