jueves, 14 de febrero de 2013

La misantropía de Jonathan Swift y los viajes de Gulliver


Víctor Montoya*

Jonathan Swift
Jonathan Swift (Dublín, 1667-1745) perteneció, en lo social y político, a una familia privilegiada. Su padre, jurista de profesión, murió antes de verlo nacer. Desde niño fue criado y educado por los familiares de su padre, hasta que, en 1689, ingresó a trabajar como secretario de Sir William Temple, famoso político y diplomático inglés, quien, según Samuel Johnson, fue uno de los primeros en dar cadencia a la lengua inglesa.
En el hogar de William Temple, el joven secretario dispuso de una formidable biblioteca, donde abrió los ojos al mundo y conoció a Esther Johnson, hija legítima de Temple, quien en principio fue su alumna y después su amor platónico. Esta relación, similar a la de Lewis Carroll y Alicia, le motivó a retratarla de noche y de día, y a escribirle una extensa carta, conocida como “Journal to Stella”, redactada entre 1710 y 1713, la cual, una vez publicada, levantó aspavientos entre propios y extraños, a pesar de que los secretos más íntimos se los llevó Swift hasta la tumba.
Luego de la muerte de William Temple, Swift se dedicó a ser publicista y escritor. Con respecto a sus versos, se refiere la siguiente anécdota: cuando Swift le enseñó algunas de sus Odas a su primo Dryden, éste le dijo: “primo Swift, tú nunca serás poeta”.
Dryden tuvo razón, puesto que en “Los viajes de Gulliver” encontramos a un Swift desplazándose de la poesía al relato, para narrar las apasionantes aventuras del capitán Samuel Gulliver, un típico inglés del siglo XVIII que, a poco de navegar por alta mar, arranca de su imaginación historias inverosímiles, que la pluma de Swift las trocó en literatura, poco después de que Daniel Defoe relatara en “Robinson Crusoe” las aventuras del marino escocés Alexander Selkirk, quien, abandonado en una de las islas de Juan Fernández, al oeste de las costas de Chile, lleva una vida de ermitaño entre septiembre de 1704 y febrero de 1709. “Robinson Crusoe” tiene mucho en común con “Los viajes de Gulliver” y ambos relatos con Simbad de “Las mil y una noches”, puesto que son obras alimentadas por la fantasía e inspiradas en viajes y aventuras de fabuladores y náufragos empeñados en hacer creíble lo increíble, y en cuyas páginas llenas de vigor confluyen lo real y lo imaginario, la utopía y el reportaje.
Las crónicas de viajes, durante el siglo XVII, fueron los libros más populares, debido a que en la mentalidad del hombre occidental existía aún la creencia de que allende los mares moraban monstruos gigantes y seres insólitos, que tenían un ojo en la frente y la cabeza debajo del brazo. Recién en el siglo XVIII, cuando casi todas las regiones del planeta fueron registradas en los mapas oficiales, Europa dejó de creer en el mito de que en tierras lejanas existían hombres que eran doce veces más pequeños o más grandes que los de estatura normal.
Si en “Robinson Crusoe” (1719), el hombre lucha contra la naturaleza salvaje para construir su propio hábitat, en “Los viajes de Gulliver” (1726), el autor nos muestra cuán relativo es todo en este mundo y cuán estúpido llega a ser el individuo a través de su arrogancia y orgullo.
Claro está, desde el origen oral de la literatura épica, transmitida por aquellos narradores anónimos -errantes que en los tiempos antiguos iban por los palacios y las plazas públicas relatando historias, hasta los creadores de novelas de nuestros días- la figura del narrador desempeña un papel preponderante en la forma de cómo transmitir el discurso narrativo. El narrador es el principal responsable de lo que cuenta y, en definitiva, de los efectos de sus relatos sobre sus oyentes y lectores.
Ahora bien, ¿cómo contar una historia? Un relato no sólo es interesante por lo que en él se cuenta, sino, sobre todo, por la forma cómo se cuenta. A la vez, lo que hace de un narrador un buen narrador es precisamente el talento de saber contar historias. En tal virtud, no interesa tanto que el narrador cuente una historia conocida o, por el contrario, una historia inventada por él mismo. Lo importante es que sepa contar con la destreza que Jonathan Swift explayó en “Los viajes de Gulliver”.
