Antonio Rubio
1.-Poesía en la casa:
nanas
La
casa en donde nací estaba en una calle empedrada con cantos, y en
los cantos resbalaban las mulas, rechinaban sus herraduras y saltaban
chispas como de la piedra de los afiladores. La casa estaba en un
pueblo que tenía un río, y el río tenía un puente medieval con
once ojos. Y en cada ojo anidaba un sinfín de vencejos. Cada uno de
los extremos del puente pertenecía a una provincia distinta. Se
podía viajar de Toledo a Cáceres en un santiamén. Del nombre de la
calle en donde la casa estaba, me he olvidado porque trae a la
memoria el recuerdo de una guerra.
La
casa tenía dos pisos. El de arriba se llamaba troje (en otros sitios
le dicen altillo o doblado), y era el lugar donde se guardaban las
conservas, la matanza, las figuras del belén, los trastos,
cachivaches y achiperres, lo perdido, lo invisible, lo inasible, la
zozobra. En la troje habitaba el miedo. Entre una permanente
semioscuridad y un chorro débil de luz mortecina que penetraba por
el tragaluz... vivía el miedo. Aquel chorro luminoso estaba lleno de
partículas de polvo, miles de partículas de polvo que se
desplazaban como minúsculos planetas.
Nunca
llegué a ver al miedo, o eso creo, pero lo sentí y advertí el
desasosiego que procura y casi podría dibujarlo: era como un gas
grisáceo que tomaba la forma del recipiente que ocupara; y, en este
caso, era del tamaño de la troje y con su forma, pero sin aristas,
con contornos de nube, como descosido a jirones y con olor
indescriptible. El miedo me conocía y sabía de mi presencia como yo
de la suya, pero nunca quisimos pararnos a hablar. Ya lo presentía
nada más empezar a subir las escaleras; y a medida que avanzaba se
agrandaba su presencia. Hasta que llegado a la puerta de la troje, la
empujaba despacio y se me ponía como una pinza de la ropa por la
tripa y un aguijón de fuego por las sienes.
El
chirriar de la puerta me recordaba el Duérmete, niño, / que
viene el coco, / y se lleva a los niños / que duermen poco, que
viene el coco, nombre de lo innombrable, y me escapaba a la carrera
escaleras abajo trastabillando. A la parte de abajo de la casa, donde
nunca llegaba el miedo. Allí hacíamos la vida, y allí estaba la
habitación de mis padres; y, destacando entre los muebles, la vieja
cama de metal niquelado festoneada de flores, la cama barco de todos
los sueños familiares y, también, por tanto, de mis sueños. La
cama donde nos regalaron nuestras nanas: las que debieron de cantarme
y conocí más tarde al escuchar las que cantaban a mis hermanos,
mientras era espectador atento del cantar:
Ea,
ea,
la
niña de la Andrea,
que
tiene cuatro patas
y
ninguna se menea.
¡Qué
absurdo, cuatro patas! Pero no interesaba la letra, claro. ¿Cómo
iba a importarnos aquella monstruosa hija de la Andrea? ¿Qué
sentido podría tener aquel canto grotesco para acunar a un niño?
Tal vez que la única razón de ser de la nana sea el ritmo, las
sílabas medidas, que es gran maestría, la rima, el vaivén
adormecedor, los brazos aseguradores, el olor de la persona amada, y
su voz cadenciosa, el rumor que acompaña el oscuro viaje por las
aguas inciertas del sueño.
Normalmente
era tarea de mi madre aquella de adormecernos y llevarnos a la cama.
Y era mi madre una mujer joven de pelo negro y rizado, ojos del color
de las nueces, rostro de hermosas facciones blancas y finas, y mucho
brío. La recuerdo enérgica y ágil como una cierva. Se servía de
estas canciones para acostarnos, empezando el rito al anochecer, si
era verano en el patio; y junto a la lumbre, dentro de la casa, si
era invierno.
El
patio era verde por culpa de una parra, se filtraban solemnes y
sumisos, /
primogénitos del alba, / unos rayos, caricias
cadenciosas, / al trasluz de las hojas de la parra; una parra
frondosa que tamizaba sabiamente la luz, y el cuarto de invierno era
todo rojo por culpa del fuego. Recuerdo también a otras mujeres,
familiares o vecinas, porque aquella casa estaba abierta y entraban y
salían con frecuencia, y cogían a los niños, nos cogían, y nos
alzaban y meneaban con destreza, y nos hacían carantoñas y fiestas.
