jueves, 30 de agosto de 2018

La mitificación de la realidad


Bruno Schulz

Lo esencial de la realidad es el sentido. Lo que no tiene sentido no es real para nosotros. Cada fragmento de la realidad vive en la medida que participa de un sentido universal.
Las antiguas cosmogonías expresaban esto con la sentencia: “En el principio fue el Verbo”. Lo que no es nombrado no existe para nosotros. Nombrar una cosa equivale a englobarla en un sentido universal.
Una palabra aislada, pieza de mosaico, es un producto reciente, resultado –ya– de la técnica. La palabra primitiva era divagación girando en torno al sentido de la luz, era un gran todo universal. En su acepción corriente, hoy la palabra es sólo un fragmento, un rudimento de una antigua, omnímoda e integral mitología. De ahí esa tendencia en ella a regenerarse, a retoñar, a completarse para regresar a su sentido entero.

La vida de la palabra consiste en que tiende hacia miles de combinaciones, como los trozos del cuerpo descuartizado de la serpiente legendaria que se buscan en las tinieblas. Ese organismo complejo ha sido desgarrado en sílabas, en sonidos, en discursos cotidianos; utilizado bajo esa forma nueva, en su sentido práctico, se ha convertido en un instrumento de comunicación.
La vida de la palabra –y su desarrollo– fue desplazada hacia un camino utilitario, y se vio sometida a las normas de la vida práctica. Sin embargo, cuando las exigencias de la práctica se relajan, cuando la palabra liberada de esa presión se abandona a sí misma y vuelve a sus propias leyes, se produce en ella una regresión; tiende entonces a completarse, a encontrar sus antiguos lazos, su sentido; y esa tendencia de la palabra hacia su matriz, su añoranza del remoto origen, nosotros la llamamos poesía.
La poesía son cortocircuitos de sentido que se producen entre las palabras, un repentino brote de mitos ancestrales.
Cuando utilizamos las palabras corrientes nos olvidamos de que son fragmentos de historias antiguas y eternas, y que construimos –como los antiguos– nuestra casa con añicos de las estatuas de los dioses. Nuestros conceptos y términos más concretos son remotísimas derivaciones de los mitos y las historias antiguas. No hay ni un átomo en nuestras ideas que no provenga de ahí, que no sea una mitología transformada, mutilada o cambiada. La función más primitiva del espíritu es la creación de fábulas, “de historias”.
La ciencia ha encontrado siempre su fuerza motriz en el convencimiento de hallar al final de sus esfuerzos el sentido último del mundo, sentido que busca en las alturas de sus artificiales construcciones. Pero los elementos que utiliza ya han sido usados, provienen de historias antiguas desarmadas.
La poesía reconoce el sentido perdido, restituye las palabras a su lugar, las enlaza según ciertos significados. Manejada por un poeta, la palabra adquiere conciencia, podríamos decir, de su sentido primero, se desarrolla espontáneamente según sus propias leyes, recupera su integralidad. De ahí que toda poesía sea una creación mitológica, que tiende a recrear los mitos del mundo.
La mitificación del mundo no ha terminado. Ese proceso únicamente ha sido obstaculizado por el desarrollo de la ciencia, empujado a una vía secundaria donde permanece, separado de su sentido. La ciencia tampoco es otra cosa que un esfuerzo por construir el mito del mundo, puesto que el mito está contenido en los elementos que ella utiliza y nosotros no podemos ir más allá del mito.
La poesía alcanza el sentido del mundo por deducción, anticipando a partir de grandes atajos y audaces aproximaciones. La ciencia apunta al mismo fin por inducción, metódicamente, teniendo en cuenta todo el material de la experiencia. Mas, en el fondo, ambas buscan lo mismo.
Incansablemente, el espíritu humano añade a la vida sus glosas –los mitos–, incansablemente intenta “conferirle un sentido” a la realidad. La palabra, abandonada a sí misma, gravita, tiende hacia el sentido.
El sentido es el elemento que arrastra al ser humano al proceso de la realidad. Es un dato absoluto y que no puede ser deducido de otros datos. Es imposible explicar por qué algo nos parece “sensato”. Atribuirle un sentido al mundo es una función indisociable de la palabra. La palabra es el órgano metafísico del hombre. Con el tiempo, la palabra se anquilosa, deja de vehicular sentidos nuevos.
El poeta le devuelve a las palabras su virtud de cuerpos conductores, creando acumulaciones donde nacen tensiones nuevas.
Los símbolos matemáticos son un desarrollo de la palabra en nuevos dominios. La imagen es también un derivado de la palabra, de la que todavía no era signo, sino mito, historia, sentido.
Normalmente consideramos la palabra como una sombra de la realidad, como un reflejo. Sería más justo decir lo contrario. La realidad es una sombra de la palabra. La filosofía es, en el fondo, filología, estudio profundo y creador de la palabra.


Cortesía: Caravasar Libros


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