Aquiles
Nazoa
Tal vez el atributo que le confiere a la Navidad tan conmovedora significación humana sea el trasfondo melancólico que matiza su bulliciosa alegría. Un resplandor de inefable tristeza convoca en Navidad el corazón de los hombres hacia la memoria de cosas muy lejanas y un tiempo amadas. Pero es también esa la fiesta de la esperanza, de la fraternidad y del amor. El alma del niño que una vez fuimos divaga entre los olores caseros del turrón y las ropas de estreno; la sonrisa de nuestra primera novia tiene la boca llena de uvas. La Navidad nos pone a vivir en dos tiempos. Nos bastaría subirnos en el trineo de esta hermosa tarjeta, para viajar con el sueño hasta el país de los cocuyos; pero una rápida mirada por la ventana, hacia el radiante cielo nocturno de diciembre, nos restituye a la fe en que este instante del mundo es también hermoso, puesto que aún podemos de un solo trago celeste, llenarnos los párpados de estrellas.
En
todos los países se asocia la Navidad a la idea de niñez; lo que permite
definirla como la fiesta más bella que se haya inventado, es precisamente el
hecho de ser una efemérides cuyo personaje central es un niño. Es igualmente la
Navidad entre las fechas del cristianismo, la más popular y extendida en el
mundo, pues merced a los atributos de ternura que reviste, es la que más hondo
llega al corazón de los hombres en todas las latitudes. Tórnanse en esos
jubilosos días los ojos espirituales de la humanidad hacia el resplandor de la
esperanza en que envuelve a la tierra, desde los cielos más azules del año, la
Estrella de Belén, anunciadora de paz y buen tiempo para los habitantes del
mundo. Ya en las gélidas tundras que entristecen el mundo blanco de los
trineos, ya en las grandes ciudades septentrionales que en estos tiempos se
recogen en su sueño melancólico y sereno, algodonados los días por el perezoso
descenso de los copos ya en las comarcas cálidas de América, donde la tierra se
exorna con el azul infantil de las flores de pascua, animados todos los seres
de un misterioso impulso de regreso en el tiempo, diríase que para esa época
jubilar del corazón, los pueblos se hacen niños y en el culto inocente, casi
pueril, que dedican por entonces a la figura encantadora del Niño Jesús,
realizan idealmente el anhelo, que a todos nos asiste en lo más secreto de
nuestra intimidad, de retornar alguna vez por siquiera un instante, al mundo
iluminado de nuestros siete años.
Es
por eso la Navidad la fiesta de los juguetes y de las golosinas, la que
trasciende el sentimiento religioso para asumir el acento de los cuentos y de
las fábulas: centrada en la figura de un niño, la ternura del símbolo auspicia
su maravillosa atmósfera de infancia. Trineos, pastorcillos, nieve, menudos
corderitos, reyes mágicos: todo ese elenco humano, todo ese decorado y fabulosa
utilería que adornan tantos siglos de tradición navideña, parecen más que los
componentes de una conmemoración religiosa, los del más lindo de los cuentos.
Lo
que es hoy la Navidad remonta sus orígenes a tiempos remotísimos de la
historia. Como la conocemos hace 19 siglos consagrada en ese tiempo a festejar
el nacimiento de Cristo, ya la celebraban mucho antes del cristianismo los
romanos y se la consagraban a la primavera, en la figura de Ceres, deidad
pagana de las cosechas, y también en la de Venus, diosa del amor. Siempre se la
relacionaba con la idea del nacimiento, pues se refería precisamente a la
estación en que la tierra se despoja de las nieves que durante el invierno la
mantuvieron como muerta bajo su melancólico sudario, y resurge a la vida,
cubierta de hojas nuevas y coronada de flores, mientras los ríos reinician la
música de su viaje, derretidos ya los hielos del invierno por el padre sol, que
aparece victorioso en el limpísimo cielo de primavera.
La
gente entonces se contagiaba de la alegría del mundo que reasumía el júbilo y
la belleza del vivir. Las fiestas se ilustraban con actos hermosos de
fraternidad y amistad. Como hoy todavía, los ciudadanos se prodigaban en
sonantes abrazos, se hacían regalos y se congregaban en imponentes comilonas.
Los dignatarios comparecían fastuosamente vestidos, en compañía de su familia,
a la puerta de sus palacios, para recibir las felicitaciones de sus súbditos,
criados y amigos. Estos traían la felicitación finamente caligrafiada en una
tablilla, y antes de entregársela al anfitrión se la leían de viva voz. Así
nacieron las que hoy son nuestras tarjetas de Navidad. Las redactaban y
caligrafiaban unos escribanos públicos llamados tabeliones, que eran a la vez
poetas y artesanos, y para aquellas ocasiones se instalaban con su equipo en
las plazas públicas. Los tabeliones romanos son los precursores más antiguos de
las imprenticas que con idéntica finalidad de imprimir tarjetas de
felicitación, se establecen por el tiempo de las Pascuas en los mercados de
Caracas.
