lunes, 26 de mayo de 2014

La literatura infantil-juvenil y su presencia en la escuela

Andrea Ferrari

En los últimos años, la literatura infantil y juvenil (LIJ) viene experimentando un auge en buena parte del mundo, que se manifiesta tanto en la cantidad y variedad de títulos publicados como en la aparición de nuevas editoriales, en el espacio que le dedican al sector las librerías y, por supuesto, en las cifras de ventas. Este fenómeno tiene dos costados bien diferentes. Por un lado, está el extraordinario boom comercial generado por la saga de Harry Potter, así como de otras series de libros del mismo género, e incluso la reedición de antiguos clásicos como “Las crónicas de Narnia” de C.S. Lewis, una serie de novelas escritas originalmente en los años 50. Estos productos, todos exponentes de la llamada literatura fantástica, suelen ser lanzados con importantes campañas publicitarias y, a menudo, tienen luego una adaptación cinematográfica que contribuye a su difusión.

El otro costado que explica este auge de la literatura infantil y juvenil, el menos visible para la mayoría de la gente y que me interesa destacar aquí, es el aumento de la lectura en las escuelas en los últimos años. En este caso no son libros siempre expuestos en las vidrieras de las librerías y difícilmente se ubiquen en la lista de los bestsellers en su primera semana, pero muchos terminan convirtiéndose en longsellers, es decir, títulos con una venta sostenida en el tiempo que, en algunos casos, se cuenta por centenares de miles, gracias a que se vuelven los favoritos de maestros y alumnos.
En Argentina, y me atrevería a decir que también en Brasil, la escuela es el principal punto de circulación de la literatura infantil, el primer lugar donde muchos chicos toman contacto directo con una obra de ficción y donde leen un texto literario –ya sea un cuento, una colección de cuentos o una novela-- del principio al fin. Lo cual apunta al importante rol que asumen maestros y directivos que seleccionan esos libros y que eligen cómo presentárselos a alumnos que quizás no han leído ningún otro antes.
¿Y por qué ahora se lee más que antes en las escuelas? En parte por el impulso de los planes oficiales encarados por gobiernos centrales y municipales, que incluyen más literatura en los planes de estudio y en muchos casos proveen de libros a escuelas y bibliotecas. Pero también, diría yo, porque en los últimos años hay una creciente aceptación de la idea de que la literatura es formativa, que contribuye al desarrollo intelectual y emocional de una persona, y que quien es un lector apasionado en la infancia lo seguirá siendo de adulto y tendrá así más y mejores armas para salir adelante.
Entonces viene la pregunta que oímos muy a menudo quienes trabajamos en el área de la literatura infantil: ¿cómo se hace para lograr que a los chicos les gusten los libros? Es una pregunta que formulan muchos padres que parecen confiar en que existe una receta mágica para crear lectores. Creo que la primera respuesta a la pregunta de esos padres –por lo menos la que doy yo- es que la mejor manera de que los chicos se conviertan en lectores es que vean a sus padres leer con pasión, que en sus casas se respire el placer de la lectura. Sin embargo, muchos de los padres que se proponen lograr que sus hijos lean, que les compran libros y les hablan de la importancia de la lectura, no leen ellos mismos casi nunca, con lo cual no constituyen un ejemplo muy motivador.
En otros casos no hay dinero para libros. O la familia ni siquiera se lo plantea como problema –quizás porque tienen preocupaciones más acuciantes que ésta- y los chicos no cuentan en casa con ningún material de lectura, ni siquiera revistas.
Para todos esos chicos, que no han visto leer en sus casas, existe una segunda oportunidad de convertirse en lectores, y ésa es la escuela.

