domingo, 7 de febrero de 2016

Rostros de la insidia, del escritor José Gregorio González Márquez


Yony Osorio

El poeta no vive del oficio, muere de
hambre y desesperanza; incendia las
palabras, calcina hojas enteras; 
es un jugador desterrado de la memoria”.

(González, José, 2007:133)

A propósito de haberse realizado un encuentro de la Red Nacional de Escritores de Venezuela en la ciudad de Barinas, precisamente mientras esperábamos la entrega de los premios “Compañeros de Viaje” en el teatro Orlando Araujo, nos dirigimos hacia un sencillo restauran a escasos metros del mismo lugar en donde tuve la feliz ocasión de recibir de manos de José Gregorio González Márquez el libro Rostros de la insidia, claro está a instancia del escritor yaracuyano David Figueroa, quien no ha tenido reparo alguno en presentarme a sus amigos escritores; hecho este que me permitió aproximarme al mundo poético de este autor de la Azulita, estado Mérida, creador de una obra que va desde Alegoría del olvido, Mujer profana, Espejos de la insidia, En cualquier estación y Rostros de la insidia hasta libros dedicados a la literatura infantil dirigida a niños, adolescentes y jóvenes, como Caballito de madera, La ranita amarilla, La tinta y otras historias y El rabipelao, entre otros. Además, este escritor es frecuente articulista del semanario cultural del Poder Popular de la República Bolivariana de Venezuela: “Todos adentro”.

Rostros de la insidia (2007) es una edición de la Asociación Civil Gitanjali, apoyada por el Instituto Autónomo Centro Nacional del Libro (CENAL), con portada que lleva estampada la obra del artista Braulio Rodríguez, fotografiada por Néstor Tarazona. Este trabajo nos brinda todo un hecho estético que pone en tensión las antenas del alma y enriquece las dimensiones de la experiencia en cuanto a percepciones, impresiones, recuerdos, impulsos, sentimientos, imágenes e ideas sobre la vida y el mundo contenidas en cada una de las páginas de esta obra.


El libro de José Gregorio González Márquez reúne un conjunto de textos que expresan el panorama de un discurso poético autónomo en torno a cada uno de los poemas seleccionados, los que se constituyen en piezas líricas para estructurar la antología Rostros de la insidia; pero que es unificado mediante el hilo conductor de un “jugador desterrado de la memoria”, como apunta el poeta (Ibídem: 133). Es esta disposición textual la que nos permite decir que allí tiene cabida lo transitorio, la nostalgia, el olvido, lo efímero de la vida, “la revelación de una experiencia o raptos místicos”, el recuerdo, el tiempo, la ausencia, lo erótico, lo onírico, lo lúdico, lo trágico, el humor, el amor, el cuerpo-templo-ciudad-palabra, el silencio, lo eterno, el movimiento, el grito callado, la angustia, la incertidumbre, el espejo como símbolo, la taberna, la muerte, la nada, la experiencia vital, la existencia, la soledad, el pesimismo, el mito de Maíz sobre el origen de la vida (Pachacamac) y lo poco que somos en este permanente cambio heracliteano; en fin, “Palabras: costras duras, esqueletos-soporte para que el mundo no desfallezca en el esplendor o disolución” (Ossott Hanni, 1979: 18). En consecuencia:

Somos puntos infinitos en el universo
somos creados para vivir
debemos aprovechar
hasta el último instante
somos agua cósmica
palabra y fin
nada y algo”

(Ibídem: 17)

De esta manera, nos encontramos con un corpus lingüístico, textura espiritual que recorremos oscilante partiendo de los libros que le dan orden organizacional a la antología que lleva por título Rostros de la insidia, en donde se incluyen obras como: Alegoría del olvido (1991), Mujer profana (1995), Espejos de la insidia (2003) y Rostros de la insidia (2007).

Ahora bien, recibimos con beneplácito esta construcción poética que, además, la asumimos también como templo-ciudad, puesto que una voz lírica nos sumerge en las honduras de la fugaz existencia; y decimos ciudad-templo porque acompañaremos y habitaremos ese santuario del poeta merideño que nos brinda y abre los abismos de su palabra, identificable con su querida ciudad de Mérida o aquella Ítaca, presumimos, disuelta en la memoria. Así que este es un espacio concebido como altar de las palabras o casa-cuerpo de ese “soplo vital”. En tal sentido confirmamos que:

