viernes, 23 de diciembre de 2016

Diciembre

Oscar Guaramato

Ha llegado otra vez el viejo amigo.
La niña lo encontró junto a la almohada, vuelto un friolento corderito de ámbar.
El hombre lo sintió caer sobre sus manos, como deshilachado plumón de codorniz.
A su llegada, la abuela se ha puesto a rememorar calladamente. Está inclinada ante la albura de  seis pañales, cerquita del batidor que ha conocido la flor de estambre de la hija ausente, o el pañuelo y sus breves iniciales para el nieto que ayer regresó a casa.
Por los pardos senderos, el mes llegó cantando.
Antes, cuando se estaba entre al aire de los otros meses, las gentes andaban a pasos presurosos, cerrados los labios para evitar que hasta ellos se acercara la clara risa del colegial o el saludo alborozado de los claveles nuevos. Pero, ahora, diciembre ha regresado con su jubón de luz y ha subido a los ojos y la risa juguetea en los rostros y los hombres amordazaron sus recelos y las mujeres saben mirar como suyos a los niños distraídos que marchan casi a rastras, llevados de la mano del peón o del burgués.
¿Quién trajo esta mañana este nuevo mantel?
¿Quién ha sembrado junto a la tapia oscura aquel blanco rosal?
Las mujeres miran dulcemente los rulos de las muñecas rubias, dormidas en los estantes de la juguetería. El padre ha contado las pesetas que ha de entregar al mercader para llevar al regazo familiar un burriquillo de terciopelo, una pandereta, un pan, o algunas uvas.
Alguien – un hombre, una mujer – piensa en su soledad y mendiga con mirada mansa un poquito de amor a los que pasan.
Diciembre, el viejo amigo, ha regresado.
Diciembre, el viejo amigo, está en la calle.
El viento huele a moscatel y corre como un galgo feliz por las aceras. Estrellas de cinco puntas saldrán de las manos blancas.
¿Quién ha puesto esa rama de olivo en el portal?
¿Quién perfumó la rosa?
¿Quién abrió de repente el corazón del pueblo y desbandó un palomar de villancicos sobre las calles de la ciudad?
Diciembre, el viejo amigo ha regresado.
¡Servid el vino!
Por allá, muy lejos, San Nicolás apresta sus alforjas y acaricia amoroso los lomos de sus renos. Por allá, muy lejos, un caballo de pana relincha por el cauce de un río de algodón.
San Nicolás sonríe. En su barba han madurado albos lirios de extrañas latitudes. A su paso, la escarcha se convierte en lentejuelas doradas y en blancos cascabeles las campánulas.
La noche que él regrese a su país, estaremos juntos, para despedirle, mi tristeza y yo. Sucederá en una calle cualquiera de la ciudad de Caracas, a la hora cuando ha dejado de llorar la abuela, en el minuto azul cuando un niñito pobre sueña que San Nicolás le dio un toro de armiño.

El Nacional, 25  de diciembre de 1953
Tomado de La Navidad en la Literatura Venezolana.
Compilación de Efraín Subero


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