A veces no era agradable ser zarandeado, volteado, izado y arriado
como un trapo, pero resultaba inexcusable, una especie de tributo que
pagábamos por ser pequeños.
Durante
el día aquella casa era un territorio de mujeres: mujeres con
sombrero de paja para enjalbegar paredes, mujeres con escobas de
retama y recogedores metálicos, y braseros de picón y badilas;
mujeres que hablaban y cantaban indistintamente, o a la vez, incluso;
mujeres con ropajes y mandiles de amplio vuelo, y pañuelos floreados
en la cabeza; mujeres que al pasar removían el aire con garbo y
dejaban un rastro de fresco olor y leve misterio. Tengo también por
mía aquella canción de cuna que promete al niño un cucurucho de
almendras cuando se duerma:
A
este niño chiquito,
su
padre le quiere mucho.
Dice
que le va a traer
de
almendras un cucurucho.
Tal
vez porque el padre solía estar fuera. Mi padre casi siempre estaba
fuera de casa, excepto a las horas del almuerzo y cena, y para cerrar
a última hora la cancela, echar los cerrojos y apagar las luces.
Casi todos los padres trabajaban fuera de las casas; excepto, claro,
el herrero, el panadero, el boticario, los alfareros y pocos más.
Por tal motivo, su regreso era esperado con deseo, y además porque
casi siempre nos traían algo. En mi pueblo solía ser piñones o
almendras garrapiñadas, si eras niño; y un cacharrito de barro si
eras niña. Las niñas tenían de barro todos sus juguetes: platitos,
vasos, azucareros, pucheritos, tacitas... Todo ello de cerámica
idéntica a la vajilla doméstica, pero en miniatura.
Y
no olvido aquella nana clásica que avisa al niño de su somnolencia
y alaba su quietud. Se diría que trata de convencerle de las
ventajas del sueño y de la necesidad de que la madre termine sus
trajines y pueda descansar un rato junto al fuego con los hijos
mayores y el marido:
A
la nanita, nana,
nanita,
ea,
mi
niño tiene sueño,
bendito
sea.
Mi madre solía cantarnos de pie, balanceando todo el cuerpo con las
piernas en aspa, adelante y atrás, y los brazos en cesta recogiendo
nuestro cuerpo. A veces no estaba quieta en el sitio y daba pasitos
cortos. También tengo visto en mis hermanos, que si el sueño se
retrasaba o ya estábamos dormidos, ella se olvidaba de la letra y se
quedaba con el soniquete nasal rítmico. Porque las nanas eran poco
variadas, solían ser dos o tres idénticas en el repertorio de cada
casa, y, posiblemente, de todo el pueblo.
Ahora tengo en la memoria docenas de nanas, quizás más hermosas,
pero menos mías. Están mezcladas con las mías, pero no
confundidas. Son las nanas que vinieron después, a través de los
libros y por otros conductos. También he sucumbido a la tentación
de inventar alguna:
Tus
ojos son cerezas
de
mi cerezo,
ciérralos
despacito
mientras
te mezo.
Ea,
ea.
Tus
piernas, lagartitos
del
lagartal,
que
me pisan las flores
del
delantal.
2.
Poesía en la casa: rimas corporales y bichitos
Junto a las canciones de cuna, y más tarde en el tiempo, había
otras que se empleaban para hacernos arrumacos. Aquel Ajo, ajo,
ajo... continuado y gutural que te decían rítmicamente mientras
pasaban sus dedos en acordeón sobre tus labios, y tú tratabas de
imitar. Aquellos Cinco lobitos / tiene la loba ,/ blancos y negros
/ detrás de la escoba... que te cantaban mostrándote su mano
adulta, tic tac, como un péndulo de reloj que te obligaba a seguirle
con la vista. Aquellas Palmas, palmitas, / higos y castañitas, /
azúcar y turrón, / para mi niño son, que te decían dirigiendo
tus manos para que averiguaras la sonoridad de tus palmas al chocar,
y que tú luego imitabas con más gracia y menor fortuna, porque tus
manos se resistían a conservar el compás convenido, e incluso a
chocar entre sí. O aquel Mira, / un pajarito sin cola, / ¡mamola,
mamola, mamola! que se proponía engañarte desviando tu mirada
hacia otro sitio para pillarte desprevenido y hacerte cosquillas en
la garganta. O aquél Si vas a la carnicería, / que no te corten/
ni por aquí, / ni por aquí, / ni por aquiií... que tú
consentías soportar expectante a sabiendas de que el final no era
otro que hacerte cosquillas en el sobaco.