     El cuento en el aula

En este contexto, es interesante considerar qué y cómo se lee en la escuela, cuáles son las posibilidades y los riesgos para un docente que decide ofrecer a sus alumnos un texto literario.
En principio, el docente enfrenta una serie de decisiones. La primera es qué tipo de texto eligirá: un cuento, un fragmento de novela, una obra de teatro, un poema, una novela entera... El cuento suele ser una buena elección en el aula, ya que por su extensión puede leerse rápidamente y analizar a fondo sus elementos. Por supuesto, las otras formas tienen también su cabida en el aula, pero aquí voy a hacer especial hincapié en el cuento.
Hay, diría yo, tres etapas de acercamiento al cuento en el aula. La primera es la comprensión. Me refiero aquí al nivel más básico: entender el vocabulario y las estructuras usadas, poder seguir el hilo narrativo hasta el final, captar el sentido primario.
La segunda etapa es la de la interpretación, y aquí las cosas se ponen más complicadas. Se oyen preguntas tales como: “¿Qué quiso decir el autor?”, “¿Por qué eligió determinado final?”, “¿Cuáles son los simbolismos dentro del relato?”.
Un cuento puede ser abordado en el aula a partir de distintos aspectos. Se puede hablar del estilo, del argumento, de los personajes, del contexto geográfico, histórico o político, de la biografía del autor en relación con ese texto, del punto de vista... Cuando se busca interpretar, sin embargo, se corren algunos riesgos. Uno de ellos es que se imponga el criterio de autoridad: es decir que existe una única interpretación correcta y es la que da el docente. Con ese tipo de acercamiento se puede terminar por expulsar al lector-estudiante del texto, porque se limita a repetir lo que ha oído sin involucrarse, sin producir un sentido propio.
Parece ser más interesante abrir y no cerrar la posibilidad de interpretaciones, ayudar en la búsqueda de claves que permiten análisis verosímiles y no proveer una lista cerrada. Un cuento puede ser una fuente inagotable de debates: un ejemplo apropiado es, justamente, el que le da título a este seminario. El famoso microrrelato de Augusto Monterroso, considerado el más corto del mundo:
                        “Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí”.
Sólo siete palabras que dieron lugar a una enorme cantidad de análisis. Se ha hablado mucho, por ejemplo, del sentido que adquiere allí la palabra “todavía”, que remite a un estado anterior de cosas. Del hecho de que se trate de “el” dinosaurio y no “un” dinosaurio. De la falta de un sujeto definido para el verbo “despertó”, lo cual le da una ambigüedad esencial al cuento.
El dinosaurio ha recibido incontables interpretaciones: que es un símbolo de los sueños y esperanzas de cada persona, de la dictadura guatemalteca, de la esencia primitiva del hombre frente al avance de la ciencia, del poder de Estados Unidos, del partido gobernante en México... Y no terminan allí.
En una oportunidad leí un artículo donde se aseguraba que en realidad todo era muy sencillo: siendo estudiante en México, Monterroso vivía con varios amigos, uno de los cuales –apodado “el dinosaurio”—hablaba sin parar. Tanto que el escritor, que había bebido un poco, se quedó dormido oyéndolo y cuando despertó su amigo estaba ahí y seguía hablando. De ahí entonces: “Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí”. Pero probablemente esa anécdota sea falsa. Lo interesante es que el propio Monterroso nunca quiso aclarar el sentido de su microrelato, cuya riqueza está, precisamente, en todo lo que contiene siendo tan breve, en la cantidad de posibilidades latentes que cada lector puede descifrar a su modo, en que cada uno puede leer allí un cuento distinto.
Los autores, por cierto, son reacios a aceptar las interpretaciones de sus obras provistas por críticos y profesores. Gabriel García Márquez, por ejemplo, contó una vez que colecciona la lista de disparates que se han dicho en las aulas sobre sus textos, empezando por el profesor que dictaminó que la abuela de Cándida Eréndira (la del famoso cuento “La cándida Eréndira y su abuela desalmada”) era el símbolo del capitalismo insaciable.
Otro autor que suele reírse ante las interpretaciones de sus textos es el inglés Julian Barnes. En una conferencia que tuve la oportunidad de presenciar a principios de este año en Buenos Aires se dio una de esas situaciones: un crítico quiso preguntarle sobre el cuento “Saber francés”, incluido en el libro La mesa limón. Se trata, brevemente, de una anciana que vive en un asilo y que le escribe a un escritor llamado Julian Barnes porque está sacando libros de la biblioteca por orden alfabético y llegó a la “B”. El crítico quiso saber si Barnes había tomado esa idea, que definió como la visión de la literatura indexada alfabéticamente, de “La náusea” de Jean Paul Sartre. El escritor se rió y dijo que le hubiera encantado decir que sí, pero la verdad era que una viejita muy real le había escrito desde un asilo porque estaba leyendo libros por orden alfabético. O sea, que a veces los críticos son más imaginativos que los propios autores.
Adonde apunto aquí no es a plantear una oposición cerrada a todo tipo de interpretación, sino a la posibilidad de permitir diferentes miradas sobre ese cuento o novela que, como una cebolla, deja que cada lector saque una capa distinta y la saboree a su ritmo y estilo.
Volvamos a la lectura en las aulas. Mencioné tres etapas que a mi modo de ver se dan en este proceso. La que sigue a la comprensión y la interpretación es la producción; es decir, lo que cada chico produce tras leer ese texto. Puede ser un dibujo, una interpretación diferente, un nuevo final. O quizás una reescritura del cuento usando otro punto de vista, que es un ejercicio muy interesante. O un trabajo en power point. O una canción. Creo que ésta es la etapa más rica del trabajo sobre un texto literario en el aula: cuando los lectores se adueñan del texto y se dan la libertad de generar algo diferente y propio.

