lunes, 2 de junio de 2014

El libro como destino

Juan Carlos Santaella

Sueños lectores Ilustración de Anna Forlati 
Para muchos seres humanos, hay aspectos, objetos y cosas que están, de muchas maneras ligados estrechamente a sus vidas. Cada quien, a partir del momento en que su existencia comienza  a tener un cierto sentido, crea para sí mismo e incluso para los demás, un mundo íntimo de correspondencias, gustos y obsesiones que con el tiempo terminan siendo puntos fundamentales de referencia. Todo depende, por supuesto, de las circunstancias en las cuales se desarrollan estas apetencias, estos ejes secretos, estas cercanías con los objetos amados y preferidos.
Hay, en efecto, condiciones propicias, espacios privilegiados, tiempos emocionales y materiales idóneos en lo que respecta a la formación espiritual de toda persona. No se eligen, no se compran, pues ellos constituyen una parte impredecible de la vida misma, forman una especie de azar inconstante  a través de cuyas apariciones, las bondades y las miserias, así como la felicidad, se presentan sin que podamos hacer nada al respecto. En suma, somos elegidos, tomados a la fuerza  por esos caprichos del destino, por esas corrientes subterráneas, para ser lanzados después a una superficie que suele maltratarnos y también revelarnos los misterios del fuego compartido.
Nadie, en verdad, decide sobre aquello que algún día llegaríamos a palpar, sobre aquello que en algún  momento tardaríamos en querer y odiar con tanto apasionado rigor. Hay
mucho de fortuna y de juego en los tránsitos que acompañan nuestros pasos, en los caminos que se agolpan de improviso, en las encrucijadas señaladas con brutal e indecente determinación. No se puede manejar semejante relojería, es imposible precisar, menos predecir y todavía anticipar, las coordenadas de un rumbo que simplemente se desconoce. El tiempo futuro, es una ardua abstracción  que al cabo suponemos inútil para su virtual desciframiento. La nostalgia pertenece al pasado y no al futuro, a pesar de que aún podríamos añorar un tiempo imaginado y entonces surgiría una nostalgia por lo que nunca ha existido, por lo que jamás ha sido.
La creación está ligada, de manera estrecha y definitiva, al destino. La infancia, que es tiempo fundacional, que es un lugar para los sueños, participa a su manera de la creación; una creación que es, al  unísono, recreación y juego, realidad y fantasía, todo mezclado confusamente a la vez. En este universo  infantil, se producen los primeros estallidos de luz, los iniciales resplandores, los albores del placer y las  inevitables constataciones del dolor.  Se ha dicho a menudo, que la vida adulta  es, en múltiples sentidos, una proyección detallada de la infancia y que muchas de las claves que estructuran nuestros actuales temores y dichas, nacen en los confines de aquélla. Si el libro, para entrar de lleno en el tema, es una forma de felicidad y de temor, su origen puede pertenecer a estos vastos territorios, a estos antiguos sueños apostados en los bordes imaginarios de la infancia.
