viernes, 13 de enero de 2012

Espacio privilegiado de la imaginación

Antonio Skármeta




Soy un romántico perdido admirador del libro de papel, así como de las inscripciones que han hecho culturas desaparecidas en las cavernas o en pergaminos ancestrales. Y sin embargo, entre los escritores contemporáneos, pertenezco a la rara especie de aquellos que no abominaron de la televisión y durante más de una década hice programas en Latinoamérica – con más imaginación que dinero – que, trasmitidos muy tarde de la noche, en muchas ocasiones se ubicaron entre los diez programas más vistos en las estaciones que los trasmitían en Latinoamérica.
Esto no sólo es atribuible al espíritu del realismo mágico que caracteriza buena parte de la literatura latinoamericana y que tiene su sumo pontífice en el Premio Nóbel Gabriel García Márquez, sino en mi convicción profunda, adquirida en la infancia, de que los relatos escritos pueden dar un destello más intenso si recuperan la alegría original de la oralidad. Esta convicción no me vino de la lectura de antropólogos, ni de Levi-Strauss ni de Foucault, sino de rústicas experiencias aldeanas compartidas con mi abuela cuando era un niño de ocho años y luego con mis amigotes en un barrio de Buenos Aires cuando tenía once o doce.
Mi infancia fue un largo idilio con la radio y mi primera experiencia con relatos que carecían de todo soporte material. Cuando mi abuela tejía interminables chalecos después del almuerzo, me pedía que me quedara sentado a su lado, mientras ella oía horribles melodramas radiales con música patética y episodios escalofriantes. Se apasionaba de tal manera por esos seriales radiofónicos que se irritaba si alguien le hacía una pregunta o sonaba el teléfono.
Y comentaba con furia la torpeza de los protagonistas que no eran tan decididos como ella para actuar.
Por ejemplo, recuerdo una serial en que capítulo a capítulo dos bandidos intentaban robar el anillo de diamantes de una mujer aristocrática que valía un millón de dólares. Pero cada vez que estaban a punto de birlarle el anillo de su dedo, algo pasaba: entraba la criada a la habitación, su marido se acercaba a besarla, la mujer cerraba el baño al ducharse. En una ocasión, los bandidos le meten en la sopa una pócima de estupefaciente para hacerla dormir, y cuando la dama cae tendida al suelo, intentan sacarle el anillo. Pero éste estaba tan apretado que al cabo de diez minutos de esfuerzos tienen que huir sin poder llevarse la joya. Mi abuela, que amaba las emociones fuertes, me dijo indignada en español con su acento croata: “¡Qué bandidos más estúpidos! Lo que tienen que hacer es traer hacha, cortar dedo mujer rica y llevarse anillo y dedo”.
El momento inaugural de mi vida de escritor
En el pueblo la electricidad no era muy estable. Y había muchos cortes de energía que impedían que se mantuviera encendida la radio. Mi abuela se indignaba, pues ocurrían a veces en el momento culminante de la acción melodramática. Y entonces me decía: “A ver, Antonio, ¿qué crees tú que está pasando ahora mismo?” Y yo, con muchos gestos y ritmo acezante, le iba contando lo que me imaginaba, por cierto con acciones tan descabelladas como las que le gustaban a ella. Mi abuela asentía y seguía tejiendo, clavando su mirada en el techo como si allí ocurriera la acción que yo le narraba.
Y un día sábado en que sí había electricidad y la radio funcionaba con el melodrama a alto volumen, mi abuela la apagó y me dijo: “Antonio, mejor cuéntame tú”. Yo estimo que ése es el momento inaugural de mi vida de escritor profesional: ¡sin soporte de ningún tipo!
Un rato de lectura. Ivan Kramskói. (1837-1887)
Como ustedes comprenderán, haber satisfecho las ansias de la fantasía de una abuela era una invitación contundente a desembocar en la inestable condición de escritor. La aprobación de la anciana de mis “complementos” dramáticos me resultó más valioso que un PHD en creative writing de Harvard.