Esta ciudad
se ha convertido en templo
donde escucho tu voz
donde le rindo tributo
a la marea incesante
desprendida de tus pupilas
cuando tu rostro
se ilumina de amor
En esta ciudad posan
las aves
los niños
las tardes
tu sonrisa”

(Ibídem: 31)

Otro universo que se revela es la ciudad nombrada, en donde habita esa palabra desgarrada que desde ahora en adelante nos construirá y des-construirá en la fugacidad: “fantasía que habita en el alma del ser humano y es el arma más cercana que este tiene para tallar su huella en la vida a través de la materialización de su mundo onírico y de su vasta parcela pensante y sentida”. Entonces, transitemos la otra morada de José Gregorio González Márquez, la que a su vez es cuerpo, palabra y templo. Por lo tanto, creemos también que este otro poema que citaremos puede ilustrar lo dicho en cuanto a los varios sentidos que adquiere este paisaje interior. Además, no estará mal recordar a Gastón Bachelard en su Poética del espacio (1975: 34) cuando reconoce los escenarios poblados de ensueños y que se constituyen en espacios habitados por las palabras: “Porque la casa es nuestro rincón del mundo. Es -se ha dicho con frecuencia-nuestro primer universo. Es realmente un cosmos”.

Me confieso
mítico entre los enigmas
descarto la intromisión
de fantasma ancestrales
Aletargado
recorro la vieja casona
donde habitan los embrujos”
(Ibídem: 55)

LA TRANSCENDENCIA DE LA PALABRA

La palabra es transcendencia ante la muerte, perpetuidad: “esta perdura por siempre” (Ibídem: 31). En muchas ocasiones, en el poemario, ésta se comporta como ilusión catártica, como refugio ante la pesadumbre.

En esta escritura podemos percibir el pesimismo del ser para la muerte, para la nada; ello desemboca en el sentimiento de lo trágico que invade el Yo poético al expresar la angustia: “solo la nada/ me habita” (Ibídem: 12). Aunque un destello de Eros se desprenda, apenas susurro, alivia la condición humana en virtud de la incertidumbre. Pues la palabra, soplo sonoro, recuerdo, nostalgia, celebración, también mitiga el rigor de la existencia.

Como la vida es un transcurrir, tránsito hacia la noche absoluta, entonces el hombre inicia la búsqueda de las palabras y resulta que se encuentra despoblado, deshabitado, en donde le sobreviene un estado contemplativo y en ese instante el ser se presume sólo existencia, es decir, en relación consigo mismo; sin embargo, como diría (Martin Buber, 1977: 26-27): “Ya el hombre no es una cosa entre las demás, ni puede poseer un lugar en el mundo. Como se compone de cuerpo y alma, se halla dividido entre los dos reinos, y es a la vez escenario y trofeo de lucha”. Por ello:

Uno sueña con evadir
los escombros de la existencia
y repetir cincuenta veces
la aventura de vivir
uno renueva con frecuencia
la osadía de caminar entre el viento
y alejar los días de nostalgia
para que nos no ahoguen
uno crea ilusiones
y marcha hacia el infinito para olvidar del todo
la pesadumbre”

(Ibídem: 11)

Se constituye la palabra en la casa del poeta, testigo de la existencia, las cosas, la vida, el acontecer cotidiano, el olvido, la historia, la poesía, la soledad y la muerte, en donde se debaten “Las interioridades del alma”. Al respeto, este estado de soledad implica una reflexión profunda de “el hombre y sus circunstancia”, como lo expresara Ortega y Gasset; también lo hallamos en la amplia y clara afirmación de Buber citada con antelación. En este caso, en el poema que citaremos a continuación se visualiza el estado de desolación, entre otras cosas. Así que “La nada permite el regreso al cuerpo deshabitado de lo mental” (Ossott, Hanni, 1979: 35). De igual manera, la palabra es sólo resonancia de una voz ahogada en el silencio:


Al volver a casa
deshabitado de tus caricias
siento crecer las paredes
a mí alrededor
Nada
el absoluto vierte sus mentiras
al infierno
Me convierto en confidente de mi soledad
suelo asegurar a mis camaradas
lo equivocado de llevar
una vida silente vacía
sin embargo
sólo la nada
me habita”
(Ibídem: 12)

Aquí el hombre está atrapado en las cadenas del tiempo con su presente, pasado y futuro. La presencia de Heráclito casi que inalterable con su fluir constante y por ende la fugacidad. Por otro lado, el tiempo pasado de un Jorge Manrique se instala en el recuerdo y el espejo desfigurado de la imagen recurrente que nos devora: “Su yo visto en el espejo del lenguaje y no en su inmediato modo de ser” (Briceño Guerrero, 1977: 97). En tanto:

