Juan Mayorga
Juan Mayorga. Foto: Begoña Rivas |
A través de la voz de mi padre nuestras cabezas se llenaban de personajes, de imágenes, de ideas.
Mi padre me enseñó a leer: yo le leía una página de la cartilla a cambio de que él me leyese un cuento. También me enseñó a amar los libros, y lo hizo del mejor modo posible: leyéndolos él.
Mi padre lee en voz alta. Uno de mis recuerdos infantiles más vivos es el de su voz extendiéndose por la casa desde el lugar en que él estuviese leyendo. Mientras mi hermano Alfredo y yo jugábamos a las chapas, la voz de nuestro padre se nos colaba por los oídos transportando el libro que él tuviese entre manos. Mis hermanas Teresa y Cristina comparten ese recuerdo: nuestra casa estaba llena de palabras.
Mi padre cuenta que adquirió la costumbre de leer en voz alta mientras estudiaba Magisterio. Allí entabló amistad con un compañero ciego y empezó a estudiar las lecciones en alto de modo que el amigo aprovechase su lectura. Lo cierto es que, años después, por medio de la voz de mi padre, sus
hijos nos acercamos a libros que entonces apenas entendíamos pero que sin duda se convirtieron en parte de nuestro paisaje interior. Recuerdo haber oído, y presenciado, los debates de Settembrini y Naphta en aquel hospital suizo de tuberculosos en que Thomas Mann ubicó “La montaña mágica”. Recuerdo haber visto arder Manderley, la inquietante mansión de “Rebeca”. Recuerdo haber entrado de la mano del doctor Marañón en el resentido corazón del emperador Tiberio. Recuerdo haber escuchado densos, oscuros libros de la colección Austral, y otros más ligeros y claros de la colección Reno. A través de la voz de mi padre nuestras cabezas se llenaban de personajes, de imágenes, de ideas. Sin que dejásemos de jugar a las chapas, que era lo que entonces nos tocaba.
El respeto que mis hermanos y yo hemos tenido luego hacia los libros con toda seguridad se fundó en el aprecio que hacia ellos sentían nuestros padres. Ese aprecio era visible en la biblioteca, que dominaba el salón, y audible en la voz de mi padre, que llegaba a toda la casa. Porque mi padre leía y lee con pasión. No por matar el tiempo, sino como si personalmente se jugase algo en cada frase. Recuerdo que esa pasión era especialmente intensa cuando leía lo dicho por algún personaje. Mi padre interpretaba el personaje; le prestaba su voz y, por un rato, se convertía en él.
Algún amigo ha querido vincular mi posterior vocación teatral con el hecho de que de niño, a través de mi padre, la literatura me entrase por el oído. Creo que sí, que probablemente aquellas lecturas de mi padre están en la base de mi búsqueda de palabras que, pronunciadas desde el cuerpo de un actor, puedan despertar mundos en quien las escucha. De cualquier modo, fue en casa donde aprendí que las palabras abren inmensos territorios donde puede sucederte algo importante. Con esa sensación de ir hacia algo sorprendente y decisivo caminé muchas tardes en la adolescencia hacia la biblioteca de mi barrio –la Popular del callejón de Felipe el Hermoso– o me asomé a los escaparates de Marcial Pons o de Fuentetaja, y con esa sensación sigo entrando en bibliotecas y librerías.
Mis hermanos y yo tuvimos mucha suerte al vivir en una casa llena de libros, pero sobre todo tuvimos
la suerte de ver que mi padre y mi madre amaban esos libros. Ojalá todos los niños tuviesen la misma fortuna. En todo caso, ningún niño debería ser privado de descubrir que los libros pueden hacer su vida más ancha y más honda. Hay que animar a los padres a que lean en casa para que ese ejemplo lleve a sus hijos a hacer tan enorme descubrimiento. Y hay que insistir en que la creación de lectores es una de las misiones fundamentales de la escuela. Tanto como cualquier contenido que se le pueda transmitir, es importante que el niño descubra que todo está en los libros.
Hay que leer, sí, en la escuela. Y hay que leer teatro. Suele decirse que el teatro es difícil de leer. En todo caso, resulta menos difícil hacerlo en grupo, con un lector por personaje y otro que se encargue de las acotaciones. El teatro pide, de forma natural, leer a varias voces: leer en comunidad. Leer teatro con otros educa en la responsabilidad, porque cada uno de los lectores ha de hacer bien su trabajo para que el conjunto funcione. Lo ideal, desde luego, es leer teatro para luego ponerlo en escena, a lo que tampoco la escuela debería renunciar. El niño que lee un texto teatral para memorizarlo y luego actuarlo se ve naturalmente motivado a hacer eso que se llama –en una expresión redundante, porque no hay leer sin comprender– “lectura comprensiva”: a reflexionar no sólo sobre el significado de las palabras, sino también sobre el contexto en que vive el personaje que las pronuncia, sobre sus relaciones con los demás personajes, sobre sus deseos y miedos… El lector-actor ha de ponerse en el lugar de otro, haciéndose cargo de sus ideas y prejuicios, de sus sueños y pesadillas, de sus heridas y esperanzas. Por esa capacidad que tiene de hacernos pensar en otros y en lo que nos acerca y nos separa de ellos, el teatro es un espacio para la crítica y la utopía: un espacio para el examen de nuestras vidas y para la imaginación de otras vidas posibles. Ese espacio crítico y utópico, que empieza en el texto dramático y se prolonga en el escenario, no puede ser desaprovechado por la escuela.
En realidad, cada libro –como cada escuela que merezca tal nombre– puede ser un espacio para la crítica y para la utopía. Algo importante nos ocurre a todos cada vez que un niño abre un libro, porque ese libro puede ayudarle a examinar el mundo y a concebir otros mundos. Nada animará tanto a ese niño a abrir ese libro como ver leyendo a alguien a quien él quiera y admire. A mí me sucedió con mi padre, que lee en voz alta.
Juan Mayorga
Es profesor de Dramaturgia y de Filosofía en la Real Escuela Superior de Arte Dramático de Madrid. Ensayista y dramaturgo, su obra ha sido traducida a numerosos idiomas y representada en distintos países de Europa y América. Entre otros premios, ha obtenido el Nacional de Teatro (2007), el Max al mejor autor (2006 y 2008) y el Max a la mejor adaptación (2008).
Cortesía
http://www.mecd.gob.es/revista-cee/
CEE Participación Educativa, 8, julio 2008, pp. 139-141
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