Irene Vasco
Me piden hoy que me lea a mí misma a través de mis lecturas. Extraño ejercicio para quien pasa la mayor parte de su tiempo leyendo a otros, para quien asume y acepta como vocación inquebrantable el llenar de lecturas a cuanta persona, niño, joven, adulto, viejo, se le atraviese. Trataré de hacer un recorrido por las lecturas más significativas, las que marcaron mi vida en diferentes momentos.
Nací leyendo: leyendo las voces en español y en portugués de mi abuela antioqueña y de mi mamá brasileña, que me cantaban y me contaban las nanas y arrullos que a su vez habían leído en las voces de sus propias madres. Entre el Tutú marambá y el Pizingaña pizingaña, palabras igualmente mágicas, enigmáticas, restauradoras, aprendí a leer que alguien estaba cerca de mí, que me acompañaba, que me cuidaba, que me curaba de miedos y de incertidumbres. Esas primeras palabras pronto se ampliaron y otras, igualmente mágicas llenaron mi vida: muchos, muchísimos cuentos de hadas, de castillos, de príncipes y princesas, narrados por esas mismas voces y enriquecidos por libros de láminas, me sirvieron para interpretar el mundo y reescribirlo desde diferentes puntos de vista.
Esas lecturas iniciales pronto se acompañaron de otras voces, menos cercanas, pero igualmente eficaces a la hora de abrir mi apetito por las historias: las empleadas que trabajaban en la casa. Al compás de la plancha que iba y venía sobre las camisas, los escalofriantes relatos de Anita y Edelmira me obligaban a esconderme en el fondo de la canasta de la ropa limpia. Este escondite me permitía oír con la suficiente claridad, pues no quería perderme ni una sola palabra, pero a la vez deseaba desaparecer de esos seres que parecían convivir en nuestra propia casa: el diablo, las brujas, el sombrerón, la llorona, la patetarro y otro sinfín de personajes igualmente perversos, que eran narrados por ellas y devorados por mí, tarde tras tarde en el cuarto de atrás. Salir de ese cuarto, atravesar la casa, subir las escaleras, acostarme sola en mi habitación, era la aventura diaria a la que tenía que sobrevivir después de las intensas lecturas, sin libros presentes, de los atardeceres bogotanos.
Seguir haciendo el recorrido por las historias que me formaron como lectora de libros de verdad, de los que traen muchas letras, es remontarme por la geografía y las voces de Colombia y volver a escuchar a Esteban Cabezas, con su Tío Guachupecito navegando por el Río Cauca, y a Manuel Zapata Olivella, acompañado al tambor, narrando las aventuras del Tío Conejo y del Tío Zorro, con todos nosotros sentados a su alrededor. Ellos narraban, cantaban, inventaban. No tenían libros, sólo voces que evocaban personajes, lugares lejanos, aventuras sin fin. Aún hoy esas historias habitan mi interior y, de una manera o de otra, reviven en cada uno de mis libros.
Desde una perspectiva adulta, leo actualmente que la hora de las sombras era la mejor y la peor de todas las horas del día. Cuando Anita y Edelmira no me invitaban al cuarto de la plancha, buscaba refugio en las otras lecturas, las de la abuela que, con palabras consoladoras según ella, tormentosas desde mi punto de vista, me acercaban a otro universo poblado de mil y una historias, las historias de la Biblia.
No es en vano que los mejores lectores, según Bruno Bettelheim, sean los hijos de las familias muy religiosas, en donde el libro sagrado en tan cotidiano como el desayuno. La historia sagrada, con todos los conflictos en ella contenidos, son las más apasionantes, y escabrosas historias que los niños puedan encontrar. Y esas dramáticas historias acompañadas con la lectura de las imágenes de Gustave Doré, se multiplicaban en intensidad, creando de inmediato nuevos seres misteriosos, maravillosos, espeluznantes, fascinantes.
¿Quién no recuerda con horror, por ejemplo, esa terrible escena del Diluvio Universal, con las madres desesperadas tratando de evitar que sus hijos murieran ahogados? ¿O esa otra imagen de las ánimas del purgatorio quemadas en el fuego eterno, clamando por la salvación? Definitivamente esas historias y esas imágenes se me quedaron pegadas para siempre en la piel. ¿A ustedes no?
Crecí leyendo: leyendo el mundo desde cuanto punto de vista podía encontrar: leía las mañanas frías de la ciudad, las montañas brumosas, el parque de la esquina, las ranas del jardín, las rabietas de mis hermanos, los paseos al campo, la Biblioteca Nacional, los museos, la música... Leía con pasión devoradora cualquier experiencia que se pusiera a mi alcance.
Tuve la fortuna de que mis padres creyeran que el poder de la palabra, de la música, del arte, era más importante que la academia. Por eso puedo verme leyendo desde muy niña la música de la ópera en el teatro Colón, la vida del interior de un teatrino de marionetas en el desaparecido Teatro El Búho, la pintura y la escultura de Eduardo Ramírez Villamizar, Edgar Negret y otros jóvenes pintores de la época, en sus propias casas. Mientras crecía, leí la casa de León de Greiff en el barrio Santafé, con su olor a cigarrillo rancio. Leía las iglesias y las sinagogas. Leía a los poetas que se inventaban revistas y libros durante las fiestas generosas que ofrecían mis padres cada viernes después de teatro....