Me gustaría hablar un poco de esa infancia particular y, dentro de ella, del libro que fue para mí, que quizás pudo ser, del libro improbable y perdido en la memoria. No quisiera convertir en experiencia autobiográfica, lo que de otro modo puede relatarse de una manera más simple. No obstante, resulta impostergable decir algunas cosas. En primer lugar, saltan algunos recuerdos, brotan ciertas imágenes  que describen el itinerario dentro del cual los libros llegaron a ser más ausencia que presencia, más objeto extraño que hecho concreto y palpable. Todo se debe a que, como tantos niños del mundo y de este país, mi infancia fue, en muchos aspectos, nostálgica, y solitaria. Las primeras  visiones que recuerdo y poco añoro, están instaladas en un vago espacio de mañanas solariegas y tardes lluviosas en la vieja casa de mis abuelos, ya muertos y olvidados. El tiempo de mi niñez transcurrió lentamente entre cuartos apenumbrados, un estrecho patio resquebrajado y pulcro, unas calles silenciosas, un colegio distante ubicado en el frío delicioso de un viejo pueblo que hoy se muere en la más absoluta tristeza. Horas y horas me arrastraban  de un lugar a otro, de la oscura cocina al pequeño zaguán, de la bodega de la esquina al hospedaje donde solía almorzar y cenar con invariable apetito. Hermosos y pintarrajeados pájaros, acompañaban la calma de esta vieja pensión de pueblo, en donde tal vez descubrí esa trashumancia, esa metonímica cualidad volátil, como los pájaros aquellos, que más adelante me llevaría a pernoctar en tantos lugares y a la vez en ninguno. Pero, no quiero hablar de mí sino de los libros que conforman este singular espacio, este reino destinado a los vagabundeos pueblerinos, esa errancia del corazón que no supo de bibliotecas, ni de viejas colecciones, ni de libros de aventuras, de espectros y fantasmas, que nunca leyó a Julio Verne, ni a Stevenson, ni a Cervantes, ni Swift, ni a “Las Mil y una Noches” en fin, una infancia poblada más de sensaciones que de convicciones, más  de aventuras callejeras que de relatos, cuentos y novelas escritas. A decir verdad, estos libros llegaron mucho después, cuando la fascinación y el encanto infantil ya habían pasado. Forman parte de una cultura adquirida con el tiempo, son vitales presencias en medio de otras referencias de las cuales me siento próximo y deudor.
Creo, al respecto que referirme al libro que fue, es una franca mentira de mi parte. No hubo tales libros. Sí existió, en cambio, una tímida idea del libro, que es una forma igualmente legítima   y hermosa de poseer el libro como tal. Estaba la idea, pero no la figura, había el concepto, pero no la sustancia. De alguna manera, el libro se anunciaba se suponía que estaba ahí, se respiraba su presencia como se presienten ciertas cosas que van a ocurrir. El libro era una premonición, una sombra al acecho, un punto ambicionado en el destino del paisaje individual, ese paisaje que al cabo mostraría el libro que ahora es, la palabra que ahora voy escribiendo. Así como el amor tiene una historia y hasta una prehistoria, también el libro tiene en nosotros una historia especial, una vida oculta, una intimidad hecha de asombros y temores. Contar la historia de un libro, es contar la historia de quien lo lee y  con ella, el cuerpo, la mirada y la piel de quien lo convoca en silencio.

  El libro que es
Escritora… muy inspirada Ilustración de Robert Neubecker
Quisiera comenzar con una cita de Albert Beguin cuyo sentido más explicito me permite expresar un poco lo que a mi juicio representa como experiencia de vida y también como experiencia de escritura: “Lo que somos en la actualidad está compuesto sin duda de encuentros humanos, de accidentes de todo tipo, de nuestras miserias y nuestros éxitos, pero también, en un grado apreciable, en un grado inmenso, de los libros que hemos leído, de los libros que se han convertido en nuestra propia sustancia”. Es sumamente importante esta aseveración, en la medida en que la misma revela el papel esencial, que el libro puede tener, en tanto objeto de conocimiento y de placer, para la formación del espíritu humano. Sin duda, hubo libros que ejercieron una poderosa influencia