Para las manos había infinidad de juegos: Para pellizcar: Pinto,
pinto, / gorgorito, / vende las vacas / a veinticinco. / ¿En qué
corral? / En Portugal. / ¿En qué calleja? / La Moraleja. / Esconde
la mano / detrás de la oreja. Para simular dádivas: Pon,
pon, / nenito, pon, / dinerito / en el bolsón... Para construir
torres de puños: Pum, puñete, / cascabelote / ¿Qué tienes ahí?
/ Oro y plata / ¿Quién lo guarda? / El rey de España... Para
conjurar: A la buenaventura, / si Dios te la da, / si te pica una
mosca... / ¡Ráscatela!, ¡ráscatela! Para golpear las palmas:
Tortitas, tortitas, / de manteca y miel, / para que mamá / te dé
de comer... Para amasar arena: Pan blandito, / que se ponga
durito... Para contar con los dedos como protagonistas: Éste
encontró un huevo, / éste lo peló, / éste fue por leña, / éste
lo guisó, / y éste gordo, gordito, / se lo comió enterito...
Toda esta gramática parda sabiamente secuenciada, tenía la
finalidad de nombrarnos nuestro cuerpo, descubrírnoslo,
señalárnoslo, parte a parte, y de modo poético. Algo así como si
nuestros padre y madre en un principio, y los allegados después, nos
leyeran el cuerpo igual que un libro, un libro cuyas páginas ellos
pasaban señalando y cantando una a una. Y nos leían la boca, y nos
leían los ojos, y nos leían los oídos... Nos descubrían uno a uno
los sentidos: esta boca, paladea; estos ojos, ven; estos oídos,
oyen... Esta barba, barbará. / Esta boca, comerá. / Este
cachete, machete. / Éste, su compañerete. / Esta nariz, narigueta.
/ Este ojito, pajarito. / Y éste, su compañerito .
Y además, por obra y gracia de la sabiduría popular, lo hacían
ordenadamente: Primero las partes de la cabeza, una a una: Misino,
gatino, / ¿qué has comido?/ ¡ Sopitas de la olla, / y agüita del
río! (Cara). Adelante, tirante, / atrás, tirar. / Ésta para
Talavera, / y ésta para Navalcán (Orejas). No es un
botoncito, / que es una nariz. / ¡Ay, que me lo como! / ¡Ya me lo
comí! (Nariz). Mi abuelo, / como era viejo, / tenía barbas
de conejo, / y mi abuela Catalina, / tenía barbas de gallina
(Barbilla). En esta mesita, / mesita del mesar, / un ratoncito
/ salió a pasear (Frente). Por los montes de Tolosa, / donde
ocurren las bonitas cosas (pelo)...
Y, después del análisis, la síntesis; como tras la morfología la
sintaxis: ¿Hasta dónde estás de papá? / Hasta aquí, hasta
aquí, hasta aquí. O Date, date, date, / date en la mochita, / date,
date, date, / hasta que te canses.
Y el recorrido corporal se organizaba lógicamente de arriba abajo:
Cabeza, manos, brazos, piernas: Arre, borriquito, / vamos a Belén,
/ que mañana es fiesta, / y al otro, también. O...Al paso, al paso,
al paso. / Al trote, al trote, al trote. / Al galope, galope, galope,
que nos hacían cabalgar sobre las piernas del padre, los tíos, o la
gente mayor, generalmente, en esta tarea hombres que se brindaban a
oficiar como recios caballos que nos llevaban cabalgando a remotos
lugares. O nos aupaban en sus piernas y haciendo espejo, con los
brazos de niño y adulto agarrados, nos balanceábamos aserrando:
Aserrín, aserrán, / maderitos de San Juan. / Los del rey, /
sierran bien. Los de la reina, / también. / Los del duque, /truque,
truque, / truque, truque...Y por último, echar a andar, pasar al
suelo para ensayar pasitos: Anda, niño, anda, / que Dios te lo
manda... O Andar, andar, / zapatitos ligeros / de cordobán...O
Este pequeñito quiere caminar / le haremos un camino de migas de
pan...
Todas estas canciones sucedían dentro de la casa, junto al fuego, si
era invierno; o bajo la parra si era verano, aquella parra perfecta
que daba al patio la luz y el aire que en cada estación se
precisara... Se entrelazan estas rimas en mi memoria y no resulta
fácil fecharlas o adjudicárselas a tal o cual persona, aunque son
mías, de eso sí estoy seguro, porque alguien las jugó conmigo o
para mí y en mi cuerpo perdura su soniquete, el timbre de su voz y
el inolvidable milagro de su música.