Por supuesto, leía también libros y revistas. Desde los comics que alquilaba en la plaza de mercado y que todavía puedo recordar cuando huelo la cebolla, hasta los hermosos álbumes que me regalaban porque si y porque no, porque cumplía años, porque me portaba bien, porque estaba enferma, porque a mi mamá se le ocurría, porque a mi papá le daba la gana, porque a mis abuelos les parecía bonito. Sola o acompañada, siempre estaba rodeada de libros, que me permitían volver a ver el museo sin salir de la casa, o pasear por el bosque, o encontrarme con un lobo, o ser salvada por un hada.
Dejé de leer. Es decir, entré al colegio. Y esos viejos profesores, que por fortuna para la humanidad son hoy una especie en vías de extinción, esos que asesinaban cualquier pasión por saber, me robaron las ganas de leer. Ya ni siquiera la historia sagrada, la mejor poblada de mundos maravillosos, tenía ese profundo sabor a peligro, a misterio, a búsqueda, a lectura de mí misma, a lectura del mundo entero.
Todo era plano, real, aburrido, recetado, diseccionado como ranas en un laboratorio. Las princesas se
convirtieron en personajes principales. Las madrastras y los lobos en antagonistas. Los reyes y las reinas en personajes secundarios. Los castillos y las comarcas lejanas quedaron reducidos al lugar en donde ocurría la acción. Las palabras que abrían el mundo mágico, los Érase una vez, se transformaron, sin ninguna magia, en la temporalidad, o en algo parecido, que por fortuna ya no recuerdo.
Los viajes rituales, que me llevaban de una orilla a otra de la aventura, venciendo monstruos, saltando obstáculos, para salir victoriosa y fortalecida, lista para emprender el siguiente viaje ritual, eran reducidos a unas insípidas tareas, análisis y exámenes de comprensión y evaluación de lectura que sólo contribuían a que los libros fueran los verdaderos enemigos y yo ya no tuviera un espejo en donde leerme ni una brújula para interpretar el mundo.
Mientras tanto, mientras los libros y las letras desaparecían de mi maleta, leía la geografía de Colombia. Nuevamente tengo que dar crédito a esos padres aventureros, que se sentían de todas partes y hasta ahí nos llevaban, a mis hermanos y a mí, de la mano. El río Magdalena en ferry, las montañas de Antioquia en carro, el Sumapaz a caballo, la ruta del sol hasta Santa Marta en tren, mi mar de Tolú en lo que fuera. No había límites para la lectura de los paisajes, de las gentes, de los pueblos, de las ciudades.
Cuando digo que ningún libro atravesó por mi vida durante los años de colegio, es llevar las cosas hasta la exageración. Me negué a leer los textos escolares y los libros que “nos ponían”. En cambio, y como retaliación por el daño que me hacían los maestros, me dediqué apasionadamente a las lecturas prohibidas.
No puedo negar que los comics acompañaron mi formación como lectora. Todos los Patos Donalds, Lulús, Supermanes, para sólo mencionar los favoritos, se camuflaron por años dentro del libro de geografía, pues estas inconfesables lecturas eran perseguidas por los adultos, como supongo que seguirán siéndolo hoy en día (lo que no me imagino es en qué texto se esconderán pues no he vuelto a ver libros tan grandes en los morrales escolares).
Mis comics, que todavía guardo en un lugar especial de la biblioteca, iban de la mano del LIBRO, el verdadero libro, el que leí, releí, me aprendí y sigo leyendo cada vez que comienzo a perderme por los caminos: Robin Hood de los Bosques.
Ahora, adulta, descubro, con horror, que mi libro no es un texto original. Robin Hood, el auténtico, es una recopilación de narraciones épicas, en donde Lady Marian no existe, pues los hombres del bosque no se enamoran. No me importa. Mi Robin Hood, el que se metió en mi vida cuando tenía diez años, es el único y verdadero para mí, desde entonces y para siempre.
En ese libro leí que mi más ferviente deseo era ser Robin algunas veces, cuando la injusticia social me golpeaba. Otras veces leía que prefería ser Lady Marian, con sus hermosos vestidos, su historia de amor y su entereza ante los peligros. Leía a veces que yo también podía ser Little John, con su fidelidad a toda prueba y su infatigable lucha por los ideales. En esos héroes, mis héroes, me leía a mí misma desde niña, y en esos mismos héroes me sigo leyendo hasta ahora.
Mujercitas, en especial Jo, fue, y ha sido, mi otro punto de referencia permanente. Esa infatigable lectora, que con el tiempo se convirtió en escritora y que además se inventó un delicioso colegio en donde los niños aprendían cocinando, sembrando, haciendo cosas reales, era como un manual de moderna pedagogía. Muchos de mis proyectos hoy en día, son fruto de aquello que Jo sembró cuando yo apenas comenzaba a formarme.
