sábado, 8 de octubre de 2022

Leer (doña Pepita, una maestra)

 

Vicente Adelantado Soriano


Las abejas de las flores
sacan miel, y melodía
del amor, los ruiseñores;
Dante y yo —perdón, señores—,
trocamos —perdón, Lucía—,
el amor en Teología.

Antonio Machado, Proverbios y cantares

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No recuerdo la fisonomía de la maestra que me enseñó a leer. Pero ni un solo día he dejado de evocarla. Y de darle las gracias. Recuerdo perfectamente, sin embargo, la primera mañana que fui a su escuela, en mi pueblo. Tenía yo tres años. Mi madre me llevó en brazos. Yo iba llorando a moco tendido. No quería que me sacara de casa. No quería que me privara de la plaza donde me dedicaba a pegar balonazos contra una pared del ayuntamiento. No quería, en fin, ir a la escuela. Cuando entramos en ella, me aferré al cuello de mi madre con todas mis fuerzas redoblando, al mismo tiempo, mis llantos. En vano la maestra, doña Pepita, trató de apaciguarme. Lo hizo, por el contrario, el ver a un amigo, a uno de los tantos que jugaban conmigo por las calles y los bancales. Me sonrió. Tenía un lápiz en las manos y estaba haciendo palotes. Me sentaron a su lado. Dejé de llorar.

No sé lo que pasó a continuación. Sé que doña Pepita, la maestra, con todo el cariño del mundo, me llamaba, de vez en cuando, a su mesa. Ésta estaba encima de una tarima de madera. La mesa era grande, negra. Doña Pepita se sentaba en una silla con un leve respaldo redondo. Éste se convertía en dos brazos cortos. Nosotros lo hacíamos en largos bancos corridos. Tan largos como el largo tablón que nos servía de mesa. En la mesa de doña Pepita había dos tinteros de cristal. Un palillero con su plumilla y un grueso lápiz, rojo por una parte y azul por la otra. No faltaba la goma de borrar.

Cuando me llamaba, yo me ponía a su lado. Doña Pepita me gustaba mucho. Era rubia. Olía muy bien. De pie, junto a ella, clavándome el brazo de la silla, apenas si llegaba la mesa. Allí estaba el famoso catón. Me señalaba una letra, una vocal, y tenía que decirle su nombre. Luego esa letra aparecía delante o detrás de una consonante. Y ella me preguntaba: «¿La ele con la a?». Y así, con una paciencia infinita, día tras día, fuimos recorriendo todo el abecedario y haciendo infinidad de combinaciones. Doña Pepita me enseñó a leer.

También con ella tracé mis primeros palotes. Hice mucha caligrafía, y varios trabajos. Consistían éstos en copiar textos, muy fáciles, de la enciclopedia o de algún libro que nos pasaba ella. Recuerdo que un día se rió mucho. Le enseñé un mapa de España que había dibujado y coloreado. Los colores eran tan intensos que los podía ver un ciego. El mapa, horrible, de un marrón subido de tono, estaba cruzado por un montón de rayas azules, los ríos, con sus nombres escritos en rojo, sangre de toro. Doña Pepita se rió de buena gana porque a un río lo había bautizado con el nombre de río Miniño. Me acarició varias veces la cabeza, cosa que me encantaba, y me hizo fijarme en el nombre de dicho río. Pero me dijo que no lo corrigiera, que había quedado precioso.

A raíz de aquel error, doña Pepita, la maestra, comenzó a fijarse más en mí. Se percató, cuando salíamos a la calle, bendita época sin coches, a jugar, al recreo, de que yo cerraba un ojo, y agachaba mucho la cabeza. El sol me molestaba lo indecible. Un día se lo comentó a mi madre. Le dijo que sería conveniente que me viera un médico. Mi madre se asustó. Pero le hizo caso. Y comenzó para mí un verdadero calvario. Tanto por tener que ir a la capital a que me miraran los ojos unos y otros, como por estar separado de aquella maestra a la que tanto me estaba aficionando.