en la construcción de la sensibilidad y el sentimiento. A partir de ellos, de su secreto  subversiva provocación, el horizonte social y la propia individualidad comenzó a expandirse gracias a las inmanencias, a las proposiciones y a las claridades que los mismos libros entreabrieron lentamente. Difícil me sería nombrar todos esos volúmenes, todas esa páginas que hicieron, con el paso del tiempo, una especie de abono saludable y peligroso. Ellos están allí, pues forman parte de la inalterable memoria de los años, de los días y las estaciones. ¿Cómo saber con propiedad, qué aspecto singular de un libro desató en nosotros una reacción concreta, qué puertas logró abrir y  cuántas se cerraron? ¿Cómo calificar los efectos de la lectura, si los libros, como las noches, van unos tras otros tejiendo imperceptiblemente los hilos de la imaginación, modificando el carácter de nuestras costumbres? Borges decía que “de los diversos instrumentos del hombre, el más asombroso es, sin duda, el libro”, porque el libro “es una extensión de la memoria y la imaginación”. Por otra parte afirmaba, cuestión que me parece sensata, que la lectura es otra forma de felicidad, que la literatura es “también una forma de alegría”. Pero, sin embargo, habría que considerar que así como la lectura debe aspirar a producir en el lector esa alegría o esa felicidad, de igual manera el dolor y la desdicha pueden acompañar a los destinos domésticos del libro. Al respecto, no toda lectura es gratificante y no todo libro nos sumerge siempre en un ámbito de placer. Los libros, a su modo y parecer, inician al lector en un aprendizaje de vida que puede resultar en extremo doloroso y conflictivo. Recuerdo, por ejemplo, la lectura que hice a los diecisiete años en El Lobo Estepario, de Herman Hesse. Su efecto, en el momento, movilizó en mí una serie de curiosas preguntas, mostrándome aspectos del ser humano que hasta ese momento no había  vislumbrado. Y confieso que aquellas extrañas revelaciones no me resultaron muy consoladoras; al contrario, permitieron que se instalaran en mi conciencia, algunos fantasmas que aún suelen aparecer. Pero, al unísono, descubrí la magia de las palabras, su realidad encantadora. En Hojas de Hierba, de Walt Witman, la poesía vino a ocupar un espacio de persuasivas fulguraciones verbales. Comprendí, entonces, que las palabras eran, ciertamente, signos asombrosos que me instalaban violentamente en el mundo, un hecho respiratorio que hacia traducible todo lo que me rodeaba, traduciéndome a la vez en los objetos del entorno. Un alfabeto inédito, un glosario de maravillas, una diáspora de sonidos y sentidos, acudieron con el único propósito de constatar  que los libros inventan el destino de quien los utiliza y los ama.
De  modo que los libros son ahora una realidad inobjetable, casi un principio de placer, cuya manifestación diaria en el curso de nuestra vida, de hecho, desde luego, que esta última aprenda un poco a convivir bajo la sombra de los primeros. En última instancia, los libros constituyen, muchas veces, el punto de partida de toda experiencia escritural. Es casi  imposible escribir sin tener algún estímulo literario o un modelo verbal que nos sirva de materia nutriente. Y en esto, los libros, algunos libros, influyeron poderosamente en ese otro definitivo  destino que es la escritura. Si trazáramos una radiografía personal de nuestro devenir como escritores, aparecerían en medio de ese mapa de correspondencias, préstamos y deudas literarias, cientos de voces, de matices, de modulaciones que pertenecen a otras geografías, a otros escenarios bibliográficos. Mi escritura está hecha de otras escrituras, atravesada por libros y estilos que se superponen a un rostro escritural compuesto de múltiples  rostros. Al fin y al cabo, la escritura es una máscara que a la vez esconde otra máscara y de nuevo otra, así hasta el infinito. En esta arqueología de la palabra, coexisten diversas capas de sensibilidad, de temor, de confusión  y de expresión. El libro que hoy escribimos, es un compendio de estos estratos verbales, una suma de realidades, una conjunción  de estrellas desplegadas en el firmamento de lo literario.
