lunes, 23 de abril de 2012

El ensayo entre profesionales y aficionados


Carlos Yusti

Imprenta
De joven quise ser poeta. Un buen día con otros individuos, que andaban comiendo musas a todas horas y anhelaban convertirse también en bardos urbanos, conformamos un grupo literario y luego multigrafiamos una revista, un cuaderno nada sacrosanto de cien páginas. En este dilema de todos poetas me asignaron la tarea de escribir los ensayos y ahí empezó todo.
El género te atrapa por muchas razones y el hombre que lo patentó fue Michel de Montaigne, un escritor francés nacido en el año 1533. Luego Sir Francis Bacon, célebre filósofo, político, abogado y escritor le daría una forma más sintética y lo demás es historia. Los ensayos de Montaigne permanecen hasta hoy por esa profunda honestidad con que fueron escritos, aparte que las citas incluidas demuestran una voracidad lectora como pocas y son en sí mismas un inestimable arte.
¿Y qué diantre es el ensayo? Son muchas las definiciones que andan por los predios de la Internet, pero la de Edmund Gosse (que la leí en el estudio preliminar que hace Adolfo Bioy Casares a una antología de ensayista ingleses) me parece la más indicada: “El ensayo es un escrito de moderada extensión, generalmente en prosa, que de un modo subjetivo y fácil trata de un asunto cualquiera”. No obstante no muchos escritos cortos son ensayos y no muchos textos algo más extensos, por mucho acicalamiento académico que exhiban, llegan a ser ensayos.
El amanecer. Paul Delvaux (1897-1994)
En el ensayo hay dos características insoslayable: la creación a partir de… y el juego como tanteo divertido y nunca definitivo, aunque a veces el autor de la impresión de lamentable cascarrabias y amargueta. Georg Lukács escribió que “el ensayo habla siempre de algo ya formado o, en el mejor de los casos, de algo que ya en otra ocasión ha sido; es pues su esencia el no sacar cosas nuevas de una nada vacía, sino limitarse a ordenar de un modo nuevo cosas que ya en algún momento fueron vivas”. Entonces el ensayista es apenas un acomodador de argumentos, ideas y puntos de vistas que tienen tiempo dando sus paseos respectivos. El ensayista recicla, o acicala, toda esa amalgama de cosas y las presenta desde una perspectiva actualizada. W. Adorno que escribió ese esplendido texto El ensayo como forma, aseguraba que fortuna y juego le son esenciales (al ensayo no al ensayista) y que “No empieza por Adán y Eva, sino por aquello de que quiere hablar; dice lo que a su propósito se le ocurre, termina cuando él mismo se siente llegado al final, y no donde ya no queda resto alguno: así se sitúa entre las di-versiones”.
Otra de las características básicas del ensayo es que va mezclando experiencia (tanto leída como vital) con la cotidianidad más rupestre. El escepticismo es su marca de fábrica. Descreer de lo aprendido y dar largos paseos por la herejía y contra todas esas sutiles formas del poder que trata de anular cualquier requiebro libertario hasta llegar a esa interioridad particular. El ensayo, como bien lo enseñó Montaigne, es una forma de revisarse a sí mismo, de hurgar en ese cuarto de los trastos que algunos llaman conciencia e iniciar una encarnizada limpieza de todos esos veniales prejuicios que nos impulsan y nos convierten en parte de ese redil humano en consenso, a veces despiadado y carente de sutileza. Lo escrito por Adorno es puntual: “El género nace con un ojo puesto en el escepticismo y otro en la reivindicación de la experiencia; descree de lo aprendido, sigue el sendero de la herejía y entonces voltea hacia la propia subjetividad, ese asidero no menos tambaleante. El ensayo sería poca cosa si no fuera también una forma de palparse, de ir al encuentro de uno mismo, de tentarse: Montaigne, explorador de sí mismo, concebía al yo como algo tentativo, en construcción, inestable; decía que había hecho su libro tanto como su libro lo había hecho a él”.
La academia ha visto en el ensayo una veta ideal para confeccionar sus tesinas, los trabajos de ascenso académico, los escritos para revistas arbitradas, las tareas para el postgrado en ciernes y un ramillete florido de etcétera. Los profesores universitarios, del feudo de las artes y las letras, se han convertido en indiscutibles profesionales del ensayo. Como el género es maleable y un tanto elástico se le utiliza como maquillaje para monografías, reseñas de libros, estudios, discursos y colecciones de artículos. El ensayo es menos ajustado, preciso y tiende más a ser un borrador (Borges hablaba de sus ensayos como tentativos borradores) inacabado que no lo tiene todo claro y que conjuga la bibliografía de la biblioteca con esa indispensable que proporciona la existencia.
Algo que afirmó con nitidez Adorno es que el ensayo trata de darle perdurabilidad a lo transitorio, trata de fijar lo efímero, de darle carne trascendente a eso que para muchos resulta banal, inconstante, superfluo. El ensayo fija los detalles nimios con chinchetas de inmortalidad, aunque suene rebuscado y algo profesoral.
Soledad. Paul Delvaux
Montaigne en su exordio al lector sobre sus ensayos acotaba: “Este es un libro de buena fe, lector. Desde el comienzo te advertirá que con el no persigo ningún fin trascendental, sino sólo privado y familiar; tampoco me propongo con mi obra prestarte ningún servicio, ni con ella trabajo para mi gloria, que mis fuerzas no alcanzan al logro de tal designio. Lo consagro a la comodidad particular de mis parientes y amigos para que, cuando yo muera (lo que acontecerá pronto), puedan encontrar en él algunos rasgos de mi condición y humor, y por este medio conserven más completo y más vivo el conocimiento que de mí tuvieron”.
En esto de ensayar hay ser siempre un aficionado; que el ensayista esté más entre el advenedizo de las letras y el metomentodo es saludable para el género. Es pertinente que el ensayista no tenga todas las cartas del juego de la escritura, que se sirva de sus lecturas y que le arrebate a la experiencia algunas enseñanzas que puedan escribirse con esa pasión de quien trata de encontrar un tono, una estética para su alma, que no es poca cosa.
Además para ensayar en el papel (o en la pantalla del computador) se necesita ser un quisquilloso observador de las experiencias experimentadas en carne propia por lo escrito por Bioy Casares: “Por su informalidad, el ensayo es un género para escritores maduros. Quien se abstiene de toda tentación, fácilmente evitará el error. Con digresiones, con trivialidades ocasionales y caprichos. Solamente un maestro forjará la obra de arte”. El ensayo es la casualidad escrita del aficionado, el informe de una vida a saltos y sobresaltos, de lecturas y mudanzas, de absurdos y desavenencias acumuladas durante esas travesías triviales del existir.
Mientras que el profesional va con gríngolas académicas para no desviarse y así no salirse de sus casillas, el aficionado por el contrario es un entusiasta que todavía tiene los ojos frotados de asombro y aunque lo ha visto todo (y leído casi todo) cada mañana abre los ojos y el mundo le parece siempre distinto. El aficionado sabe que un libro, una frase, un atardecer, una idea, una foto, un encuentro puede servir para escribir un ensayo. Lo que otros desechan por baladí o desabrido siempre es buen material para ensayar como me ha pasado con aquella frase de Truman Capote: “Le tengo miedo a sapos reales en jardines imaginarios”.
Adorno escribió: “…la más íntima ley formal del ensayo es la herejía”. Se ensaya para oponerse a esa violencia intimidante de la ortodoxia venga de donde venga y esto trae implícito mucho compromiso si uno peca de heteroentodo. Hay que ensayar, como escribía Savater, como contrapeso a la dominante sabiduría inmutable. Hay que ensayar siempre y tener claro que todo es apenas un apunte, un boceto inacabado. La aventura es saber esto e iniciar siempre un nuevo borrador.