Así pasa
sin que el tiempo
detenga sus tentáculos
dejando un hado
de luz entre
hombres y montañas
así pasa
como si los instantes marcharan
a un juicio centenario
como si el verbo
trasmitiera nostalgia y pesadumbre
así pasa
la edad”




(Ibídem: 37)

No estaría demás insistir en las palabras certeras de Buber cuando reflexiona sobre el hecho de la soledad, las que consideramos como elementos que confirman la contundencia de este tema en la obra Rostros de la insidia de este poeta merideño, en tal sentido afirma este antropólogo que: “El hielo de la soledad es cuando el hombre, implacablemente, se siente como problema, se hace cuestión de si mismo, y como la cuestión se dirige y hace entrar en juego a lo más recóndito de si, el hombre llega a cobrar a experiencia de sí mismo”. (Buber, Martín, 1977: 24):

Transmuto el metal
a sabor amargo
mi alquimia reduce
las pisadas que hollaron
mi carne
el verbo simple
abatido por el desamparo”
(Ibídem: 92)

La rebeldía ante la muerte contrasta con la habitual aceptación estoico de lo inevitable”. En tono conversacional se desliza la ironía en cuanto al retorno de la materia muerta, que sólo se reaviva en la ficción de esta Alegoría de Olvido:


Volver
sentir de nuevo
los años perecidos
levantar los huesos
de la tierra
acomodarlos en jardines
para que las flores no marchiten
resulta innovador
para conminar a los demás
a vivir”

(Ibídem: 38)


EL CUERPO, TEMPLO DE LAS PALABRAS, MORADA DEL SER

La angustia y el dolor soterrado se debaten en las profundidades del ser, caverna, receptor, lugar donde se alberga el soplo sonoro, la palabra, ese grito callado que se torna la noche de la casa, –cuerpo-muerte anticipada; totalidad que implica el cuerpo, templo de las palabras, morada del ser. Pues:

La palabra –el habla- es la casa del ser. En su morada habita el hombre. Los pensantes y poetas son los vigilantes de esa morada. Su vigilar es el consumar la apariencia (= manifestación) del ser, en cuanto ellos, en su decir, dan a esta palabra, la hacen hablar, y conservan en el habla” (Citado por Hanni Ossott: 75).
Poeta José Gregorio González Márquez

El destierro y el amor están presentes, pero también el deseo de cobijo coexiste como una paradoja. La mudanza, lo ido y desvanecido suponen la angustia de salir de la tierra natal para vivir en otra. Ese cuerpo desgastado se vuelve osario receptor de imágenes raídas, nicho de fragilidad, puesto que se acentúa la palabra en la inquietud del exilio-destierro.

La soledad es siempre una carga dolorosa. Sin embargo; el elemento erótico brinda sus delicias eróticas y se manifiesta como reino que incita desbordantes senos que habitan la casa-cuerpo multiplicada y metaforizada en oasis-espejo, atadura del pensamiento, fuente de interrogantes, lo celeste, lo cósmico, lugar del misterio, caja de Pandora, vieja casona donde habitan los embrujos, templo de destrucción, tumba de la palabra, signo de la distancia, lugar del sacrificio, altar sagrado que ofrenda la carne al ritual del fuego, sortilegio, lugar para conversar con otros, savia, fortaleza, confín, infinito y fuente de recepción inspiradora-motivadora donde predomina la fugacidad, el transito y lo efímero. Todo ello cimentado mediante análogas e hilvanadas imágenes recurrentes que configuran lo transitorio: “reloj de arena”. Así que el cuerpo, templo de las palabras, morada del ser es el movimiento interno de la desolación y muerte donde todo se transfigura en palabra-mujer y se asume como la casa del lenguaje en un perenne saberse limbo, sosiego, deslumbramiento, chispazo del ser, memoria y profano-templo de las palabras. En consecuencia, el cuerpo del deseo, casto y distante se mimetiza con la naturaleza como si le proporcionara a éste el espejo donde ambos, deseo y cuerpo se reunifican en el comienzo del Edén, permaneciendo sólo el recuerdo fragmentario desvanecido en el olvido de la Mujer Profana-templo de las palabras:

