sábado, 6 de agosto de 2016

De tontos, curiosos e indecisos (Consideraciones sobre el ensayo en la época de su reproductibilidad web)


Lobsang Castañeda

En buena medida el ensayo es un arte combinatoria, una forma compleja de escritura que aglutina y ordena elementos de procedencia distinta, materiales que, de entrada, no parecen guardar relación entre sí pero que terminan volviéndose afines debido a la pericia con la que el ensayista, esa especie de prosista todoterreno, encara su tema u objeto de estudio. La posibilidad de fraguar combinaciones efectivas, capaces no sólo de reforzar lo dicho sino de abrir nuevas perspectivas de análisis e interpretación, depende esencialmente de dos cosas: primero, del nivel de curiosidad desplegado por el propio ensayista y, segundo, de la disponibilidad de los materiales susceptibles de ser combinados. La curiosidad es el deseo de averiguar lo que a uno no le concierne y, en ese sentido, una “cualidad” enteramente particular. Los límites y alcances de la curiosidad se corresponden siempre con los límites y alcances de la personalidad que la acoge, nutre y despliega. La disponibilidad de los materiales, en cambio, se relaciona de manera directa con las circunstancias que configuran la realidad, de límites variables, en la que con osadía se desenvuelven los curiosos. Montaigne, se ha dicho hasta el cansancio, trabajaba con los materiales que su propia subjetividad le concedía pero también con las
múltiples referencias proporcionadas por su formación clásica y, más aún, con los conocimientos producidos en su época. Francis Bacon, el otro gran precursor histórico del ensayo moderno, hacía lo mismo. Esa mezcla de elementos internos y externos les ayudaba a explorar mejor sus intereses y obsesiones. Hoy más que nunca el ensayista cuenta con un almacén infinito de materiales que le permiten, en teoría, eslabonar férreas cadenas de significación al servicio de sus elucidaciones. Si, por una parte, la manera de entrelazarlos sigue siendo intransferible; por otra, su disponibilidad se ha estandarizado a tal grado que casi ningún ensayista puede sentirse fuera del torrente de información que, las más de las veces, funciona como ingrediente básico de sus ensayos. Es indudable que la labor de investigación que precede a la escritura ensayística se ha modificado con la llegada del internet. Ahora ya no es necesario ir en busca de materiales que reafirmen alguna idea o intuición porque ya siempre están ahí, completamente a la mano, listos para ser usados y transformados. El internet es el paraíso de los curiosos que día a día se entregan sin reservas al hallazgo. En la época de su reproductibilidad web, el ensayo es una escritura abierta y multirreferencial que tiene como objetivo, entre otros, mostrarle al lector lo que ya hay, descubrírselo como se descubre no lo secreto sino lo evidente, lo que yace a la vista pero, paradójicamente, no ha sido observado.
Precisamente por ser la Biblioteca de Babel de nuestro tiempo, en internet se resguardan y ejercitan una serie de dinámicas cognitivas que le van bien al ensayo. Cuando Montaigne dice: “desparramando aquí una frase, allá otra, como partes separadas del conjunto, desviadas, sin designio ni plan, no estoy obligado a ser perfecto ni a concentrarme en una sola materia; varío cuando bien me place, entregándome a la duda y a la incertidumbre, y a mi manera habitual, que es la ignorancia”, no sólo describe el tipo de proceder intelectual concretado en su obra o una concepción específica del estilo, sino que anticipa lo que cuatro siglos después será el modo usual de desplazarse por las redes informáticas. ¿Quién, en su sano juicio, podría negar que ensayistas, lectores de ensayos e internautas comparten el gusto por el movimiento, la fragmentación, la imperfección, el esparcimiento, la polimatía, el salto teórico, el desvío y la deriva, la vacilación y la perplejidad como formas de conocimiento? Basta con realizar una somera revisión de los principales estudios al respecto para darse cuenta de que todos estos aspectos, en mayor o menor medida, forman parte del cúmulo de propiedades que comúnmente se le atribuyen al ensayo. Así, escritura ensayística e internet participan de una clase de conocimiento que, no por ajetreado, resulta menos consistente y duradero. Desde una perspectiva alejada del catastrofismo circundante, la famosa superficialidad intelectual del internauta, cifrada en el hecho de no permanecer quieto ni por un instante, no es más que una ilusión. Si bien es cierto que el internet ha modificado nuestra manera de leer, volviéndola más rápida y, quizá, más dispersa, también es cierto que la capacidad de comprender no sólo depende del soporte que se utilice para dicha actividad sino de una actitud o disposición del ánimo provocada por el asunto mismo que se pretende abordar. Profundizar