lunes, 2 de abril de 2012

ESCRIBIR NO ESCRIBIR


Antonio Tabucchi






Foto: Inés Baucells

El término autofiction gozó no hace mucho de un cierto entusiasmo sobre todo por parte de la crítica francesa, por más que parezca haberse tratado de un entusiasmo efímero. Acaso porque la autofiction es más fácil de teorizar que de producir, aunque, a decir verdad, el concepto, que ha permanecido en el ámbito de un estrecho círculo de elegidos, ha conservado un sabor vagamente esotérico, con el prestigio que emana de los códigos a los que el vulgo no tiene aún acceso.

Para evitar recorrer el complicado genoma literario del siglo XX que ha dado lugar a una criatura como la autofiction, jugaré con el concepto, y dándole la vuelta a efectos de cuanto me interesa decir aquí podría ser definido de forma negativa, estableciendo lo que no es. Sustancialmente, la autofiction no es cuatro cosas, o mejor dicho, cuatro categorías literarias canónicas hasta hoy: no es autobiografía, ni novela, ni autobiografía novelada ni novela autobiográfica. En su no ser todo eso, se sustrae por lo tanto a las categorías de Philippe Lejeune, quien, por lo demás con notable habilidad y talento, parecía haberle puesto el cascabel al gato de seculares disputas gracias a su idea de la estipulación de un pacto con el lector: los llamados "pacto autobiográfico" y "pacto novelesco".