Así que: “La ciudad, el mundo, se convierten en templo en el cual el hombre se refleja en su microcosmos, con brazos y piernas extendidas, que se proyecta y refleja en el templo ciudadano. Se construye así una ciudad ideal que tiene por centro la figura humana. O se determina ésta como el núcleo de significación y sentido del cosmos mismo. Se prepara, de este modo, el encuentro del testigo, auténtico templo del espíritu, con la presencia espiritual (Triana, 2006:34).
Mujer
asumes tu cuerpo
como altar sagrado
ofrenda tu carne
al ritual del fuego

En el templo donde habitas
se profana la solemnidad

Acierto
a pasar en siglo”


(Ibídem: 61)


LAS PALABRAS SUBORDINAN AL PENSAMIENTO

Ante el siguiente enunciado: “Las palabras subordinan al pensamiento” con el que iniciamos este subtema en nuestra empeñada lectura de este poemario, y que también encontramos en forma de verso, consideramos realizar una consulta de autores reconocidos para un poco tratar de acercarnos al sentido que implica esta expresión en el contexto del poema que citaremos al final. “El lenguaje tiene sus raíces en el habla”. “Quiero decir que nada vale como lenguaje, en su sentido más pleno y claro, si no comprende la producción, recepción e interpretación de los sonidos que se originan en los “tractos vocales” de los organismos”. (Black, Max, 1976: 96). Por otro lado, “Algunos lingüistas afirman que la lengua determina el pensamiento, que toda lengua conlleva su propia visión del mundo. Si la lengua determina el pensamiento no es menos cierto que el pensamiento también determina la lengua, puesto que los cuentistas son capaces de corregir las fallas del lenguaje y de dotarlo con conceptos precisos. El pensamiento está condicionado pero no determinado por la lengua”. (Imbert Enrique Anderson, 1998. 90-91).

Las palabras
me atraen
subyugan mi pensamiento
aun cuando llego
a tierras extrañas”
(Ibídem: 84)
En esta ocasión se hace presente “La fugaz memoria cotidiana”, la fragilidad del acontecer diario. “Mis anhelos de poeta desconocido” / “Ungido por las palabras / las huellas de mi exilio/ permanente soporta agonía”. / “sonámbulo la nada petrificada espera”. El desamparo no se hace esperar. Una especie de Sermón de la montaña donde se mendiga la esperanza propone el derviche:

Como derviche
recorro las plazas
mendigando la esperanza
para el oprimido
mis canastos jamás
se llenan de certidumbre”
(Ibídem: 93)

Una visión de rumor, rumores de la melancolía, olvido, desesperanza ante lo desconocido, el extraño desaliento, irreverencia-angustia vallejiana sobre el tiempo ante el chispazo de la arrugada memoria. “Mi soledad está signada por lo desconocido”. La ciudad es vista como ficción con todos sus contornos, olores, rencores y olvidos. El paisaje es la clave del recuerdo que funciona como escape ante el avasallante continuum de la existencia, la realidad cotidiana, fragmentos de vidas con sus motivos discurren paralelos en ese charco de nuestro único rincón de refugio cotidiano en donde nos estremecemos profundamente: nuestra soledad, plena de la implacable memoria aunque sea apenas rumor de melancolía:

La ciudad
se abalanza sobre mi rostro
escapo entre callejones
urdidos de sueños


Decidido a liberarme
de la desesperanza
recuerdo que mi soledad
está signada por lo desconocido”
(Ibídem: 96)

Aquí hallamos al hombre en plena existencia con toda la carga de su incertidumbre, ése visualizado por Sartre. Ahora se torna cuerpo-habitáculo-devorador del verbo, represor. En tal sentido, el aprehensivo Eros de nuevo renueva la figura perdida. Entonces, aparece el ser del hombre ante el eterno retorno, la unidad ante la pluralidad de entes, cosas, seres, el hombre desgarrado, sentado sobre sí mismo en el pedestal de la soledad de su ausencia/ presencia iluminada por la absoluta presencia ante el inconmensurable universo como dijera Ernesto Sábato: “Uno y el universo”. Tal vez estemos ante el extrañamiento de la Ítaca de Ulises, evocación socorrida por el hecho de la llegada-partida a ese puerto que somos:

He regresado a la misma plaza
los árboles me miran
desde el fondo de su savia
las palomas extraviadas
acuden hasta el pedestal
donde se inclinan
un héroe desconocido
mis cabellos apenas
sucumben al polvo amargo
levantado por la resolana”
(Ibídem: 106)

