jueves, 7 de enero de 2016

La vida en las manos. Entrevista a Javier Villafañe


María Esther Gilio


Monarca de los titiriteros”, dijo el rey Juan Carlos inclinándose ante Javier Villafañe, “Rey entre los reyes, el más justo y admirable”, respondió Javier Villafañe inclinándose ante el rey Juan Carlos. “Chámpate, chámpate”, dicen que dijeron los niños que presenciaban las inclinaciones de ambos reyes al mejor estilo Lejano Oriente.
Pero hoy, Maese Javier no está más con nosotros. Diez años hace (mayo de 1996) que emprendió el último viaje. Querríamos saber si consiguió convencer a Dios de que lo dejara bajar al infierno, para él más divertido. Creemos que Dios no aceptó su propuesta, no se quiso perder a alguien tan loco, cariñoso y divertido y lo tiene a su diestra anotando las noticias menos celestiales del día. Sus colegas seguramente siguen haciéndolo enojar diciéndole: “Tú eres el mejor titiritero que ha puesto sus pies en el mundo”.
¿Sabe Javier? Yo creo que García Márquez lo leyó a usted y en sus cosas encontró una puerta por la que meterse. Mire, tomo cualquier libro suyo, lo abro en cualquier parte, leo y recuerdo siempre a García Márquez. Yo creo que fue usted quien inventó el realismo mágico.
Ah, García Márquez, amo a ese hombre. Pero hay algo, si nosotros pudiéramos. Los niños pueden. Fíjese, un chico que nunca había leído a García Márquez me cuenta ese cuento de Dios que cae en el gallinero de una casa. “A mí se me ocurren muchas cosas”, me dijo el chico cuando le pregunté. “Pero nadie me pide que las escriba. Y después que las cuento...” Claro, sentía que ya no era necesario escribirlas –dijo Javier Villafañe con esa voz grave, algodonosa, sin aristas y apenas audible. Una voz que escuchada luego, en la cinta, tiene sonido de viento pasando entre las hojas o de agua corriendo, tan pareja, continua y uniforme que se hace difícil separar una palabra de otra. O dicho de manera más sincera, una voz que transforma la desgrabación en un infierno, tanto que llegué a adorar mi propia voz en el grabador, cosa que no me sucede jamás, y sonreí deleitada cuando me escuché limpiamente decir: ¿“Es Trotamundos el personaje que más quiere?”