En realidad, también esta clasificación, que pese a englobar la especie debe depender en cualquier caso de la familia, al igual que sucede en botánica, no toma en consideración el hecho de que autobiografía, autobiografía novelada y novela autobiográfica constituyen una suerte de palíndromo, de cuyo abrazo no puede escaparse; de forma distinta y complementaria llevan a cabo el mismo procedimiento: transformar la vida en literatura. Porque el propio hecho de relatar es literatura, y a esa ley no podemos sustraernos. Cambiando el orden de factores, el producto no se altera, la pescadilla se muerde la cola y se parece a la paradoja de Epiménides: "La frase que sigue es falsa. La frase que precede es verdadera." Relatarse a sí mismo en una autobiografía diligentemente verídica pertenece a lo novelesco de la misma forma que relatarse a sí mismo en una novela autobiográfica. Todo es en cualquier caso "novela". Así que más vale, por lo tanto, hacer una falsa autobiografía, podría ser que resultara más "verdadera". "Cuántas lágrimas he llorado sobre la ficción", decía Pushkin.

Aunque para el pasado no pueda hablarse propiamente de autofiction, es obvio que la literatura siempre ha sabido lo que significa introducir el propio Yo en la fiction. ¿O es que cuanto Cervantes dice de sí mismo en su Don Quijote no significa eso precisamente? ¿O será que lo que afirma Flaubert de Madame Bovary es sólo una graciosa boutade que nos induce a la sonrisa? "Madame Bovary c'est moi": ocurrente, sin duda, pero a fin de cuentas ¿qué quiere decir? Merecería la pena reflexionar sobre ello y seguir el problema en su inevitable trayectoria a lo largo del siglo XX, pero sintetizaré etapas y análisis, disculpándome de antemano por los inevitables hiatos. Rimbaud: "Je est un autre." Pessoa: "El poeta es un fingidor,/ finge tan completamente/ que llega a fingir que es dolor/ el dolor que en verdad siente." Pirandello: Así es si así os parece, Uno, ninguno y cien mil. Beckett: La trilogía. Borges: innumerables cuentos; recuerdo sólo "El Aleph", donde el admirable punto de vista privilegiado sobre la vida y sobre el universo es mostrado por un mediocre poeta argentino de los años veinte precisamente a Jorge Luis Borges, que nos lo cuenta.

Este preámbulo me era útil para llegar al uso que Vila-Matas hace de la biografía, y de la autobiografía, en un procedimiento de autofiction que me parece que nos lleva, en el

corazón de sus obras, hacia una dimensión a fin de cuentas lejana del punto de arranque y que significa sustancialmente "indagación acerca de la escritura". Un ejemplo entre muchos: recordar recuerdos ajenos. En Vila-Matas eso ocurre con cierta frecuencia, especialmente en novelas que se parecen a la literatura de viajes, como

Lejos de Veracruz, Extraña forma de vida, El viaje vertical: recuerdos de escritores que recorrieron antes esos lugares que está recorriendo (o que no está recorriendo) Vila-Matas. ¿Extracciones de tejidos ajenos? ¿Categorías de lo posmoderno? Tal vez. No me corresponde a mí establecerlo. Lo cierto es que si yo escribo una cosa que ya has escrito tú, es lo mismo, pero ya no es lo mismo. El Pierre Menard de Borges que rescribe el Don Quijote nos lo enseña. Perseguir con pasión vidas ajenas que son la nuestra, interiorizar a los muertos y hacerlos revivir: la escritura revela sus extraños y ocultos poderes, se convierte en práctica mágica. Escribir, ¿qué significa escribir?

Enrique Vila-Matas (Barcelona, 1948) goza ya de fama internacional y sus libros han sido traducidos a numerosos idiomas; el año pasado le fue concedido uno de los más prestigiosos premios de lengua española, el Rómulo Gallegos, el llamado Nobel sudamericano. En Italia hasta ahora era un autor de culto para un pequeño círculo de admiradores gracias a dos libros publicados por la pequeña editorial Sellerio:
Suicidios ejemplares y Manual abreviado de la literatura portátil. Con la aparición el pasado año de Bartleby y compañía en la editorial Feltrinelli es de presumir que el círculo de sus admiradores y estimadores llegue a ampliarse.

