miércoles, 1 de octubre de 2014

Hechura de palabras

Eleazar León

Jean-Hippolyte Marchand, francés. Una mujer leyendo
Cierta práctica contagiosa de quienes solicitan la literatura de nuestros días ostenta con alarde que son suficientes las palabras cotidianas para la población satisfecha de algunas páginas, para esa tarea “sobre el papel vacío que defiende su blancura” de la cual hablara con celosa ceremonia Stéphane Mallarmé. Según esa creencia, la mera enunciación de los vocablos del pueblo y de la calle bastaría para seducir el privilegio de la expresión, esas frases que nos revelan y nos rebelan y nos desbaratan y nos vuelve a decir, atravesando el decir común, “municipal y espeso”, y tocando el habla manantial de donde fluyen las voces de los que apenas tienen voz, de mana la disonancia que desespera de todo y la música leve que se contenta con casi nada. Quisieran los dones primordiales que tal confianza fuera posible. Pero no hay tal, por más que lo procuremos, pues las palabras abandonaron desde hace un tiempo sin memoria, su intimidad de vida con el mundo, y ahora mundo y lenguaje merodean aparte su propio destierro, el uno avasallado por las cosas de la realidad (producidas, mercadas, consumidas), y el otro, con mucho, su vasallo.

“¿Quién al gato no dice gato gato?”, repetía César Vallejo en un poema, tal vez en un intento cuantioso de relacionarse verídicamente con el animal, siempre allí afuera en mismidad errabunda y felina, y el poema aquí dentro en la exclusión de su conciencia, lejos y humano y extrañando lo verdadero como se añora lo que nunca se ha conocido. Porque se trata, sin duda, de reconocer los nombres del mundo y al mundo por sus nombres, no para dominarlo y vapulearlo sino para saber que nos acompaña, que nos saluda enorme con el gesto de fuerza de su naturaleza, que nos incluye fluidamente en su respiración. La preferencia de la historia ha sido evidente. No la comunión con el mundo sino su explotación, actividad que, con todo, sería llevadera si no mediara la desmesura y el despilfarro, depredaciones de la zoología del hombre, la antropología, debiera atribuir soberanamente a la suculenta voracidad del animal humano. Las palabras, ni qué pensarlo, son las primeras en ser exprimidas y desechadas, y en su lugar quedan las fórmulas, la envoltura de un fruto que se resuelve en pura cáscara, y en su interior ni siquiera el aire (que sería al menos algo), sino mentiras milenarias, experiencias podridas y encapsuladas y traficadas, haciendo las veces de un intercambio que no cambia nada y activando una vida social que por su vértigo se parece demasiado a la parálisis.
¿Cómo entonces confiar en que la simple traslación de los nombres de las cosas, nos permitiría luminosamente decir algo? Haría falta una piedra de moler palabras, un esfuerzo artesano que puliera las voces con la arenisca de las edades (pulso y tanteo digital en las inmediaciones del universo), y así tal vez por fin vivirían las imágenes: apariciones musicales armoniosas y súbitas; confesiones presurosas, apacibles, crispadas; gracias de ritmo pleamar que vislumbran las islas y los parajes desconocidos; y así mismo los ojos de íntima soledumbre, y el oído populoso que escuchándolo todo distinguiera en los ecos aquel de ráfaga que nos habla, aunque su misterio fuera de susurro caudal. Pero nada formalista, de narcisa delectación, debiera perturbar el ajetreo con las palabras “El refinamiento es signo de vitalidad deficiente, en arte, en amor y en todo lo demás”, escribe con sigilosa demolición el intransigente Ciorán.
Somos hechuras de palabras, y los días nos pronuncian, y las noches, los años, del cenit al nadir hasta las sílabas del tiempo, y de la piel al barro de los huesos, la sangre. Los nombres nos tejen a la vida y la vida nos trama con sus hilos de aire, muchedumbres de voces, urdimbres animadas, como el viento de sueño de las palabras.

1985

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