Ser escritor para un adolescente chileno en esa época no podía ser sino ser un escritor norteamericano. ¡Y en New York! Trepar a la terraza del Empire State Building con una preciosa chica rubia en la mano, como lo había hecho King Kong. Allá en la gran metrópolis del mundo estaba toda la excitación necesaria. Había que volcarse al camino, a vivir on the road, como lo hacían Kerouac y sus poetas beatniks.
Siendo yo un escritor que aprendió amar la literatura sin ningún soporte material – como no fuera la voz humana y acaso el silencio del desierto -, no le temo a ningún tipo de aeropuerto donde aterricen las fantasías. Para mí el problema de la literatura no es el tipo de soporte, sino la falta de lectores. Si hago el elogio del libro de papel con entusiasmo, es porque hasta ahora éste ha sido el vehículo que me ha permitido contactarme con lectores en más de treinta lenguas. Pero también lo han conseguido los filmes hechos sobre mis novelas y hasta las operas que las han cantado.
No temo pues a las transformaciones: al contrario, las aliento. Trabajo con ellas. Sé que cualquiera que sea el soporte de las cartas que le lleva mi cartero a Pablo Neruda, la emoción que tendrá el lector del libro, del I-Pad, del E-Book, el espectador de la pantalla de cine o de los escenarios teatrales, será la misma.
La literatura es mucho más que información
He estado consultando las estadísticas acerca de la cantidad de lectores de libros en sistemas electrónicos y noto que hasta el momento el mercado de éstos en mi lengua, el castellano, es enormemente inferior a los de habla inglesa.
Sin embargo, quiero proponerles una consideración que me hace pensar que el soporte de papel de la literatura, el libro, es un objeto tan sofisticado que, al menos en lo que llamamos las bellas artes, convivirá con los nuevos soportes y hasta me pregunto si no lo hará con alguna ventaja. Mi argumento: las pantallas hoy son la herramienta fundamental de trabajo de la humanidad.
En cualquier lugar del planeta la mayor parte del tiempo laboral transcurre entre los fogonazos estridentes o atenuados – según la calidad del aparato – de los ordenadores. La electrónica, en primer lugar, está asociada al trabajo. Doblega nuestra vista, nos agota la atención. Es nuestro jefe.
Claro que también es el espacio privilegiado de comunicación entre la gente que se siente ligada con su uso. Pero no es menos interesante que las formas más populares de expresión entre los viajeros de la red de internet sea el mensaje abreviado, minimalista, conciso. El de la información. Twitter.
Pero justamente la literatura es mucho más que información. Un libro científico es un caudal de informaciones, y los textos de estudio son sólo eso: información que hay que entender, aprender, dominar y aplicar.
Mas la literatura no tiene nada que ver con estos criterios pragmáticos. La literatura es justamente el regodeo en la palabra, en las imágenes que abren la mente hacia zonas no codificadas por el lenguaje de las ciencias. Para decirlo de un modo impreciso pero rotundo, la literatura de creación, narración o poesía, perteneciente al ámbito del placer más que del trabajo.
Creo que ese factor psicológico – de evasión hacia lo otro – pondrá a salvo al libro de la voracidad de la información. De quienes le dan y de quienes le piden. Claro que es posible comprar un DVD y ver el último filme premiado en Cannes en la pantalla del televisor de la casa. Pero aún vamos al cine. Claro que nuestros sentimientos profundos de religiosidad permiten un diálogo íntimo con la divinidad en un rezo, pero entramos a los templos y participamos en los ritos. Claro que podemos decirle palabras de amor a la amada por teléfono o por mail, pero buscamos encontrarla y vamos tras sus labios con nuestro beso. Claro que podemos trabajar todo el día en Wall Street reventándonos las pupilas en las transacciones de la Bolsa y en la noche ir a ver un filme magnífico donde nos muestren en tres dimensiones las playas de Tahití y las bellas mujeres que pintó Gauguin. Pero lo que realmente queremos es estar en esas playas, ver esas pieles, disfrutar aquella brisa, vivir no de un modo vicario el placer sino la plenitud. Nadar en las templadas aguas de ese mar cobalto.
Una buena convivencia