Y considero que no hay libro más adecuado para hablar de la aproximación de Vila-Matas a la literatura que su Bartleby y compañía, obra de literatura comparada por excelencia, porque abarcando desde las literaturas más conocidas a las más ignotas, desde las más difundidas a las más exiguas, desde las mayoritarias a las minoritarias, desde los países más presentes y potentes del mundo a los más recónditos, trata de un quid que concierne a la literatura de cualquier latitud, de algo que puede ocurrir a los escritores de cualquier parte: dejar de escribir.

Bartleby, como es bien sabido, es el personaje de Melville, el copista, el administrativo de una oficina londinense, quien, ante cualquier invitación que se le haga para extender o copiar un documento (pero no sólo eso, también ante cualquier pregunta que se le haga, ante cualquier impulso para que reaccione), responde una frase absolutamente infranqueable: "Preferiría no hacerlo". La novela de Vila-Matas es un diario, obviamente no de Vila-Matas, sino de un personaje (un señor desconocido, cuyo nombre nunca se pronuncia) que trabaja como empleado y que, veinte años antes, cuando era joven, había publicado un libro sobre la imposibilidad del amor. Después de aquello ya no ha vuelto a escribir. El porqué no se nos dice. Pero el 8 de julio de 1999, el autor de ese único libro empieza a indagar en su diario íntimo sobre los escritores de todas las latitudes que han dejado de escribir, asociándolos en un ideal club de la "literatura del No", una bandada de Bartlebys acomunados por la pulsión del No, por la vocación por el silencio. O más bien, como hubiera dicho Robert Walser (Jakob von Gunten es obviamente objeto de indagación del diarista que ha cesado de escribir), "saber que no se puede escribir es una forma de escribir" (aunque quizá la afirmación sea de Vila-Matas, quiero señalarlo).

Ello, naturalmente, conduce a una dimensión "paralela" donde el no escribir es una forma de vida, el silencio puede ser no una renuncia sino una conquista o una afirmación, donde lo no-existente se impone pasando a ser, cargado de un significado misterioso e insondable, al igual que una pausa, un silencio en una partitura musical que puede resultar más emocionante que una nota.

El oscuro escritor de un único libro se embarca en una extraña aventura, que prescinde de la cronología y de la geografía, en busca de los motivos por los que sus correligionarios han dejado de escribir. Y, qué extraño, cada uno lo ha hecho por razones distintas, al menos según las hipótesis, las elucubraciones, las afirmaciones y las documentaciones (verdaderas o presuntas, reales o apócrifas) que él va anotando. Juan Rulfo, autor de una de las obras maestras de la literatura hispanoamericana, Pedro Páramo, y que después calla durante el resto de la vida, esgrime una de las justificaciones más originales que los escritores del No han pronunciado jamás para justificar su abandono de la escritura: "Porque se murió mi tío Celerino, que era quien me contaba las historias". El episodio es relatado por Augusto Monterroso, al menos según lo que sostiene el personaje de Vila-Matas (y por lo tanto, lo apócrifo está al acecho). Con todo, no será inútil referir una perspicaz fábula que sobre el mítico silencio de Juan Rulfo escribió verdaderamente su buen amigo Monterroso, "El zorro más sabio". En ella se cuenta de un imaginario escritor de nombre Zorro, autor de dos novelas acogidas con enorme favor por la crítica. Pasaron los años, y el señor Zorro no publicaba ningún otro libro. La gente empezaba a murmurar y a interrogarse acerca del silencio del señor Zorro, y cuando se encontraban con él en alguna recepción o ceremonia se le acercaban y le decían que debía publicar otro libro. Pero si ya he publicado dos, contestaba cansinamente el señor Zorro. Y excelentes, replicaba todo el mundo, por eso debe publicar otro. El señor Zorro no lo confesó jamás, pero pensaba que en realidad lo que se pretendía de él era que publicara por fin un pésimo libro. Y dado que era un auténtico zorro, no lo hizo.

