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viernes, 3 de julio de 2020

Arte de vida

Efraín Barquero

Extractos del libro Arte de vida

 

Viene mi abuelo escoltado por dos de mis tías, y, qué gran coro se alza a su paso, removerse de cabalgaduras ahí afuera, exclamaciones de hombres trabajando, zumbido de abejas, cantos de pájaros, rumor de aguas.

Me mira largamente mientras le tienden un asiento, y yo sé por su manera de sentarse que este hombre es aún el eje, aunque gastado, de lo que ocurre en torno. Además están mis tías para informarme. A su derecha, alta, grave, mi tía Tila; a su izquierda, sonriente, juguetona, mi tía Dina. Ambas se preocupan, a su modo, del anciano y ambas me hacen comprender, mejor que en un libro de estampas, las dos ramas que se cruzan en toda descendencia.

Mi abuela está detrás de esta escena, mi abuela está allá, al fondo de las habitaciones, haciendo posible los buenos alimentos.

Entre los hombre el trato es más ceremonioso. Yo creo que esta entrevista, por así decir, se repitió muchas veces, todas las veces que yo estuve en Piedra Blanca.

No obstante, nunca creo haber escuchado netamente la voz de mi abuelo, sino, más bien, un sordo murmullo como un rezo que iba y venía entre él y la naturaleza circundante. A pesar de haberme dado muchas muestras de cariño y entendimiento, él estaba ahí para mostrárseme y para callar, para que yo escuchara enmarcados por su rostro y su vetusta persona, lo que sucedía a toda hora en la comarca.

La casa, los misterios

Qué grande, qué obscura es la casa adonde nos trajeron. Por todas partes muros, muros altos y graves. Muy pocas ventanas como en todas las viviendas de los pueblos, las indispensables para no apartarnos completamente de la noche.

sábado, 27 de febrero de 2016

Acerca de la utilidad de la poesía . (Tres ejercicios de la memoria)


Antonio Rubio

 
1.-Poesía en la casa: nanas 
 
La casa en donde nací estaba en una calle empedrada con cantos, y en los cantos resbalaban las mulas, rechinaban sus herraduras y saltaban chispas como de la piedra de los afiladores. La casa estaba en un pueblo que tenía un río, y el río tenía un puente medieval con once ojos. Y en cada ojo anidaba un sinfín de vencejos. Cada uno de los extremos del puente pertenecía a una provincia distinta. Se podía viajar de Toledo a Cáceres en un santiamén. Del nombre de la calle en donde la casa estaba, me he olvidado porque trae a la memoria el recuerdo de una guerra. 

La casa tenía dos pisos. El de arriba se llamaba troje (en otros sitios le dicen altillo o doblado), y era el lugar donde se guardaban las conservas, la matanza, las figuras del belén, los trastos, cachivaches y achiperres, lo perdido, lo invisible, lo inasible, la zozobra. En la troje habitaba el miedo. Entre una permanente semioscuridad y un chorro débil de luz mortecina que penetraba por el tragaluz... vivía el miedo. Aquel chorro luminoso estaba lleno de partículas de polvo, miles de partículas de polvo que se desplazaban como minúsculos planetas.