Pero, el libro cuya materialidad responde a las pulsaciones de nuestra contemporaneidad, es un libro que en cierta manera se ha perdido un poco en la vida, se ha extraviado en medio de las exigencias indiscriminadas del mercado y la difusión. Indudablemente el libro no puede existir si no se promueve y se vende, pues en tanto fenómeno de la comunicación, él estimula este proceso en el cual intervienen un emisor y un receptor, vale decir, el que escribe y el que lee. Roland Barthes decía más o menos que es imposible referirnos a la lectura, así como  a cualquier manifestación de la cultura, si no tomamos muy en cuenta, no sólo la calidad de esta lectura, sino también su difusión posible. Sin embargo, en esa “difusión  posible”, radica uno de los más  preocupantes problemas modernos en cuanto a los hechos y efectos sociales de lo cultural. Creo, al respecto, que estamos viviendo uno de los períodos, si más fructíferos  desde el punto de vista  de la producción  y difusión  del libro, también más estériles en cuanto a su valoración  intrínseca y espiritual. Al parecer, las leyes del mercado en esta materia, las cuales son de una importancia que no desestimo, crearon una superinflación  semántica de los signos culturales y, entre ellos, al libro como tal. La industria cultural ha sido sumamente hábil en el manejo de la comercialización  del libro, hasta el punto de convertirlo en un objeto de mercadeo, cuyo trato iguala al de un jabón, un automóvil  o una prenda de vestir. Las editoriales, apartando su importancia indiscutible, parecen mejor grandes corporaciones al estilo japonés o americano, donde las estrategias de venta son utilizadas bajo los más rigurosos esquemas  de las leyes del mercado. El libro necesita, sin duda, ser comercializado, pero no bajo la misma implacabilidad de los otros productos. Este concepto mercantil que somete al libro a ser un objeto más de consumo, coloca al escritor en una situación más compleja y contradictoria. Un dilema que alcanza a preguntar lo siguiente: ¿escribir un libro y publicarlo, constituye un acto inalienable de creación  o es un acto inevitable de intimidación? ¿Es primero la creación y después la difusión? ¿Primero el pan y luego el verso, como decía Martí? No sabemos con exactitud, cuál es, después de todo, el punto hacia el cual se inclina la balanza. Lo cierto es que hoy, el libro ha perdido, paradójicamente, mucho terreno y se ha diluido, como un producto más, en la indiferenciación global de los mercados. Julio Cortázar dijo algo cierta vez, que a mí me gusta repetir a menudo: “Nunca he deseado que mi vida termine en un libro, sino que los libros terminen en la vida”. Puede ser éste un principio valedero y honesto para todo escritor y para todo lector inteligente. Lo contrario sabemos que termina en la impostura, en la simulación y en el artificio intelectual. “Jamás  juego sin vida y vida sin juego”, dijo nuestro  Ángel Rosenblat.
    
Tarde de libros. Ilustración de Lillian Sandoval 
El libro que será.
Toda interrogación  sobre el destino del libro, el futuro que le aguarda, es una interrogación  simultánea  sobre el destino de la palabra y quien la utiliza. Se han escrito y publicado millones y millones de estos artefactos singulares, de estas extensiones de la imaginación y la memoria, como gustaba decir Borges. Sin embargo, ¿cuántos quedarán y cuántos llegarán a ser pasto de olvido? Por lo común, se especula acerca de la desaparición  del libro, del peso cada vez mayor de los medios electrónicos de comunicación. Esta es una realidad inobjetable que no se puede descartar, cuyas derivaciones e impactos afectan, de muy distinto modo, la calidad y el tiempo para la lectura. Sin embargo, el libro es un objeto que podrá transformarse, así como variar sus usos y aplicaciones, pero nunca podrá desaparecer. Porque  hay tres aspectos esenciales, enumerados por el poeta inglés T.S. Eliot, que son primordiales en toda lectura y que no pueden ser sustituidos plenamente por la  televisión  y el cine. Ellos son, la adquisición  de sabiduría, el disfrute del arte y el placer del entretenimiento. Se dirá, con seguridad, que estas tres particularidades también pueden  adquirirse con aquéllos, lo cual puede ser verdad. Pero se ha demostrado incontables veces, que el discurso televisivo y cinematográfico, apartando sus ocasionales excelencias, es de una asombrosa fugacidad y de una no menos pobre obsolescencia que el libro supera en casi todos los sentidos. Si no, véase, por ejemplo, la perennidad de un libro como El Quijote, cuya capacidad restitutiva y regenerativa, ha logrado mantener una actualidad de varios siglos.
Pero  la pregunta acecha de nuevo y para ella no hay más respuestas que las propias dudas, virtualidades, esplendores y miserias que nos acosan en la actualidad. Tal vez el libro vaya hacia su propia desaparición, que será, a lo sumo, la desaparición del género humano. Es posible que surja, con el correr de los años, una estética ecológica del libro fundamentada en su preservación  y cuidado. Esto, por supuesto, dependerá de innumerables factores que el escritor no controla, pues él apenas forma parte de una frágil cadena reproductiva en la cual ocupa el sitio más vulnerable. Esta pregunta revisa, una vez más, las viejas incógnitas del escritor. ¿Para qué, por qué y para quién se escribe? No caeré, por lo menos en ese instante, en la tentación  de responder. Solamente me atrevería  a sugerir que estos tres señalamientos involucran a todo un proceso en el cual coexisten, al mismo tiempo, tres instancias complementarias y felices: el escritor, el lector y el libro. En este universo triangular se funda un territorio esperanzador y vehemente que todos los días se transforma, se auto impugna, se cuestiona y se libera. Un libro es como una luminosa y fértil metáfora marina.