En el periplo por los mares ignotos de la no-escritura, el personaje de Vila-Matas no podía dejar de encontrarse con aquellos que pensaron escribir, pero no lo hicieron nunca, aquellos que eran potencialmente escritores, pero no llegaron a serlo. Aquellos, en definitiva, que lo rechazaron de antemano. La categoría es vasta en el siglo XX, y el no-escritor de Vila-Matas localiza al pionero en Joseph Joubert, nacido en Montignac en 1754, muerto a los setenta años, gran amigo de Chateaubriand, que no escribió jamás libro


Pessoa leyendo
alguno, aunque se preparó siempre para escribir uno. Se dice que Chateaubriand, que tenía gran ascendiente sobre él, le dijo un día, a la manera de Shakespeare, que le pidiera a ese gran escritor que se ocultaba en él que abandonara sus preconceptos, y que Joubert le contestó que todavía no había encontrado la fuente que buscaba. A su muerte, sus amigos publicaron su Journal intime, que él había redactado sólo para sí mismo, y aquellas páginas revelaron las múltiples vicisitudes que atravesó en su heroica búsqueda de las fuentes de la escritura. En aquella búsqueda, Joubert se perdió, tal vez por las razones por las cuales, según Blanchot, la búsqueda del espace littéraire inhibe la literatura: la fuente de la escritura es por sí misma fuente de la página en blanco.

Del pionero Joubert a nuestros contemporáneos que jamás escribieron lo que hubieran podido escribir: por ejemplo Pepín Bello, que fue el "cerebro" de la generación del 27, la de Lorca, Buñuel, Dalí; o Bobi Bazlen, quien evitó el texto literario para escribir únicamente notas al margen (publicadas en los años setenta por la editorial Adelphi con el título de Note senza testo —Notas sin texto—). El protagonista de Vila-Matas, buscando las razones de estos taciturnos a priori, no descuida los escritores que de tal silencio han buscado las razones, como Daniele del Giudice en su El estadio de Wimbledon, o como el más inquietante texto sobre la imposibilidad de escribir, que es La carta de Lord Chandos; ni obviamente los libros desaparecidos, los libros hipotéticos: los libros de caballerías de Alonso Quijano, Don Quijote; los libros hallados en las estibas de los barcos que arribaban a Alejandría y que Tolomeo hacía copiar; los tratados filosóficos de la biblioteca submarina del Capitán Nemo, y lo más virtual entre lo virtual: los libros que Blaise Cendrars quería anotar en un volumen que proyectó durante mucho tiempo y que hubiera debido titularse Manuel de la Bibliographie des livres jamais publiés ni même écrits.

Y seguimos, en este viaje de la no-escritura, con Rimbaud, que abandona la poesía por Abisinia, y Juan Ramón Jiménez, que deja de escribir en 1956, en el instante en el que recibe el Nobel y muere la compañera de su vida, porque se da cuenta de que todo lo que había escrito lo había escrito porque existía ella, y desde el momento en que ella ya no estaba, escribir ya no tenía sentido. Y Salinger, y su negativa a decir el porqué. Y Kafka, cuyos manuscritos salvó Max Brod de las llamas a las que su autor los había destinado, Kafka con su Odradek, o el último cuento, ese de la ratita Josephine, cantante lírica, que pierde la voz y deja de chillar. Y Enrique Banchs, el autor de La Urna, acerca del cual, en 1936, Borges escribió el memorable artículo "Enrique Banchs ha cumplido este año sus bodas de plata con el silencio". "Quizá su mismo talento le haga desdeñar la literatura como un juego demasiado fácil", escribe Borges para explicar aquel silencio que duraba desde 1911. No sabía Borges que el mutismo de Banchs duraría 57 años, sobrepasando las bodas de oro del poeta con el silencio. O bien el silencio de Petronio, interpretado por Marcel Schwob en sus Vidas imaginarias. Petronio, en el relato de Schwob, es un chico de buena familia que conoció un día a un esclavo llamado Siro, quien le enseñó cosas desconocidas, descubriéndole un mundo de gladiadores bárbaros, de charlatanes, de celestinas, de jovencitos de cabello rizado a los que visitaban los senadores, de viejos borrachos que contaban historias inverecundas en las tabernas. El día que cumplió treinta años, Petronio decidió escribir las historias que pertenecían a ese mundo lejano de su posición social y leyó lo que había escrito al esclavo Siro, quien quedó entusiasmado. Se estuvieron riendo durante dos días enteros, y después Petronio y Siro concibieron el proyecto de poner en práctica las aventuras que Petronio había imaginado: se disfrazaron, entraron en los bajos fondos, se perdieron, se evadieron de la ciudad. Y así Petronio renunció a escribir, porque había empezado a vivir la vida que había imaginado. En otros términos, si el tema de Don Quijote es el soñador que vive sus sueños, la historia de Petronio es la del escritor que decide vivir lo que ha escrito, y por eso deja de escribir: porque ya no le hace falta.