Cuando Swift retornó a Irlanda en 1726, llevaba ya consigo un libro que escribió desde 1720, dividido en cuatro partes, el mismo que sería publicado en octubre del mismo año bajo el extenso título: “Travels into Several Remote Nations of the World in Four Parts, in Lemuel Gulliver” (Los viajes de Samuel Gulliver por remotas regiones del mundo, en cuatro partes). Aunque los libros estaban destinados a los lectores adultos, los niños encontraron en ellos un verdadero tesoro, un prodigioso juego entre la realidad y la fantasía.
En el primer viaje, Samuel Gulliver, un joven inglés ansioso por hacer una travesía por mar, se embarca en un bergantín rumbo a las Indias. Estando cerca de las costas del noreste de Tasmania, el cielo se cubre de nubarrones y una tempestad destroza el bergantín contra las rocas. Gulliver es el único sobreviviente de la expedición. Cuando abre los ojos en una playa, donde yace herido, se ve rodeado de hombrecillos que miden menos de seis pulgadas, y mientras unos le apuntan con lanzas, otros le lían con cuerdas que, alrededor de su cuerpo, parecen hilos de coser. Gulliver, sin proponérselo, arribó a las tierras del emperador de Liliput, quien ordena construir una monumental plataforma para transportarlo hasta la capital del imperio.
En la capital de Liliput, donde los paisajes y personajes rompen los límites de la realidad, Gulliver es exhibido como el fenómeno del siglo: su voz es un trueno y su estornudo un huracán que hace volar los templos por los aires. Los liliputienses marchan por debajo de las piernas de Gulliver, quien los levanta en la mano como un niño lo hace con sus juguetes.
Cuando la ciudad arde en llamas, Gulliver bebe a sorbos el agua del estanque y, convirtiendo su boca en un poderoso extintor, sofoca el incendio. También cambia el curso de los ríos, arranca los árboles como hierbajos y juega con los navíos de guerra del rey de Blefescu, los ata entre sí y los remolca hasta el puerto de Liliput, para así evitar la tragedia de una guerra. Al final, el monarca, como prueba de gratitud, le obsequia un bote gigantesco para que retorne a su tierra natal.
Si en el primer viaje, Swift reduce las cosas al formato de los habitantes de Liliput; en el segundo, los amplía al formato de Brobdinag. Es decir, invierte el largavistas y, todo lo que antes se veía pequeño, ahora se ve grande, por cuanto Gulliver no es más el gigante en el mundo de los enanos, sino una suerte de juguete en el mundo de los gigantes.
Este juego de dimensiones relativas, aceptado por los niños desde todo punto de vista, se inicia cuando la embarcación, donde se encuentra Gulliver, queda embarrancada contra unos arrecifes, tras los cuales emerge una isla entre las aguas. Los tripulantes, a poco de descender a tierra firme, sienten a sus espaldas un fuerte temblor y, al girar la mirada, contemplan a un ser gigantesco cuyas piernas y brazos tienen el mismo diámetro que los árboles más viejos. Instantes después, todos huyen despavoridos, excepto Gulliver, que cae atrapado entre los enormes dedos de un gigante, quien lo levita con una fuerza ciclónica y lo lleva hasta un poblado cercano, donde las casas son más grandes que las montañas.
La hija del gigantón juega con él como si fuese un animal diminuto, sin considerar su condición humana. En este trance, la niña se descuida y Gulliver resbala a un tazón de leche. Cuando Gulliver se sujeta de los bordes, semiahogado, choca con un par de ojos que lo miran desde más arriba de unos bigotes blancos; es un gato que, relamiéndose, le lanza un zarpazo del que lo salva la niña casi por milagro.
Como es de suponer, en este país es también objeto de atracción. El rey lo adquiere a cambio de una fabulosa fortuna y se lo obsequia a su hija menor. La princesa lo acepta como a su juguete preferido y lo protege de los males que amenazan su vida. Mas no por esto queda libre de los peligros. Si un día, mientras toma sol cerca de la ventana, es acosado por un enjambre de abejas, otro día es herido en el bosque por un estruendo de nueces que caen como melocotones sobre su cabeza. Al cabo de un tiempo, Gulliver le suplica a la princesita que lo lleve a nadar en la playa. Ella cumple con el pedido y lo lleva encerrado en una cajita.