Y si algún leve accidente acontecía, una mano cercana te acariciaba
para curarte, porque hasta la sangre o el escozor se detenían al oír
el tierno recitado: Sana, sana, / culito de rana, / si no te curas
hoy, / te curarás mañana.
Y la casa era el lugar más seguro del mundo, porque allí se contaba
siempre con la presencia adulta o la presencia ininterrumpida de los
hermanos. Y la casa olía a nosotros. La casa contenía nuestras
cosas. La casa tenía una puerta para dejar afuera lo demás, y el
resto del mundo quedaba fuera de la casa porque aún no nos
pertenecía... Bueno, sí, sí nos pertenecían algunas cosas del
mundo que había fuera de mi casa. Nos pertenecía, cómo no, la
luna; aquella luna tan blanca que hacíamos nuestra al nombrar: Luna,
lunera, / cascabelera, / debajo de la cama / tienes la cena. O luna,
lunera, / cascabelera / cuatro pollitos / y una ternera...
Imprecación que realizábamos desde el patio, o desde la
ventana, por la noche, mirando extasiados el cielo de estrella.
Y allí, en medio, enseñoreándose en lo alto, la luna era como una
raja de sandía o como un anillo. Y decirle palabras era igual que
rezar a una diosa, la diosa de las mareas y lo cambiante, las
metamorfosis, lo divergente. Y ella nos escuchaba y sonreía. Quizás
fue nuestra primera amiga de fuera de la casa, un descubrimiento
mágico: conmovía su altura, su lejanía, su proximidad en aquel
lugar central del cielo, su repetida presencia noche tras noche, fiel
y sin desmayo.
Y cómo olvidar a esos otros seres, también un poco ajenos a la
casa, pero visitadores de la casa. Me refiero al caracol, la
mariquita, las hormigas, las moscas. Aquellos primeros bichos que nos
mostraron y enseñaron a nombrar con exquisita sensibilidad y
elegancia, con pequeños recitados que a la vez eran conjuros:
Mariquita, / mariquita, / ponte el manto, / y vete a misa. Y
la mariquita escalaba tu mano, desde la palma hasta la punta de algún
dedo, y desde aquella atalaya desplegaba sus alas membranosas y
polícromas y se lanzaba a volar. Y lo hacía tan sólo por
complacerte, porque tú se lo habías pedido; y, sobre todo, porque
se lo habías pedido líricamente.
También el caracol entendía nuestra oración y no podía resistirse
a dar cumplimiento a nuestro ruego: Caracol, col, col, / saca tus
cuernos al sol, / que tu padre y tu madre / también los sacó.
Apóstrofe, imprecación, exhortación. Y ni un solo caracol se ha
resistido jamás a la súplica poética de un niño o de una niña
que tan gentilmente se lo pidiera. Que tu padre y tu madre, /
también los sacó...Oh, curiosidades de la concordancia
infantil, que se deja también subyugar y desplazar por la rima.
Y aunque de mayor tamaño, pero de parecida inocencia, aquellas
cigüeñas blanquinegras de largo pico encarnado que se personaban
cada San Blas en la torre de la iglesia, tan altas, acrobáticas,
zanquilargas, soldaditos de plomo junto al campanario. También nos
las mostraron con soniquete rítmico: Cigüeña, cigüeña, / tu
casa se quema, / tus hijos no están, / mándale una carta / que ya
volverán. Y qué hermosa estampa, y qué elegante su porte de
zancudas jugando a la pata coja sobre los campanarios, y qué musical
su tableteo, su crotorar, y qué sonoro su nombre, sagrario alado de
la ñ castellana.
3. Poesía en la plaza pública
Y tras poner nuestros pies en el suelo y comenzar a caminar,
empezamos a convertirnos en coro de niños. De ser seres únicos y
excluyentes, pasamos a buscar nuestras similitudes con los otros,
nuestro parentesco. Y a buscarlo, no podía ser de otro modo,
líricamente: enlazadas nuestras manos, en círculo, conformando
redondeles de apariencia astral, girábamos al son de El corro de
la patata, / comeremos ensalada, / naranjitas y limones, / lo que
comen los señores / ¡Achupé, achupé, / sentadito me quedé, / en
la mesa de comer...Y en ese corro, pasábamos de ser gajo de
naranja a ser, junto a otros gajos, naranja completa y perfecta.
Dejábamos de ser sólo uno para ser más con otros, más de otros,
más por otros, más para otros... Los primeros pasitos de encuentro
con nuestros semejantes, también líricos.