Sí, creo que Trotamundos es mi hijo preferido.
No siempre el hijo preferido tiene el mejor padre. Hay amores que ahogan.
Sí, por algo se queja Trotamundos de que los cuchillos que llevamos en la valija son de utilería. “Porque un día voy a matarte”, dice. Y cuando yo le pregunto por qué, él dice: “Porque eres mi padre”. Pero no sé si es el que más quiero. A usted le parecerá mentira. Yo le he hecho varios reportajes a Trotamundos, uno cuando cumplió la mayoría de edad, otro en España y otro que luego escribí en algún libro. Pero yo los quiero mucho a todos. De pronto estoy preparando los muñecos para viajar y digo: “Voy a llevar sólo a Trotamundos, al Diablo, a la Muerte y a estos dos”. Y miro a los otros y me digo: “No, no, ¿cómo voy a dejar a estos otros?, no puedo”. Y al final los llevo a todos. Usted dirá que hago literatura.
Pero cómo voy a decir que hace literatura si le estoy mirando los ojos. Le da pena dejarlos.
Claro, claro. Y hace unos días, de pronto, le dije a Trotamundos: “Mirá si yo te dejara. Ah, te das vuelta la cabeza para el otro lado, como si no quisieras oír”. Y en ese momento Luz Marina, mi mujer, que entra en el cuarto, pregunta: “¿Qué decías?”. “No, nada, nada”, le contesto yo. Luz me mira y tampoco dice nada. Ella sabe que yo hablaba con Trotamundos. Hablo mucho con él, es el muñeco con el que más hablo.
Usted, en sus obras, habla a menudo de la muerte. Es una muerte que no asusta la suya, tal vez porque con ella se puede dialogar, y nosotros confiamos mucho en el diálogo.
Sí. Yo creo que los uruguayos creen en el diálogo. Y está bien, hay que tener esa confianza. Mire lo que me pasó una vez. Yo estaba enfermo, muy enfermo, y tenía que morir porque me había atacado una terrible pulmonía. Entonces me dije: “Está bien, algún día tenía que morir, pero no todavía. Veamos qué hago”. El médico, muy amigo, venía tres o cuatro veces por día a verme. Buscaba un pretexto y venía, porque sabía que en cuanto él se diera vuelta, paf, yo me le iba. Se me ocurrió una cosa. Cuando él entró una de esas veces yo empecé a hablarle en voz muy muy alta, tan alta como si en un teatro debieran escucharme desde el paraíso. “Mirá, yo quiero salir de esto porque tengo que terminar un libro, y además tengo un contrato que cumplir dentro de cinco años”. “Sí, sí”, dijo él y le preguntó a mi compañera: “¿Qué le pasa a Javier, está sordo?”. “El tiene bien el oído, no está sordo”, dijo ella. Y él: “No sé, ha entrado en una cosa delirante”. Cuando ya se iba lo llamé: “Acercate”, le dije. “¿Sabés por qué te hablaba tan alto? Porque a lo mejor la muerte está escuchando. La muerte está detrás de todas las paredes, las puertas. Si me oye va a decir: ¿Cómo voy a llevarme a este viejo que tiene tantas cosas que hacer?”.
¿Tiene, sí, muchas cosas que hacer?
No, no tantas, eso fue para engañar a la muerte. En realidad ya hace un tiempo que me digo: “Quiero ver amigos, leer, tomar vino y dejar que el tiempo pase sin ponerme a contarlo”.
Sabe Javier que la cara de Maese Trotamundos es un poco triste, escéptica, bueno, además de inteligente. Trotamundos es muy inteligente, creo.
Sí, es. ¿Le miró los ojos, los miró bien? Tienen muchos años esos ojos para un títere. El nació en 1933, ya llegó a la mayoría de edad y ya me hizo todos los reproches que se le hacen a un padre a esa altura. Me dijo: “Yo no hablo así, ésa no es mi voz. Usted no conoce la voz de ninguno de nosotros. No conoce nuestra manera de caminar. Nos hace caminar como camina usted”.
Y también: “¿Por qué no hay en la maleta un revólver con balas que maten y un cuchillo filoso? ¿Y si yo me quisiera suicidar?”. ¿Qué sabe Trotamundos sobre la muerte?
El sabe que moriremos juntos porque se lo anunció una adivina. El me ha dicho: “Le tengo miedo a la muerte. Por favor, mírese a un espejo. Usted ha envejecido. Tiene la barba totalmente blanca. Está tan viejo que puedo matarlo con un cuchillo de utilería”. Y hablando de esto recuerdo a una titiritera que un día conocí, con la que hablamos muy largamente de nuestros viajes y nuestros muñecos. Quiso mostrármelos. Abrió la maleta que tenía cerrada desde hacía largo tiempo y adentro sólo había polvo. Era la realidad más terrible de la muerte. Ella se puso muy triste. Esa imagen no se me borrará jamás. Los muñecos se habían transformado en polvo.
Usted es tan vital que uno jamás lo asociaría con la muerte. Sin embargo en su literatura siempre está allí nomás, tan cerca del niño como del anciano.
Ella está presente en todas las cosas, en el amor –“Largas horas tiene el día, el amor sólo un instante”–, está en esta llave que parece tan fuerte y que un día no será más esta llave, derecha, dorada y dura. Tengo un poema sobre la muerte pero mala memoria.
Neruda dijo en una charla que para él había una sola forma de olvidar a la muerte: el amor. También decía “un poeta no puede vivir ni escribir sin estar enamorado”.
Un titiritero tampoco. No se puede ni se debe. Aunque a veces el amor se termina y uno sufre.
No lo veo sufriendo.
Sí, sí, he sufrido. Yo he tenido muchas novias, muchas amigas. Y a veces alguna me ha dicho: “Basta, se acabó, andate”. Porque el amor se había terminado pero yo no lo sabía, no sentía que se hubiera terminado. Aunque algo había hecho para que eso ocurriera. Yo me quedaba muy, muy triste.
Muy, muy triste, pero por muy poco tiempo, ¿verdad?
Sí, ¿cómo lo sabe? Se me pasaba pronto.
Porque encontraba otra.