en los temas hasta obsesionarse con ellos es hoy más que nunca posible y deseable, gracias a que el internet nos ofrece, en cuestión de segundos, ángulos de visión que de otra manera nos pasarían desapercibidos. Si históricamente el ensayo ha sido el convidado de todas las fiestas, en la época de su reproductibilidad web el ensayista se ve obligado a abandonar la literatura y sumergirse en otras formas del saber, tomando de aquí y de allá lo que le conviene para decir lo que tiene que decir. Ignorando la apariencia de los materiales que le pueden servir para ilustrar o apuntalar sus intuiciones, ideas o pensamientos, está convencido, sin embargo, de que al conectarse a la red los hallará, porque internet es el territorio del haber, el imperio del hay.
El conocimiento producido por la ciencia y las formas de escritura afines a ella es o pretende ser progresivo. Por el contrario, el conocimiento producido por el ensayo resulta siempre acumulativo debido a que no le interesa averiguar qué es determinado asunto sino saber más de él, contar con la mayor cantidad de herramientas para asimilarlo, describirlo e interpretarlo. Lejos de las definiciones que trastocan y dificultan la marcha del pensamiento, el ensayista se mueve en el terreno de las certezas provisionales, válidas únicamente bajo contextos específicos, muchas veces delimitados por intereses de índole personal o colectiva. En más de un sentido, el ensayo es una escritura de circunstancias que refleja no sólo la abundancia de puntos de vista mediante los cuales se puede acceder a un tema u objeto de estudio sino la fluctuación que los caracteriza. Fluctuación que, por si fuera poco, le permite al ensayista concebirse a sí mismo como un escritor que nunca termina de saber y a sus textos como palimpsestos.
En la época de su reproductibilidad web, la noción del ensayo como palimpsesto y la caracterización del ensayista como ignorante perpetuo se vuelven aún más evidentes. La modificación de un texto publicado en internet, ya sea porque su autor sabe algo que antes no sabía o porque la experiencia lo ha llevado a un nivel distinto de comprensión, se puede hacer de manera rápida y sencilla, a diferencia de lo que sucede con las ediciones impresas. Mientras que el libro nos asegura la quietud y estabilidad de lo escrito por un largo periodo de tiempo, las redes informáticas nos aproximan a un estado líquido de la escritura en el que todo puede alterarse en cualquier momento. En términos de fidelidad literaria, nada nos garantiza que lo que acabamos de leer en la pantalla permanezca intacto en el futuro, mucho menos cuando escribir significa, en buena medida, llevar consigo la embriaguez de la metamorfosis o el frenesí del movimiento continuo. Si por su versatilidad, generosidad y atrevimiento, el ensayo es la escritura de los partidarios de la transformación, inscrito en un soporte web se convierte en la escritura favorita de los indecisos, en la escritura de los escritores que siempre están reescribiendo. En un texto luminoso, Roland Barthes analiza el suplicio padecido por Flaubert a la hora de corregir lo que con tanto esfuerzo y dedicación lograba redactar. Tormento indecible, casi expiatorio, el trabajo del estilo representaba para él un dolor absoluto, infinito e inútil, que lo aislaba del mundo. La extrema lentitud de su escritura se complementaba con una tarea digna de Sísifo en la que borrones, tachaduras, supresiones y enmiendas intentaban alcanzar la frase perfecta, ese objeto lingüístico tan apasionante como imposible. Víctima de sus propias obsesiones, Flaubert encarnaba lo que hoy, de la mano de nuestros flamantes dispositivos tecnológicos, podríamos seguir llamando “el vértigo de la corrección infinita”. Un vértigo que de cuando en cuando se detiene pero sólo para embestir con mayor fuerza, pues la publicación electrónica no es irreversible sino, por el contrario, una manera fantasmal de hacerse presente. Comparado con el autor que al ver su trabajo impreso se olvida de él, el autor publicado en la web siempre está a tiempo de volver a lo escrito para modificarlo de nuevo. Versado en la virtualidad del texto, pone en entredicho la idea de la obra terminada y reconfigura el concepto de originalidad llevándolo al terreno de la palingenesia. Sabe, pues, que un texto contiene muchos otros textos que acaso algún día verán la luz. Sabe que una frase engendra otra frase y que ésta, a su vez, se encuentra en proceso de engendrar una tercera. Nunca antes el verbo “actualizar” había sido tan elocuente y preciso como en nuestra época. Acostumbrado a proyectar parte de su obra en la red, el ensayista actual pertenece a esa estirpe flaubertiana que busca la perfección sin poder conquistarla. Aunque en internet haya todo, ese todo es cambiante, porque internet es el territorio de la posibilidad, el imperio del poder ser.