El aula, por llamarla de alguna forma, era una destartalada habitación alta, espaciosa, con ventanas minúsculas, casi a tocar alto techo. En invierno nos helábamos por más que doña Pepita alimentara la estufa unas horas antes de nuestra llegada. Las bombillas, de poca potencia, estaban a muchos metros de nuestras cabezas. Apenas nos veíamos. Por eso mismo, doña Pepita, cuya mesa estaba mejor iluminada, me llamaba a su lado. De pie, junto a ella, yo escribía o leía. Además, así me vigilaba: a los pocos meses de mi error con el nombre del río, me pusieron gafas. Y no sólo eso sino que todos los días, durante unas tres horas, tenía que llevar un ojo tapado con un parche, para forzar el otro. Comenzaron las burlas y los insultos, con cantinela incluida: el pirata mala pata, cuatro ojos... Doña Pepita los cortaba de raíz. Yo me defendía a puñetazos y a patadas. Y sí, rompí muchas gafas. Y pasé mucho miedo. Entrar en casa llevando la montura en una mano y los cristales en otra era sentir verdadera angustia.

La escuela era mi refugio. Y doña Pepita mi salvaguarda. Me encariñé con ella. Máxime cuando descubrí que no todo se había terminado con la lectura: ahora me estaba enseñando los números. A sumar, a restar, a multiplicar y a dividir...

Siempre se ha dicho que la alegría en casa del pobre dura muy poco. Es cierto. Aún no sabía dividir por tres cifras cuando una tarde vino un señor, con chaqueta, camisa blanca y corbata. Le pusieron una silla y se sentó al lado de mi maestra. Y no se levantó de allí en todo el tiempo. En vano esperé yo que lo hiciera y me llamara a mí. Luego, sin saber muy bien lo que aquello suponía, me enteré de que era su novio. Doña Pepita se iba a casar con él. Tras la boda, los dos se irían a trabajar a una escuela de Barcelona. Aquella tarde, como era habitual en mí, en mis momentos de rabia y desesperación, salí corriendo hacia la Torre del Molino. Estuve caminando por allí sin cesar, pateando piedras y matorrales. Y llorando. Eso sí, tuve la precaución de quitarme las gafas y llevarlas en el bolsillo.

Doña Pepita quiso despedirse de nosotros. La tarde anterior a su marcha no hubo clase. Ayudada por unas cuantas ex alumnas, que estaban ya en el colegio de chicas, de mayores, montó unas mesas en la clase. En ellas había patatas, cacaos, almendras, aceitunas y varias jarras con agua. Yo quise ayudar. Pero lo hice con tan mala fortuna que derribé una de las jarras. El agua se derramó sobre los platos inundando patatas, aceitunas y cacaos. Al ver el estropicio me entró una rabia infinita. Y una vergüenza todavía mayor. Con las gafas en la mano, y el parche en el bolsillo, salí corriendo hacia el monte. Me fui a la Torre del Molino. Nunca más volví a ver a doña Pepita. Allí, al pie de la Torre, lloré y le pedí perdón hasta la extenuación. Pero fui incapaz de presentarme ante ella.

Me pasaron al otro colegio, en la cuesta de la estación. En éste empecé a resolver mis primeros problemas. Y comencé a leer todas las pequeñas biografías que había en la enciclopedia: Viriato, Indíbil y Mandonio, Santa Teresa, Séneca, que era español en aquellos años, etc., etc. Tuve también la suerte de tropezarme con otro buen maestro. Recuerdo de él, no sé a santo de qué, el día que trató de enseñarnos, con los brazos en cruz, a orientarnos. Pero también él se fue. No me gustaron nada los que vinieron a continuación.

Echaba de menos a doña Pepita. Raro era el día que no me pasaba por mi antigua escuela, cerrada ahora a cal y canto. A veces, si no había ningún número allí, fumando, el cuartel de la guardia civil estaba al lado del aula, miraba por entre los resquicios de la agrietada puerta de madera. El corazón se me encogía: la mesa estaba vacía, sin el tintero de cristal ni el catón. Y la silla, abandonada y cubierta de polvo.

Un domingo por la tarde me quedé solo en casa. Mis padres se habían ido al cine. Pasaban una película de mucho predicamento en aquella época. El último cuplé, se titulaba. Yo me dediqué a sacar mis viejas libretas. Y allí estaba el mapa con el río Miniño. Y un libro, cuatro o diez hojas, cogidas con un par de grapas, que tenía olvidado. En él, sin embargo, aprendí a leer. En las primeras páginas estaba lo típico: mi papá fuma en pipa, etc. Pero en las finales, las que recordé con cariño, se contaba, muy brevemente, la historia de Bucéfalo, el caballo de Alejandro Magno. Bucéfalo no permitía que nadie, salvo Alejandro, lo montara. Leí y releí la historia, como si estuviese al lado de doña Pepita, hasta sabérmela de memoria.