¿Cuántas son las razones del silencio? Tantas como las de la vida. O de la muerte. O del suicidio. Porque el silencio es también un suicidio, razona el silencioso protagonista que escribe el diario escrito por Vila-Matas. Pero al suicidio le hace falta una cantidad de valor más reducida: basta una vez. Para el silencio el valor es obstinado, es necesario reunir valor para callar cada mañana, durante todos los días que nos quedan por vivir. El silencio es un suicidio renovado día a día.

En fin... Hemos llegado al final del libro. Acabamos de cerrar un libro. El desconocido autor que había dejado de escribir y que se interrogaba sobre las razones del silencio ha escrito un libro. Su diario, como el de Joubert, es un libro sobre la imposibilidad de escribir. Sólo 

Pessoa. Hermenegildo Sabat
que no serán sus amigos quienes lo publiquen póstumo y contra su voluntad: lo publicará Vila-Matas, resolviendo tal vez, con esta autofiction, un problema personal propio con la escritura. Porque si misteriosos son los caminos del silencio, igualmente lo son los de la escritura, y con su personaje Vila-Matas parece interpretar perfectamente la definición que John Keats, el poeta "consciente de ser poeta", dio del poeta: "El poeta es todo y nada, no tiene carácter, le sientan bien tanto la luz como la sombra". Y precisamente por eso, continúa Keats, "el poeta es el ser menos poético que existe, porque carece de identidad: está constantemente sustituyendo y llenando otros cuerpos".

Pero entonces, ¿de qué estamos hablando? Estamos hablando de literatura, naturalmente. Estamos reflexionando sobre ella. La estamos persiguiendo. Nos estamos preguntando qué es. Mallarmé se muestra muy categórico al establecer lo que no es. Cito de Crise des vers: "Narrar, mostrar, describir no presentan ninguna dificultad, y si bien para intercambiar nuestros pensamientos es suficiente con depositar en silencio una moneda en una mano ajena, el uso elemental del discurso sirve como medio de intercambio universal del que participan todos los géneros contemporáneos de la escritura, con la excepción de la literatura".

Gracias, Monsieur Mallarmé. Pero entonces, ¿qué es la literatura? Es una buena cuestión, que incluso podría plantearse la botánica, en el sentido de que se refiere a la especie y descuida la familia, visto que la especie "literatura" depende de la familia "arte". Así que sería necesario preguntarse qué es el arte. ¡Vaya pregunta más original!, se dirá. Y además, atención, veo ya al acecho a Benedetto Croce, que nos dirá no sólo qué es la poesía, sino también lo que no es; o Marx, que le dará un alojamiento popular; o Freud, dispuesto a levantar una piedra sobre la que la pobrecita yacía aplastada. Y muchos otros más, cada uno con su propia versión. Entonces ¿qué?

Entonces, para escapar de los edictos de los poderosos, nos podemos refugiar en una reflexión de Arthur Rimbaud. "Adieu" es un breve texto que forma parte de Une saison en enfer, y creo que se trata de una de las despedidas más hermosas, en su conmovedora levedad, de la literatura. En él, el cometa que ha ardido demasiado deprisa desea ya el propio otoño, la oscuridad y el silencio de los espacios siderales. "Intenté inventar nuevas flores, nuevos astros, nuevas carnes, nuevas lenguas", se dice a sí mismo, "y he aquí el resultado. ¡Debo sepultar mis recuerdos y mi imaginación!" Pero entonces ¿qué eran la poesía y el arte, esas prácticas que él creía sobrenaturales y por las cuales se siente traicionado? El poeta reflexiona. Nos está dando la espalda, quizá en la otra habitación con su mochila para Abisinia ya lista. Ah, un momento, parece que ya ha encontrado la respuesta: "Maintenant je peux dire que l'art est une sottise". Ahora puedo decir que el arte es una estupidez. Mientras lo piensa, Rimbaud está componiendo uno de los poemas más sublimes de todos los tiempos. Y nosotros aceptamos de buena gana su definición: el arte es una estupidez. Pero una estupidez sin la que la vida no tendría sabor, acaso ni siquiera sentido. La literatura, como toda forma de arte, es una estupidez, concedido, sólo que, como dijo Pessoa, es la sencilla demostración de que la vida no basta. Y por eso nosotros seguimos hablando de ella. ~

 Traducción de Carlos Gumpert

Cortesía Letras Libres, marzo 2003