     Realismo y fantasía

Decía antes que el docente se enfrenta a distintas elecciones a la hora de determinar qué texto le ofrecerá a sus alumnos. Una de esas decisiones es la del género. Sin entrar en las diferenciaciones más sutiles –ya que en la literatura infantil existe la misma variedad que en la de adultos--, me gustaría mencionar dos grandes troncos de la LIJ, ambos hoy igualmente vitales: la fantasía y el realismo. Y si bien no cuento con datos estadísticos, a partir de mi contacto con numerosas escuelas tengo la impresión de que allí es mayor la presencia de la literatura realista, sobre todo en lo que respecta a los grados superiores de enseñanza.
¿Pero de qué hablamos cuando decimos realismo en la literatura infantil? En verdad, las maneras de abordar un texto realista dentro la LIJ han ido modificándose con el tiempo. Antes las cosas eran muy distintas: con la idea de proteger a los chicos de los aspectos más duros de la vida cotidiana; hace treinta o cuarenta años imperaban cuentos infantiles que pintaban una realidad edulcorada, donde los niños protagonistas enfrentaban escasos conflictos que siempre podían resolverse con buena voluntad y ayuda mutua. Los finales eran habitualmente felices, venían acompañados por la correspondiente moraleja y había temas que jamás se tocaban.
Pero de un tiempo a esta parte la LIJ ha dejado entrar la realidad a secas, con todas sus facetas, incluso aquellas que antes se consideraban poco aptas para los chicos. Así es que hoy existen cuentos y novelas para niños y jóvenes que hablan de guerras, enfermedades, familias disfuncionales, problemas económicos, sexualidad, violencia, drogas y otra infinidad de temas. En Argentina, como seguramente en otros países, hemos visto en los últimos años surgir libros protagonizados, por ejemplo, por chicos de la calle o chicos cartoneros, que han tenido buena aceptación entre los lectores.
Muchos de esos temas se prestan a interesantes debates. Pero justamente por eso, la utilización de la literatura infantil y juvenil en la escuela enfrenta, a mi juicio, otro riesgo: la excesiva pedagogización de los contenidos. Me refiero con esto a la reducción de una obra de ficción a los temas que desarrolla, ya sea la protección del medio ambiente, la defensa de los derechos humanos o la relación entre nieto y abuelo. Son las editoriales, en parte, las responsables de esta tendencia.
Se habla mucho de conceptos como “la educación en valores” o “los contenidos transversales de los textos” y a menudo en la práctica eso deriva en que se ofrezcan libros como si fueran recipientes de contenidos: una novela se convierte simplemente en “un libro con ecología”, “con solidaridad” o “con educación ciudadana”, lavando así toda la riqueza que pueda tener, que en el caso de una obra de ficción reside en su carácter literario, en la posibilidad de construir un mundo ficticio con personajes ricos y complejos y no en la enumeración de conceptos. El riesgo con este tipo de abordaje, creo yo, es que el lector nunca llegue a sumergirse en ese mundo ficticio, nunca palpite con sus personajes, sino que se limite a vincular sus contenidos con ciertas ideas sobre ecología, comunicación, etc., para hacer la tarea que le han encomendado.