Cualquier discusión sobre el futuro del libro debe tomas en cuenta que el relato llevado al papel – de los antiguos pergaminos hasta las impresiones actuales – ha generado prestigiosos espacios de comunicación., tales como librerías, bibliotecas nacionales o municipales, clubes de lectores y que sus formas se vinculan con otras artes que hacen del relato impreso y encuadernado un objeto único: por su diagramación, las ilustraciones, las portadas, la gente que se convoca en torno a él en espacios públicos.
La aparición de un libro exitoso provoca la admiración colectiva simultánea: es un acontecimiento cultural. Dudo que la fantasmal aparición de un relato en la soledad de un soporte electrónico privado tenga la efusiva gracia del nacimiento de un texto en papel.
Leyendo. Gerhard Richter (1932-        )
Es evidente que hoy cuando nos sentamos frente al televisor en nuestras casas tenemos a nuestra disposición muchos programas en muchas lenguas y que el zapping nos puede llevar a cualquier lugar del mundo. Pero siempre nuestra primera opción es la información local, aquella intimidad y pertenencia que nos dan los rostros cercanos, los acontecimientos de nuestro país que son la agenda de nuestras conversaciones y discusiones de la vida cotidiana.
No veo cómo el libro electrónico pueda conseguir esa aureola de simultaneidad admirativa y atención colectiva que provoca la firmemente estructurada industria editorial y sus redes de difusión desde las librerías a la prensa. Quiero enfatizar con esto que la publicación de un libro en la modalidad existente es un acontecimiento cultural que pone esa imaginación extravagante, que es la fantasía de un escritor, en la agenda colectiva de la gente.
De allí que mi apuesta es por una larga convivencia de distintos tipos de soportes: los electrónicos serán fieles aliados de la investigación, la información, el “trabajo” intelectual, el contacto “solitario” con un relato. Los soportes en papel seguirán siendo el espacio privilegiado de la imaginación no utilitaria, de la combinación de artes que se expresan en el objeto libro.
Y por cierto la noble tarea que ya las instituciones más dedicadas a la cultura universal han iniciado de crear las bibliotecas virtuales es digna de todo elogio. Que ellas pongan al alcance de la gente todo el magnífico saber de la humanidad desde que lo relatos se hicieron signos es un acontecimiento que celebramos con júbilo porque esa información se expandirá e influirá en la vida de millones de personas haciéndolas más informadas, sensibles y, consecuentemente, más libres.
Si el libro de papel ha de sobrevivir y convivir con la masiva celeridad de la difusión de libros por la Red y los E-books, los grandes espacios de circulación han de activarse para hacerse más acogedores. No es raro que si se ama un libro, uno quiera regalarlo. El libro de papel es el objeto ideal para hacerlo. Al lugar común de que el cine no mató al teatro, de que la televisión no mató al cine, o de que las excelentes reproducciones no hundieron a los museos con sus originales, puede agregarse algo que detecto en los distintos idiomas y continentes por los que me muevo: hay un ansia en la gente de intimidad, de estar cerca del artista y la obra de arte, de huir de la experiencia chirriante y estridente, de estar VIVO en VIVO, en medio de los acontecimientos.
Hay un apetito por evadir los intermediarios. Se podrá decir que esta tendencia es minoritaria, pero creciente.
No se equivocan quienes dicen que los libros concentran una comunicación más íntima con el lector, menos mediatizada. No hay que hacer ningún clic para llegar y sumergirse en él. Que nuestro sueño más preciado sea la intimidad con el arte, con el artista, con el silencio reflexivo que nos deja haber entrado en el mundo de la creación y haber salido de él inspirados para abordar la vida con más gracia y alegría.
Hasta ahora el libro de papel es el medio más próximo, el menos efímero, el más concreto, el más sensual, el más visionario, y hasta aquel que desprende el mejor aroma: el de la tinta bendita derramada sobre la página.