Nunca cesa de moverse, jamás detiene sus corrientes tumultuosas. Es, como algún día señaló Kafka, un hacha afilada que logra atravesar el mar congelado que habita en nosotros.
   La pregunta final.
Quisiera, para concluir, transcribir un texto de Alejo Carpentier publicado hace varias décadas en una columna que el escritor cubano mantuvo en el diario El Nacional, con el nombre de “Letra y Solfa”. Como se sabe, Carpentier fue  uno de esos espíritus atentos y bien informados, a la par de ser un gran erudito en varias materias, cuya personal atención sobre los fenómenos  que atañían al escritor y su entorno social, resultaba estimulante, cuando no polémica. Entre  los tantos tópicos que Carpentier abordó en estas someras crónicas, hay una  que hace mención expresa al fenómeno del libro y sus problemas inmediatos en lo que respecta a sus interacciones con lo cultural, a sus exigencias pragmáticas. Cito, a continuación, parte de este artículo: ¿Cuántos libros se publican, cada mes, en Europa, en los Estados Unidos, en América Latina? ¿Cuántos  tomos, ceñidos por la faja de las “novedades”, aparecen cada semana, en los estantes de la librerías de Londres, de Nueva York, de México, de París? Las cifras  exactas nos darían el vértigo: una forma particular del vértigo de las alturas, que es el vértigo del papel impreso. Nunca se ha escrito tanto como ahora; nunca se ha editado tanto. Y, por lo mismo, ante las montañas, las cordilleras, de volúmenes que se proponen a la curiosidad del hombre moderno, éste suele vacilar y descorazonarse. ¿Por dónde empezar? ¿Cómo descubrir a los nuevos talentos, entre tantos y tantos nombres desconocidos? ¿Hay una posibilidad acaso, de seguir movimientos literarios, de “estar al día” como podían estarlo nuestros padres ----  ante tal plétora de producción? ¿ No sería mejor cruzarse de brazos, sencillamente, ante la multiplicación  de los tomos, ateniéndose el lector a la literatura conocida, consagrada, ubicada, que basta, por sí misma, para satisfacer todas las apetencias?...
¿Y el escritor?  ¿Acaso no se ha preguntado, alguna vez, si valía la pena desvelarse tanto por añadir un tomo más a la infinidad de tomos salidos de las imprentas del mundo, cada mes? ¿Cómo alcanzar al público, a través de tantas barreras previas, levantadas por el papel? ¿Cómo atraer la atención de los críticos, tan incapaces ya, como el más sencillo lector, de enterarse de todo lo que se publica? ¿Podía creerse que, en nuestra época, la riqueza misma de la producción  literaria se volvería un motivo de desaliento, una invitación  a abandonar la partida?...
Estas reflexiones de Alejo Carpentier, escritas hace más de cuatro décadas  poseen, a mi juicio, una incuestionable actualidad. Si la preocupante percepción  que hizo hace más de cuarenta años, la cotejamos con los hechos de hoy, veríamos  que hemos que hemos llegado al grado cero de estos mismos procesos. A  una mayor producción  del libro, se originó una menor intensidad del mismo, una menor valoración de su importancia en cuanto tal. En la época de las hiperinterpretaciones, de los hiperdiscursos, el libro tiende a perder un cierto valor sagrado; ese valor, esa presencia fetichista, mágica, que en otros  momentos pudo reconciliarnos con la vida. Creo, al término de todo esto, que habría que reinventar al libro, trazar de nuevo sus coordenadas imaginarias, convertirlo en un objeto de adoración y de fe y no en materia para el olvido, en letra impresa muerta y desechable.


                                                                                                                

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