     Leer con placer y leer por cumplir

Por todo ello, creo que es tan importante como el qué se lee es el cómo se lee. Los autores de literatura infantil y juvenil somos habitualmente invitados a conversar con los alumnos de escuelas donde se ha leído alguno de nuestros libros. En general uno puede percibir cómo se han involucrado los chicos con el texto: algunas veces –por suerte, no la mayoría-- es claro que, más allá de uno o dos que se han sumergido de verdad en el libro, la mayoría lo ha leído rápido, con el único objetivo de contestar las diez o doce preguntas que le harán en la evaluación, encontrar un listado de adverbios de modo o reconocer los objetos directos.
Otras veces, en cambio, somos recibidos por chicos ansiosos por plantear sus preguntas, llenos de ideas sobre por qué los personajes se comportan de cierta manera o por qué deberían tomar otro rumbo, chicos que cuestionan y generan debates sobre diversos aspectos de un libro. En lo personal, tuve experiencias muy ricas en escuelas donde me encontré con chicos que habían creado obras de teatro basadas en una determinada novela, habían hecho maquetas y esculturas sobre los personajes y, muchas veces, habían generado textos literarios propios a
partir de lo leído.
Es bastante frecuente encontrar, en esos grupos, estudiantes con una incipiente vocación literaria estimulada por sus lecturas, que aprovechan la presencia del autor para conversar, por ejemplo, sobre técnicas narrativas, los motivos de la elección de un cierto punto de vista o de una determinada estructura.
Normalmente, detrás de este tipo de chicos uno encuentra a un docente también entusiasmado con el proyecto de lectura. Por supuesto, la actitud del profesor no es todo. También es habitual toparse en los foros de Internet con algún chico que pide con desesperación un resumen del libro para no tener que molestarse en leerlo. Sin duda, los alumnos ponen lo suyo. Estoy convencida, sin embargo, de que la elección de la obra, la manera de abordarla, y la posibilidad de que el docente contagie su entusiasmo por un texto literario tendrán un rol fundamental en el futuro de la relación entre esos chicos y los libros.