Los cuentos de hadas ilustrados por Rackham, la escalofriante Biblia con los grabados de Doré, Peter Pan y Wendy, Heidi, los cuentos de Oscar Wilde, la mitología griega y romana, El tesoro de la Juventud, por fortuna me alimentaron durante años. Sin estas buenas lecturas, posiblemente habría perecido en el abismo sin fondo en donde me sumergí a los quince años, abismo que recuerdo con tanto placer que se lo recomiendo a cualquiera: Corín Tellado.
Vacaciones en casa de mis primos, dos metros completos de revistas Vanidades, un corazón que se despertaba a las pasiones, propias o prestadas por los románticos personajes con “túrgidos senos bajo blusas apretadas” que se multiplicaban en una y otra de las historias, fueron los ingredientes que desataron una incontenible lectura de ciento veintidós noveletas, en tres semanas de vacaciones.
Lecturas irrepetibles, no porque no las recomiende en un momento dado de la vida, sino porque no podría regresar a ellas, como regresaré para siempre a otras más nutritivas. Lecturas que me dejaron tan agotada, que no tuve más remedio que brincar, sin progresión gradual, sin previo aviso, a otras lecturas mucho más intensas y a las que sueño con tener tiempo de regresar.
De Corín Tellado, y gracias al joven Leopoldo (que ya no es tan joven pero que sigue llenándome de lecturas), salté directamente a Sartre, Camus, Dostoievski, Tolstoi, Hesse, con los que me embriagué durante mucho tiempo, y a los que acompañé con la música que también había abandonado durante el letargo de la adolescencia. El retorno a Mozart, Beethoven, Verdi, Puccini, Orff... fue el otro lado de la moneda, el lado que sigue siendo mío, de Leopoldo y que se instaló también en nuestros tres hijos.
Como no hay colegio que dure cien años ni lector que lo resista, un día salí del colegio y pude ya, sin presiones ni prohibiciones, dedicarme a leer el mundo como yo quería. Elegí los libros para niños... y no me pregunten por qué. No sabría qué responder. Podría decir, tal vez, que porque son cortos y fáciles. Sin embargo, esa sería una respuesta deshonesta. El mundo, por entonces, me parecía un lugar extraño, poblado por seres que hablaban de cosas que yo no entendía. En los libros trataba de encontrar explicaciones a mis angustias existenciales, lecturas que me ofrecieran parámetros inteligibles, creíbles, concretos, reales.
Los libro álbum, con toda la riqueza ofrecida por la ilustración, fueron capaces de llevarme hasta lo más profundo de mi naturaleza. Cuando Max, el rey de todos los monstruos me hizo guiños para que lo acompañara a través del día y de la noche, venciendo a los más pavorosos monstruos, entendí que Max y yo nos parecíamos a Ulises atravesando la mar océana, venciendo a Circe y escapando de los cíclopes. Una y otra vez, Max y yo llegamos a la noche misma de nuestra propia habitación, adonde la Penélope de turno nos esperaba siempre con una comida caliente.
Así leí y así sigo leyendo a Sendak y a muchos otros de los grandes escritores de literatura para niños y jóvenes. No me da vergüenza confesar mi ignorancia abismal cuando me hablan de algunos autores de moda. Si leo literatura dirigida a los adultos, yo misma elijo a mis favoritos. No dejo que otros impongan sus textos en los que no me reconozco. Leo a Saramago porque me dice quién soy, leo a Rulfo por lo mismo. Seguramente si leyera a Cervantes me reconocería pero todavía no me he encontrado con él y no sé si algún día lo haré. Eso no importa, son tantos los que nunca alcanzaré a leer pero tantos los que he leído, que no vale la pena sumar y restar.
Hoy en día, cuando los niños me preguntan sobre mis lecturas favoritas, mi respuesta es siempre la misma: los libros de mis mejores amigos. Porque leer también tiene que ver con los afectos, por supuesto. Jamás dejo de hablar de Yo, Mónica y el Monstruo, de Antonio Orlando Rodríguez, ni de la Caperucita Roja de Triunfo Arciniegas, ni del León Vegetariano de Jaime Alberto Vélez, ni de los Dinosaurios de Ivar Da Coll, a la hora de contestar esta pregunta.
A veces también contesto que me leo a través de lo que escribo. Siempre digo que escribir me cuesta mucho trabajo, que no me gusta, que hago cualquier cosa con tal de no escribir. Y siempre termino por escribir un nuevo libro, bueno o malo. Durante mucho tiempo me pregunté por qué. Tengo una respuesta clara, contundente, que reitera lo ya dicho: porque me leo a mí misma mientras me escribo. A través de mis propios libros libero los fantasmas que me atormentan sin que yo misma me dé cuenta.
Y como estos fantasmas deben ser liberados de manera simbólica y no a través de lecturas y escrituras tan directas sobre mí misma, confieso, para terminar, que este texto ha significado una de las más difíciles tareas que me han puesto en mucho tiempo.
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