Cortesía El Correo de la UNESCO
Octubre-Diciembre 2011

lunes, 2 de enero de 2012

Pre-historia de unos textos invisibles


Ileana Ruiz

Paraguaná, 29 diciembre 2011

Pintura Rupestre. Cuevas de Altamira
Amanda.  Michelangeli,  era más largo el apellido que toda Amanda, cuarta hija de Maruja y Fabián. Llegó a mi vida a sus dos años y piquito. Ella misma parecía un piquito de tan chiquita que era toda salvo sus ojos. Entró al salón de preescolar acompañada por toda la familia y a la hora de la despedida las lágrimas empezaron a llenarlos como pozos sin que jamás los desbordaran. Creí que a mí se me partiría el corazón al llevarla cargada a ver unas fotos (a ver si ella veía porque lo que era yo tenía la vista nublada por completo) mientras la familia se marchaba. Al cabo de un año escolar la directora debía evaluar su motricidad gruesa y fina para decidir su cambio de nivel. En preescolar, el caminar sobre las distintas piezas de troncos o cauchos,  sorteando en equilibrio la dificultad de desniveles y variadas formas es un ejercicio obligatorio tal y como aprobar matemáticas o lengua lo es en la escuela primaria. Amanda sabía dibujar conservando los márgenes pero en el parque se mostraba insegura. Cuando la subí al primer obstáculo, Amanda me miró con terror y sus pozos visuales volvieron a anegarse al elevarse el nivel de las aguas internas. Saqué mi bolígrafo y se lo di: Mandy, agárralo bien duro y camina. Las lágrimas desaparecieron tragadas por el sumidero del alma. Amanda se aferró al bolígrafo como si fuese lo más seguro y estable sobre la faz de la tierra y se desplazó sin tropiezos por la hilera zigzagueante. Al final de la misma movió el lapicero como si se tratara de una batuta y, sonriendo, saltó al piso. Por si quedaba algún atisbo de duda acerca de su madurez motora, vino hacia mí saltando y, con una gran reverencia, me devolvió el bolígrafo.

Albert Anker (pintor suizo, 1831-1910): Un niño escribiendo (1875)
Alfredo. Fue mi compinche en la infancia. No tenía inconveniente en andar a cuatro patas por toda la casa llevándome en su espalda cuando jugábamos a Clarence, el león bizco de Daktari. También montaba en triciclo y jalaba un mecate del cual yo me sostenía haciendo piruetas con patines imaginándome que esquiaba en agua o me enseñaba a lanzarme y barrerme quieta al robarme una base. Se comía sin protesta mis experimentos culinarios y con la misma paciencia me explicaba los acertijos matemáticos de El hombre que calculaba. Desde niño es el hombre más inteligente y estudioso que conozco. Pero no le gusta escribir nada. Sufre, de verdad sufre cuando debe redactar algo. Cuando yo estaba en cuarto grado y él en tercero aprendí a falsificarle la letra y le hacía la tarea. En verdad, él la hacía: leía las instrucciones, me explicaba qué era lo que tenía que hacer, me daba las orientaciones generales y me dejaba escribiendo mientras él se iba a leer. Por ese tiempo mi papá me regaló un bolígrafo Paper Mate, todo un lujo para una chama de barrio como yo pese a que aún no se había inmortalizado como herramienta de limpieza utilizado para barrer por María Antonia (aquella loca de remate que según Mujica debe ser prima hermana mía o algo así). Con ese bolígrafo hacía mis tareas y, por supuesto, las de Alfredo. Pero llegaron los exámenes finales y Alfredo estaba nerviosísimo porque si bien había estudiado mucho durante todo el año, no había escrito nada. Esa mañana, antes del ritual de despedida (los hermanos y hermanas Ruiz nos abrazamos y besamos diciéndonos algo bonito y, como somos nueve y muy parecidos entre todos y todas y, para colmo, en el procedimiento a veces se nos olvida si ya nos despedimos de alguien y volvemos a despedirnos  no importa si está repetido, mis panas ante algo cercano a la eternidad dicen que es más largo que despedida de Ruiz), lo tomé por los hombros y entregándole el bolígrafo le dije: Mira, chamín. Este es un bolígrafo mágico: tú nada más lo pones en la hoja de examen y te concentras y él se acuerda de todo lo que yo escribí. Les puedo jurar que la magia existe: Alfredo sacó veinte puntos en todas las materias. Hoy en día cuando debe presentar algún informe sobre la situación de derechos humanos en Venezuela ante algún Comité Internacional me pregunta: Ile, ¿no tendrás algún bolígrafo que me prestes?