     Ideas, creación, producción
Es interesante pensar cuáles son los aspectos que más curiosidad despiertan entre los chicos tras la experiencia de lectura en el aula. Tuve la oportunidad de visitar escuelas en distintos países. Además de en Argentina, en Uruguay, en España y aquí, en Brasil. Siempre me sorprende constatar que las inquietudes son muy similares: muchas de las preguntas que hacen los chicos tras leer un libro –ya sean chicos de escuelas públicas o privadas, de zonas ricas o pobres —son bastante parecidas. Varias están centradas en el proceso de creación: ¿cuánto se tarda en escribir un libro? ¿Cómo se eligen los nombres de los personajes? ¿Quién me ayuda a escribirlos? Y una que aparece siempre entre los más pequeños: ¿Alguien me corrige los errores de ortografía?
También hay preguntas que muestran que los chicos están pensando en su propio futuro y tal vez acarician la idea de ser escritores. Quieren saber, entonces, a qué edad empecé a escribir, qué libros leía cuando era chica, cuándo supe que quería ser escritora y, a veces, incluso, si mis padres me apoyaron para tomar esa decisión.
Muchas veces, en grados superiores, les interesa la fase de la producción del libro: me preguntan sobre mi relación con la editorial, si yo elijo las ilustraciones, si alguien me hace correcciones de estilo, si mis libros están traducidos, si participo en la promoción...
Dejé para el final la gran pregunta, la que aparece siempre, sea cual sea la escuela: ¿de dónde saco las ideas? Es interesante ver que los chicos identifican esta cuestión –el surgimiento de nuevas ideas, la búsqueda de la originalidad temática—como una parte esencial, quizás la más difícil de la tarea del escritor –lo cual para mí es cierto—y también que se sienten atraídos por los límites entre realidad y ficción, esa línea que se les presenta un tanto difusa.
Como la mayoría de mis libros son de índole realista, suelen preguntarme si hay allí algo autobiográfico o si conozco a gente que le haya sucedido lo que yo cuento. Yo les respondo que en mis libros todo es ficticio, pero que muchas veces el germen de esa historia está en la realidad, en algo que leí en un diario o quizás vi por la calle y que se convirtió en el disparador de la idea. Lo que observo, en estas charlas, es que la relación entre el cuento y su contexto, los vínculos entre ese texto de ficción y sus referentes en la realidad, pueden ser un punto de entrada interesante para los lectores.
Por eso, quisiera relacionar ahora estas nociones con el cuento “La historia de Kwaheri”, donde aparece, justamente, la cuestión de la gestación de un relato, motivo por el cual lo elegí para acercárselos a ustedes antes de este encuentro. Por un lado, está tematizada la angustia de la creación: el terror ante la falta de ideas. El escritor, Pedriel, necesita con desesperación un tema y en el cuento es Kwaheri quien va a convertirse en el disparador de su idea. Si bien, por supuesto, la cuestión está tratada aquí con humor y llevada al absurdo con fines humorísticos, esa desesperada búsqueda de temas e ideas es algo muy frecuente entre quienes se dedican a la literatura.
Para Pedriel, entonces, el disparador fue Kwaheri. Para mí, fue -como otras veces- la actualidad: una serie de noticias. Pero en esta oportunidad se produjo un interesante ida y vuelta entre la realidad y la ficción.
Hubo una época en Argentina en que se encontraron polizones en varios barcos que llegaron a los puertos de Buenos Aires o San Nicolás, todos ellos chicos africanos. Desconozco por qué sucedieron todos esos casos en ese tiempo y no antes ni después, pero la realidad fue así y muchos medios registraron estos hechos. Yo me interesé en la historia de los chicos que venían escondidos en esos barcos, en general huérfanos que escapaban de países en guerra. Cuando los encontraban algunos eran devueltos a sus países. Otros desembarcaron en Argentina - país del que desconocían absolutamente todo, empezando por el idioma- y allí varios lograron el estatus de refugiados y recibieron cierta ayuda económica.
Ese fue el desencadenante para mi cuento; es decir, el disparador que luego permitió imaginar el relato. Y, nuevamente, la relación entre ese disparador y el relato mismo aparece tematizada en el cuento. Porque aunque Pedriel cree que es la historia de la vida de Kwaheri lo que va a darle su gran novela, en verdad es poco y nada lo que logra saber de él. La comunicación verdadera nunca se produce. Es más bien lo que imagina en sus ojos, en sus dibujos y en sus silencios la materia que luego va a constituir su obra. Lo que rompe su bloqueo. Y eso es lo que muchas veces hace falta para poder empezar un cuento o una novela: una imagen, un elemento que dispare la imaginación.
Mucho después de que el relato estuviese escrito y publicado, pasó esto que yo a veces les comento a los chicos cuando hablamos sobre nociones como ficción y no ficción o realismo y realidad. Y sucede que a veces las cosas se mezclan y realidad y ficción parecen alimentarse mutuamente. Hay veces en que uno busca desapoderadamente un tema y otras en que el tema se presenta ante uno, como si pidiera ser escrito.
Lo que sucedió fue que oí hablar de una nueva aparición de polizones. Eran tres adolescentes que habían subido a un barco en Guinea. Al desembarcar en Argentina los habían internado en un hospital, debido a su delicado estado de su salud, y una vez que sanaron, una señora, titular de una asociación de amistad con los pueblos de África, se había ofrecido a darles albergue en su casa, por lo que un juez había otorgado la custodia provisoria, hasta tanto se definiera su situación legal.
Picada en mi curiosidad, conseguí el teléfono de esta mujer y pedí entrevistarme con los chicos. Ella aceptó con mucha amabilidad, pero la experiencia no fue fácil. Resultó que estos tres chicos, que se habían conocido en el puerto de Guinea, se comunicaban entre ellos en susu, el dialecto de una región de Guinea. El mayor hablaba algo de francés, lengua oficial en ese país, el del medio algo de inglés, ya que provenía originalmente de Liberia, y el menor sólo hablaba susu.
Con gran esfuerzo me comuniqué con ellos un poco en francés y un poco en inglés. Lo que descubrí entonces, para mi asombro, es que estos tres chicos no podían cambiar una palabra con la mujer que les daba albergue, ya que ella no hablaba más que español. Fue como introducirme en mi propio cuento: igual que Pedriel y Kwaheri, esta señora y los tres chicos se miraban, se hacían gestos e intentaban adivinar sin mucho éxito las intenciones del otro. Durante un rato hice de puente entre ellos, tratando de trasladar las preguntas de uno y otro lado. Cuando salí de allí pensé que si no hubiera sido porque el cuento ya estaba escrito, ésa hubiera sido una buena historia para una novela.

Termino, entonces, con esta anécdota, que apuntaba simplemente a ilustrar uno de los aspectos de un relato que pueden elegirse para abordarlo: su gestación, su relación con los referentes en la realidad. Apenas una puerta más por la que uno puede asomarse a las entrañas de un cuento. 

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