Al alimón, / al alimón, / que se ha roto la fuente. / Al alimón,
al alimón, / mandadla componer... Mandad que dejen la calle libre
para taparla: A tapar la calle, / que no pase nadie, / que pase mi
abuelito / comiendo pan y quesito... Mande usted, señor
alguacil, que no paren de correr los cuatro caños de la fuente;
mande usted, señor pregonero, que se anuncie a los cuatro vientos
que ha perdido una niña el alfiler de su coleta, que ha perdido una
muchacha el hilo de plata de bordar ajuares, que ha perdido un mozo
su pañuelo bordado, que ha perdido una mujer su cántaro mientras lo
rebosaba de versos y juegos infantiles en esta plaza pública.
Pare usted, señor alcalde, el pleno de su consistorio y asómese a
la ventana para oír cómo cantan sobre la arena las niñas y niños:
chibiricoco, / chibiricoco, / yo tengo un novio, / chibiricoco, /
chibiricoco, / se llama Antonio, / chibiricoco, / chibiricoco, / yo
no le quiero, / chibiricoco, / chibiricoco, / porque es torero...Pare
usted, señor alcalde la función para ver a las niñas saltar como
peonzas bajo una cuerda que gira como anillo saturnal, al pasar
por Toledo, / me corté un dedo, / me hice sangre, / y una
cachimorena / me dio el pañuelo / para limpiarme, / y después del
pañuelo / me dio una cinta / para mi pelo, / y después del
pañuelo...Pare usted, señor alcalde, para ver cómo los niños
se elevan, a la una, la mula / a las dos, la coz / a las tres, el
pez... sobre el cuerpo agachado del borrico que la liga.
Salga y vea cómo se inician sus juegos con el ritual de echar a
suertes, que era algo así como encomendar a las divinidades la tarea
de componer equipos, o asignar empleos o turnos. Funciones de tal
delicadeza y seriedad que precisaban de la intervención de los
hados, y de la rima: Una, dola, tela, carola...China, china,
capuchina...En un café se rifa un pez... Tengo un gato en la cocina
/ que me dice la mentira, / tengo un gato en el corral, / que me dice
la verdad...
Aquella plaza era la geografía de nuestros juegos, nuestro escenario
de rimas. La literatura se hacía juego, tenía lugar la extensión
más alta de lo poético: verso, canto y movimiento en perfecta
conjunción... Es entonces cuando se producía el sagrado milagro del
juego: el cuerpo de los niños y niñas poniendo voz y ritmo y danza
a la palabra poética... Y se disponían los soportales para el juego
de las cuatro esquinas y como resguardo de la lluvia; y la
fuente para el torito en alto; y la pared de la iglesia para
frontón; y la tierra húmeda de lluvia para el clavo con la lima del
herrero; y el suelo seco para las canicas del alfar, y el triángulo
y la trompa con cordel de zapato y moneda de agujero de a real; y el
guá, y el aro de culo de cubo, y el pañuelo, y luz...Y la calle
estrecha para esconder el cinto y las tabas; y los árboles para
portería; y los barrotes de la ventana para burro; y los poyos de
piedra para saltar y jugar a la aceitera, / a la vinagrera, / al
ras con ras, / amagar y no dar. / Dar sin reír, / dar sin hablar, /
un pellizquito en el culo, / y a echar a volar, echar a volar...
Ese mismo escenario de juegos se extendía a las callejas cercanas
cuando en las noches de verano se jugaba al escondite, juego
numeroso y bullicioso y silencioso. Tras larga cuenta numérica se
advertía finalmente: Ronda, ronda, / quien no se haya escondido /
que se esconda, / que va la liebre gorda, / que va y que fue...
Y, acto seguido, el silencio. Quedaba la plaza muda para proteger a
la recua de chiquillos escondidos tras bancos, árboles, soportales,
columnas y esquinas. Ni una sola voz en la plaza, como si un viejo
flautista hubiese regresado y caminase con toda la chiquillería
hasta el río que tiene un puente de once ojos y hace frontera entre
Cáceres y Toledo... Y cuando sonaba atronadora la voz de la madre
que reclamaba la vuelta a casa, se rompía el sin tiempo, se deshacía
el paraíso de lo intemporal...
Mi
patria era una plaza
con
una fuente en medio,
un
suelo de canicas,
soportales
de invierno.
Mi
patria era una plaza
con
una fuente en medio,
y
cuatro chorros de agua
como
violines viejos.
Mi
patria era una plaza
con
una fuente en medio,
y
un celemín de niños
doctorándose
en juegos .
Mi
patria era una plaza
donde
es olvido el tiempo.
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