La
más conmovedora manera de celebrar la Navidad, es quizá la que se practica en
algunas regiones de Alemania. El acto con que las fiestas comienzan es aquel en
que los niños de la ciudad van en procesión hasta el cementerio para ponerles
en sus tumbas regalos a los niños allí enterrados. En la Unión Soviética la
fiesta no es religiosa, pero es igualmente bella. En esa época, todos los
escolares y estudiantes se van a los campos para prepararles sus cuevas y nidos
o guaridas a los animalitos, a fin de que las conserven dispuestas, accesibles
y tibias durante las terribles nevadas que azotan en esa época a la tierra
rusa. En Inglaterra es tradición que, los niños, de los dulces y panes que se
sirven en Navidad, reserven unas migajas para ponérselas ellos mismos en las
ventanas a los gorriones, que durante el invierno se quedan sin alimentación.
En Venezuela la tradición navideña no ha conservado su genuinidad sino en los
Estados Andinos. Allí para estos días se usa todavía el adornar las casas con
ramas de la planta aromática llamada Albricias, palabra que designa el regalo
que se hace como recompensa al que nos trae una buena noticia. Ese es el
sentido simbólico de las albricias andinas: es la recompensa que el pueblo le
ofrenda al Niño Jesús por la buena nueva que trae, de que el hombre se salvará.
Es muy estrecha en todas las expresiones de la tradición, la relación entre las
plantas y la fiesta de Pascuas, por lo mismo que más o menos visiblemente, la
celebración sigue fiel a su origen pagano, que la refería al renacer de la
Naturaleza. Esa simbología vegetal se conserva vivísima en la figura del
arbolito. El arbolito de Navidad es siempre un pino, árbol que desde antiguo
emblematizó en los países nórdicos la vitalidad invencible de la naturaleza,
pues el pino es el único árbol que en el invierno crudo del Norte, permanece
indemne a la acción del frío, además de ser en aquellas comarcas un proveedor
insustituible de calor para la casa.
Los niños en muchos países de Europa, bailan alrededor
de un pino que ellos mismos trajeron del bosque y lo han colocado en su casa
graciosamente paramentado. Al dar las doce la Nochebuena, apagan las luces y
todos se sientan en silencio a cierta distancia del arbolito, por creer que a
esa hora aparecerán debajo de sus ramas elfos y gnomos. En otras partes,
Austria y Alemania, los emblemas de Navidad se conserva hereditariamente a lo
largo de siglos a veces, en una misma familia. Cada año se enciende a media
noche un rato y luego se vuelve a apagar. Su simbología es aún más antigua: se
relaciona con los cultos prehistóricos relativos a la conservación del fuego
por el hombre.
Los
regalos de Navidad tienen desde los tiempos del paganismo una significación
supersticiosa: se creía que lo obsequiado en aquel momento alboral del nuevo
año, se multiplicaría luego, lo mismo para el obsequiado que para el donante.
Se llamaban augurios, palabra que define en su origen latino, adivinación del
porvenir por el vuelo de las aves. Los aguinaldos –en su sentido de regalo
navideño– son de origen celta. Au gui L’anne neuf designaban en la Francia
antigua a una planta de hoja muy decorativa que parasita de la encina. Tiene
como el pino esa planta la facultad de resistir el invierno; por eso adquirió
la significación simbólica de sobrevivencia, que le otorgaron los druidas. La
cortaban en los tiempos de Navidad, en medio de magníficas ceremonias y
fiestas, utilizando una hoz de oro. Esa tradición ha sobrevivido en casi toda
Europa, y se continúa en los Estados Unidos. La hoja tal no es otra que el
muérdago, cuyas coronas u otras formas de arreglo son por estos tiempos
industrias de consumo. La figura de Santa Claus participa con todos estos
atributos del gran elenco navideño que entre nosotros se embellece con la
imagen más tierna de la hagiografía cristiana, el Niño Jesús. San Nicolás,
castellanización de Santa Claus, es santo perteneciente a la rama ortodoxa del
catolicismo. Griego de origen, fue adoptado como personaje Simbólico del
espíritu navideño por los holandeses. Los colonos que partieron de Holanda para
fundar la ciudad de Nueva York, adornaron con su efigie el célebre barco «May
Fair» en que hicieron el viaje. Se lo aplicaron a la nave como mascarón de
proa. Así como Santiago es el patrón de nuestra Caracas, el de la ciudad de
Nueva York es ese anciano rozagante, el simpático Santa Claus, circunstancia
que hace de aquella gran urbe una especie de capital espiritual o Santa Sede de
la tradición Navideña.
Los
aires finísimos de diciembre se ocupan ahora de colorear con sus acuarelas de
alegría las mejillas de la ciudad, para la fiesta que ya enciende sus primeras
estrellas de juguete sobre el cielo venezolano. A toda prisa prepara el Ávila
su magnífica escenografía, compuesta para esta ocasión, de nubes a lo Botticelli,
y suntuosa tapicería de esmeraldas y crepúsculos. De un momento a otro se
abrirán los antiguos balcones de la montaña tutelar, para que a ellos se asome,
como una reina modelada en fulgores de oro, la Estrella de Belén, cuya
significación como emblema de paz y de amor para todos los seres, traduce la
emoción venezolana en palabras tan perfumadas de tradición y animadas de
fraterno impulso como «¡Felices Pascuas!».
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