Dicen que el tiempo todo lo cura. Es posible. Muy posible si éste se alía con las circunstancias. En mi caso fallaron estas últimas. Emigramos. Me sacaron de mi pueblo. No pude volver a ver el aula donde aprendí a leer. Y, con el paso del tiempo, cierto es, se me borró de la mente la faz de doña Pepita. Si me enseñaran alguna fotografía de ella, de aquella época, seguramente ni la reconocería. Pero nunca jamás olvidé que fue ella quien me enseñó a leer. Fue mi salvación.

Alejado de mi pueblo, me convertí en una persona huraña, triste y solitaria. Encerrado en casa pasaba muchísimas horas solo. Y, cómo no, di en leer. Me aferré a los libros como a un clavo ardiendo. Y para qué hablar de la inmensa alegría que sentí cuando me tropecé con una biografía de Alejandro Magno. En ella aparecía su caballo Bucéfalo, y más y más historias. Fue tanta mi alegría, tanto el entusiasmo que, como si pudiera oírme, no había día que no le diera las gracias a doña Pepita por haberme enseñado a leer. Luego, y en contra del parecer de mis padres, di en estudiar clásicas. Y surgió mi penúltimo y gran homenaje a mi querida maestra.

Mi madre no quería que estudiara clásicas, ni lenguas, ni nada. Hacer un peritaje de algo, electricidad, albañilería o lo que fuera, y a trabajar. Me negué en redondo. Discutimos mucho. Nadie daba su brazo a torcer. Y no sé de dónde lo sacó; pero un día me vino a casa con un vecino que estaba estudiando derecho. Éste, en connivencia con mi madre, me dijo que estudiar clásicas no servía para nada: los de clásicas son la guinda del pastel, un adorno que nadie come, y que, además, no alimenta. No me convenció lo más mínimo. Lo miré con estupefacción y rabia. Y entonces surgió la pregunta: « ¿Por qué quieres estudiar clásicas? ». Mi respuesta fue la más sincera que he dado nunca en mi vida: «Me gustan mucho las letras griegas. La profesora de griego del instituto es rubia, me recuerda a mi maestra. Quiero que me enseñe a leer en griego, como la doña Pepita me enseñó a leer en castellano». Me tomaron por loco o por idiota. Pero yo estudié lo que quise. Y no hay día que no le dé las gracias a doña Pepita.

Pero hay más: se ha puesto de moda, de un tiempo a esta parte, el preguntar para qué sirve el latín o el griego, cuando no mirar con condescendencia a quien estudia estas lenguas. Harto estoy que me pregunten sobre la utilidad de tales estudios. Y de que me miren como si estuviera loco o fuera un pobre idiota. Un amigo terminó por negarlo todo. Cuando le preguntan, pese a su enorme corpachón, apenas dice nada de las lenguas clásicas, en las que es un consumado maestro. Dice, por el contrario, que es deportista, que le gusta mucho el salto con pértiga, y que se dedica a él en cuerpo y alma. Máxime cuando en las ciudades, para ahorrar tiempo, van a poner agujeros en el centro de las calzadas, pértigas en cada lado de la calle, y en vez de esperar a que el semáforo se ponga verde, se salta con la pértiga por encima de los coches y en paz. Para los ancianos hay unas pértigas, especie de catapulta, que los lanza por los aires. De vez en cuando alguno se queda enganchado en algún cable o farola. Pero para eso están los bomberos.

Lo miran como si estuviera loco. Él se ríe de todos. Y ahí se acaba la  conversación y la utilidad de esto o de aquello. Yo, más modesto, cuento, si me preguntan, que me enamoré de la maestra que me enseñó a leer, y que ésta se reencarnó en una profesora de griego, que también me enseñó a leer, ahora en otra lengua... También me miran como si estuviera loco. Tal vez lo esté. No salto con pértiga, pero no hay vez que no abra la Ilíada o la Odisea, que no me acuerde de mi escuela de Caudiel, y de doña Pepita, a quien le estoy infinitamente agradecido por haberme enseñado a leer.

 

 

Cortesía Letralia

Del libro El arte de la lectura. 25 años de Letralia

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