En la playa, donde había una caseta para que Gulliver se cambie de ropa, la niña se distrae recogiendo conchas, en tanto el protagonista aprovecha la oportunidad para huir; voltea la caseta sobre las olas, se sube a horcajadas encima de ella y se hace a la mar agitando brazos y piernas, hasta desaparecer más allá del horizonte. Navega varios días a la deriva, hasta que avista las velas de un navío inglés que lo recoge a bordo. Sólo entonces, mirando a los marineros, comprueba que la caseta no es más pequeña que la recámara ni él es un hombrecillo del tamaño de un dedo. Estas relatividades, propias de la fantasía, les fascina a los niños como los cuentos fantásticos, en los cuales se relatan las aventuras de personajes diminutos, cuyas moradas son una cajita, un sombrero o un zapato abandonado.
En el tercer viaje, Gulliver desembarca en el país de los científicos locos, donde existen computadoras que escriben libros de filosofía, poesía, política, jurisprudencia, matemáticas y teología. Esta sociedad tecnificada –actualmente real, pero por entonces utópica- que imagina Swift, no es otra cosa que una mordaz ironía a la tecnocracia y un miedo solapado ante la lógica de las máquinas, que a veces acaban siendo más perfectas e inteligentes que la mente humana.
A nuestro héroe le llama la atención cómo los hombres de ciencias tienen los oídos adaptados para escuchar la música producida por los planetas en su traslación alrededor del sol, y cómo en la academia de Lagado extraen rayos de sol de los pepinos, para luego usarlos de calefacción en las épocas frígidas, y cómo investigan la forma de construir edificios desde el techo hacia los cimientos. El tercer viaje de Gulliver, lejos del racionalismo de la época, es una manera de sumergirse en un mundo mágico que, años más tarde, inventaría Julio Verne.
En el cuarto viaje, Gulliver visita una isla habitada por caballos superdotados, que tienen un estandar cultural y ético superior al de los humanos. Al lado de estos caballos, que identifican su nombre en nobles relinchos, viven los Yahoos, quienes tienen una apariencia de bestias, una vida degenerada y un olor repugnante. Para Gulliver, los Yahoos no son humanos en su primera fase evolutiva, sino animales inferiores a los caballos.
Así, en los dos últimos viajes de Gulliver está presente la misantropía latente de Swift, tanto por estar lejos de las teorías darvinianas y el idealismo religioso, como por usar el método del desprecio para contribuir a la reforma del mal comportamiento humano. Incluso cuando su protagonista es rescatado por navegantes portugueses del paraíso de los caballos, éste rechaza con aversión la presencia de los Yahoos; a tal extremo que, sólo un año después de su retorno a Inglaterra, puede comer por primera vez junto a su esposa e hijos.
Para algunos especialistas en literatura infantil, “Los viajes de Gulliver” constituye una obra que refleja el complejo de inferioridad y superioridad, y la misantropía casi enfermiza de Swift, quien, como pastor anglicano, fustigó con ironía las corrupciones humanas y dijo: “Odio y detesto a ese animal que se llama hombre”. En otra ocasión, por intermedio de un ensayo, presentó un proyecto financiero para aprovechar a “los hijos de los pobres” a fin de sanear la economía del país, y, para solucionar el problema de los niños inválidos, propuso venderlos -mientras más tiernos, mejor- para hacer el manjar de los ricos. Estas ideas de Swift -medio en serio, medio en broma- dejó mucho que desear entre sus lectores y admiradores.
Con todo, los niños reconocen como suyos los viajes de Gulliver al país de los enanos y al país de los gigantes. Además, ya antes de que falleciera Swift, las dos primeras partes del libro fueron separadas del resto, con el propósito de preparar una edición exclusivamente destinada a los niños.

* Víctor Montoya es escritor y pedagogo boliviano.

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