Al publicar en la web, el ensayista se inscribe en una suerte de antología universal que crece desmesuradamente. Antología en la que, sin embargo, no siempre existen los parámetros de calidad que a grandes rasgos siguen sosteniendo el prestigio de la industria editorial. Es común hallar, sobre todo en blogs y páginas personales, textos de frágil hechura que jamás han sido examinados o sometidos a una revisión escrupulosa. Se trata, más que de textos, de conjuntos de palabras que poco o nada aportan a la literatura contemporánea y que, en el mejor de los casos, sirven como distracciones en un mundo plagado de entretenimientos. Si, por una parte, nadie puede negar que el internet es un medio de comunicación horizontal que fomenta la democratización de la cultura, por otra, resulta evidente que dicha democratización tiene también un lugar reservado para la estrechez de miras y la indigencia intelectual. Subyugados por la misma plataforma, autores de prestigio coexisten con poetas de buró en una realidad paralela, virtual, en la que las diferencias se diluyen debido a la inmediatez con la que los escritos de unos y otros “le llegan” al lector. Contrario a lo que todavía ocurría hace algunas décadas, hoy los procesos de ejercitación y aprendizaje son exhibidos sin recato, justamente porque no son reconocidos como tales. Antes los escritores desechaban sus primeros textos con pudor y un amplio sentido de la vergüenza porque buscaban evitar a toda costa que su precario manejo del idioma, sus pifias e ingenuidades se hicieran patentes, llegaran al público. Hoy todo el que escribe es Kafka y Max Brod al mismo tiempo. Basta con garabatear un par de frases y subirlas a la red para llamarse a sí mismo “escritor”. Internet, pues, propicia el vértigo de la corrección infinita que modifica y mejora el texto, pero también funciona como una inmensa papelera en la que se almacenan y exponen documentos de escaso valor que muestran lo que no se debe hacer cuando aún no se está preparado para redactar con un poco de respeto por la sintaxis. La flexibilidad de la web nos acerca, por igual, a lo brillante y a lo mediocre, a lo meritorio y a lo intrascendente, a lo excelente y a lo insignificante. Por eso, más allá de sus cualidades publicitarias o divulgativas, es muy importante considerarla un soporte más, tan útil o inútil como se quiera. El ensayista debe olvidarse de la celeridad inherente a la publicación electrónica y concentrarse en el ensayo mismo en tanto escritura compleja y multidimensional. Sólo así podrá seguir aprovechando todo lo que la red puede ofrecerle, pues también en la época de su reproductibilidad web el ensayo es el territorio de la autoexploración, el imperio del yo.

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