Sí, sí. La compañera que más tiempo me ha durado es Luz Marina, 10 años.
¿A usted, más que Dios le gusta el diablo, verdad?
Sí, me gusta más. El diablo es más ingenioso.
¿Dios es más previsible?
Las cosas que se le ocurren al diablo jamás se le pueden ocurrir a Dios. Yo tuve un problema con Dios. En cambio a mí el diablo nunca me dio un dolor de cabeza.
Le gusta más el diablo, sin embargo usted va a tener que bancarse a Dios por una eternidad. Yo no lo veo en el infierno.
Sí, pero el infierno debe ser muy aburrido, quiero decir el cielo. Siempre me equivoco, pienso cielo y digo infierno o al revés, ¿por qué será que me equivoco? Le preguntaré a San Simeón, el santo patrono de los titiriteros, él debe saber, fue el primer hombre que tuvo al niño Jesús en sus brazos.
¿Antes que José? ¿Sabía que un grupo de católicos quieren rever la virginidad de María y la paternidad de José?
Yo tengo un poema que dice “Santo Dudoso de la fidelidad de su esposa”. Está en un libro que quiero mucho: Historiacuentapoema. Allí también está la historia de un venezolano, el doctor José Gregorio Hernández, al que quieren hacer santo. El pueblo está empeñado en eso. Pero hay algunas cosas en contra.
¿Qué cosas?
Que se teñía los bigotes. Y además su muerte, que no fue heroica. El único auto que funcionaba en toda Venezuela lo mató. El cruzaba la calle luego de haber comprado en la farmacia remedios para una anciana menesterosa cuando se topó con el auto homicida.
Cómo es esa historia del payaso cuyo pipi, dice usted, crece y crece, tanto que lo tapan con una sábana y la sábana parece una bandera en su mástil. Usted dijo que ese payaso existió.
Sí, existió. Su mujer se reencontró un día con una amiga del colegio y así se reanudó un amor nacido en la infancia. Ella dejó al payaso y se fue a vivir con su amiga. El payaso me lo contó todo, me dijo cómo ella en la noche se demoraba en llegar a la cama. Y cómo decía: “Estoy cansada”. Me dijo que él la acariciaba pero sentía el rechazo de su cuerpo. Mi caricia tocaba su sudor frío y resbaloso como el vientre de un reptil, dijo. Ella, Maricarmen, se fue un día con Maite, su ex compañera de colegio. “Suerte que se fue con una mujer”, me dijo el payaso, “si se hubiera ido con un hombre, la mato. Yo no soy un cornudo”. Era tan inocente aquel payaso. Uno al final se confunde y no sabe qué es fantasía y qué es realidad. Ocurren cosas tan raras. Mire lo que pasó con aquella mujer que se había enamorado de un gallo.
¿Quién era?
Era la hija de un general con las paredes de su casa llenas de sables, y las vitrinas de medallas. Muere el marido, que era coronel, y entonces se enamora del gallo. ¿Qué hacer? –dice Javier riendo para adentro, con una risa silenciosa que todo el cuerpo acompaña–. Hija de un general y mujer de un coronel, lo primero que hace cuando ve que el gallo ni la mira es matar una a una todas las gallinas. Hecho esto, va y convida al gallo, que ahora llama Juan, para que entre a su casa. Pero Juan se niega. Entonces ella toma una cesta llena de maíz y los va tirando para que Juan la siga. Le lleva días enseñarle a entrar, a subir la escalera. Pero lo consigue. Y luego consigue que se suba a la cama, para lo cual desparrama granos sobre las sábanas y sobre su sexo. Pero para seducirlo más aún, busca gusanos y los pone sobre sus senos y su sexo.
¡Mi Dios! ¿Y cómo termina?
Con la hija del general y viuda del coronel diciendo: “¡Juan! ¡Juan! ¡Juan!”. Pero no sonría que esta historia no tiene un final feliz. Un día Juan desapareció, entonces la hija del general lo buscó, lo buscó y lo buscó. Aquí, allá y más allá. Pero no lo encontró. “Me lo robaron las solteronas de mis cuñadas”, dijo finalmente.
Cuénteme ahora de ese viaje que hizo con un teatrito por la ruta del Quijote.
Sería tan largo de contar ese viaje que 20 cintas no alcanzarían. Porque allí andábamos despacio todos los que íbamos, que éramos diez. Cuatro titiriteros, dos fotógrafos, un ventrílocuo, un cronista y un estudiante. La gente en estos pueblitos no tiene urgencias. La gente conversa mirando cómo el humo de las pipas sube y se confunde con el humo de las nubes. Allí la gente distrae su ocio contemplando el vuelo de los ángeles, mientras sentada al sol teje su propia mortaja, porque quiere entrar vestida al cielo. Allí las gentes se saludan diciendo: “Vaya con Dios y la buena hora”. Y le cuento que es tan fuerte el espíritu del Quijote de La Mancha que todos terminamos hablando como si fuésemos personajes de El Quijote. Escuche: “En puerto Lápice tocónos ser huéspedes de doña Lola, mujer que nos tratara tan mal y tan bien como sólo se trata a la familia”. ¿Qué le parece?
Escrito por Cervantes.
No exagere si quiere que le crea.
Bueno, otra pregunta, la última. Usted ha dicho: “El títere es la sombra del hombre”.
Es que están tan unidos. Puede ser así y también al revés. Yo quería hacer algo en que estuvieran unidos el titiritero, el títere y el teatro. Como si en las venas de los tres corriera la misma sangre. Y esta idea, este deseo que tengo de esta obra me hace doler el pecho. Yo creo que todo lo que uno ama es dolor.
Esto lo dice un personaje suyo, un titiritero miserable que anda por ahí con su hijo, su pequeño teatrito y tres personajes: la Novia, la Muerte y el Soldado. El dice: “Felices y desdichados aquellos que no aman su oficio”.
Pobrecito del que ejerce su oficio sin dolor. Duele, duele el oficio. Cómo duele.


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