Laura Antillano
Deseas
escribir esta carta desde un otoño pálido y frío, desde una ciudad desconocida,
con tranvía y subterráneo, con edificios ocres y un pasado histórico que parece
pesar sobre la espalda de la gente, como un baúl viejo con ropa del abuelo.
En
la memoria, como un álbum de fotos ves a papá,
gordo, pequeño, con bigote ralo, cuando discute mientras limpia sus
libros, se pone los anteojos en la punta de la nariz mirándome por encima,
porque los usa para leer y escribir y si le hablas, sube la cabeza y te mira,
como si los anteojos se quedaran inútiles puestos allí, justo encima de su
nariz.
Él
sabe bailar y canta a gritos y tiene una risa muy sabrosa. Cuando se afeita
pone mucha espuma en la brochita y lo hace con un gesto cuidadoso, poquito a
poco, y canta un poco si no anda apurado. Piensas en esto y entonces recuerdas,
página a página, el álbum de fotografías y el gato pequeño de felpa que dormía
sobre la cama cerca del piso.
Y
con tu frío de manos en el bolsillo y mejillas rojas, mientras compras
estampillas o te preparas para la jornada de trabajo de hoy, sabes que quieres
reconstruir palmo a palmo una tarde y otra, y meterte en el uniforme de la
escuela de los nueve años y tener el bulto grandísimo que arrastrabas por demasiado peso.