Impresas están las viejas huellas de la piel desgastada que son reminiscencias del inatrapable tiempo que se incorpora a la meditación para comprender el acontecimiento vital en la intemporalidad de las palabras. Pues nos preguntamos si ¿a caso podemos intuir el Borges de los espejos dormidos de aquel rincón del Aleph? Percibimos el grito o la exhalación apostrofada al discurrir de todos los idos y los reclamos al tiempo en la vida con sus vicisitudes, diría Ortega y Gasset: “El hombre y sus circunstancias”. No alcanzamos explicarnos ¿cuál es la guerra que nos pertenece si somos la historia del horror que a cada instante agujereamos con los cuchillos de la insidia, y no alcanzamos la paz si anhelamos la guerra? Estamos sembrados en la militancia del tránsito de la elección: vivir-morir en estos Espejos de la insidia:

Donde están los antiguos espejos
las sabanas raídas
las habitaciones
con números indescifrables
y los taxistas cómplices
Dónde quedo el amor”
(Ibídem: 109)

LAS ÚLTIMAS DE LAS MORADAS, LA PALABRA

Si “La palabra constituye la esencia del mundo y la esencia del hombre” (Gusdorf: 33-41), entonces los votos de pobreza mediante el ejercicio del re-ligar son actos propiciadores de ese encuentro con el templo en el silencio de la oración, en el encuentro con lo espiritual, lo místico: la última de las moradas, la palabra:

Lavo mis manos para iniciar el ritual de la
purificación. Postrarme ante los dioses, olvidar
las voces del derredor, abstraerme de la
palabra escrita significa superar las
visiones materiales. Me vinculo al alfa y al
omega, abandono mi cuerpo para
reencontrarme con la santidad”.
(Ibídem: 122)

Confluye también en esta obra el sueño como materia-proceso cíclico, la escritura. El espejo como imagen, la alteridad, la lírica mística, la ironía, el tema del suicidio como una forma de la angustia.
No es casual encontrarnos en el recorrido por este poemario con el recuerdo de Alberto Lovera, héroe de la resistencia abortado por el mismísimo mar, luchador-víctima de la democracia representativa, torrente masa líquida que tampoco quiso su muerte. Aquí en el tratamiento a este se conjugan la-confesión-homenaje.

Sembrado sin su consentimiento, el mar
No lo aceptó pues ama la libertad.
LOVERA siempre”
(Ibídem: 129)
El poeta toca el tema ecológico, la prostituta reivindicada a través del tiempo, el tránsito, la sensualidad. El poder lúdico de la palabra es fuero de la memoria poética, hecho verbal que gira en la bitácora de lo inconmensurable. Así que con la agonía a cuesta la poesía es un acto donde la mirada lo abarca todo, lo pequeño, lo indiferente desde el detalle a lo insignificante, lo misterioso, lo horrendo, lo agónico, estado del ser en su miseria diaria

Vive el despojo de la mañana
cuando transcribe las horas
y desdobla sus pasos
con la agonía a cuestas”.
(Ibídem: 134)

Cuerpo-cavidad. Gestualidad. El ser disgregado. Eros abatido o abatiéndonos. La resaca de todo lo vivido, todo lo pasado. Especie de poemas sentenciosos, la brevedad asoma su contenido sintético. Desprendimiento. Mito indigna del origen de la vida mediante la imagen del Maíz-Pachacamac, símbolo. Artesano, símbolo del creador. La validez en otros tiempos, pero aun guarda algunos enigmas. Nostalgia, recuerdos en los Rostros de la insidia:

El poeta construye en secreto
El árbol de la vida
En su lenguaje intuye
El sigilo que dibuja el tiempo
Vagabundo de horas
Se encadenan a la pasión”

(Ibídem: 92)


REFERENCIAS

González, José G. M. (2007). Rostros de la insidia. Antología. Mérida: Asociación Civil Gitanjali
(Ibídem: 133,17,31,55,9,12,11,12,37,38,61,109,92,145).

Guerrero, Briceño. (1970). El origen del lenguaje. Caracas-Venezuela: Monte Ávila Editores. Pág. 97

Buber, Martin. (1977)¿Que es el hombre? México. Fondo de Cultura Económico. Pág. 26-27

Bachelard, Gastón. (1975). Poeta del espacio. México. Fondo de Cultura Económico. 2da Edic. En español Pág. 34

Hossott, Hanni. (1979). Imagen en ausencia en memoria. Caracas: Monte Ávila Editores pág.

Black, Max. (1976). El laberinto del lenguaje. Monte Ávila Editores. 2da Edic. Pág. 96
Imbert, Enrique A. (1998). La prosa. Modalidades y usos. Barcelona-España: Ariel, S.A. Pág. 90-91



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