Boris. Es mi hermano incomprensible. Exquisito para todo pero igualmente contradictoriamente abandonado. Tiene una vajilla de colores que combina con la carpa cuando se va de campamento y una alfombrita que coloca a la entrada de la misma para limpiarse la tierra de los zapatos al entrar pero luego se distrae tratando de atrapar en la boca cotufas enmantequilladas dejando un reguero de maíz tostado en aceite por todos lados;  se compra todas las cremas y menjunjes de la cosmetología moderna y se las pone cada una en la parte apropiada del cuerpo que no ha bañado con agua dulce en diecisiete  días al apostar conmigo a quién era capaz de permanecer salado por más tiempo durante unas vacaciones en las que nos dio por recorrer todas las playas del oriente del país (yo gané porque en el día dieciocho él sucumbió ante unos surtidores que regaban el césped de una casa en Güiria mientras en cambio yo me duché fue a los veintidós, en Caripe del Guácharo para quitarme el guano de la cueva); escucha música clásica y vallenato; se viste con trajes hipercarísimos con todo y corbata con zapatos de goma en el último estado de lo rosqueado. Cuando vivía en estaba pendiente de descubrir sitios nuevos para llevarme a comer desde perros calientes asquerositos hasta la más sofisticada comida mongolesa. Una vez estábamos comiendo conejo al salmorejo y en la mesa de al lado a un niño se le quedó atorada una semilla de durazno en la garganta. Pese a todos los esfuerzos que hacían los padres y Boris, la fulana pepa se negaba a salir. El chamo se estaba asfixiando. No sé de dónde me vino la idea. Saqué mi bolígrafo (el mágico no, otro), lo abrí por la mitad y dejando solo el cilindro de la punta se lo tendí a Boris: hazle una traqueotomía. Boris ni me miró: sujetó al niño entre sus rodillas inmovilizándolo y le clavó el tubo en la garganta. Un sonido milagroso del aire entrando y saliendo de sus pulmones se impuso sobre el griterío. Llegó una ambulancia y los médicos felicitaron a Boris por el procedimiento. Tranquilos- dijo- soy pediatra. Fue, se lavó las manos y se sentó a terminar su conejo.

Karibe. Caminábamos a la orilla de la playa dejando que la espuma de las olas jugara con nuestros pies. No me atrevo a escribir ni una letra en presencia del poeta Karibe. Basta que esté conmigo en una habitación para que yo me inhiba por completo. El texto terminado sí se lo muestro, pero el proceso de elaboración no. A nadie. Es que hay unos textos invisibles- le dije esa tarde- que no se pueden descifrar. Están presentes en cada escrito, danzan a su alrededor, susurran entre líneas, pareciera que quieren asomarse entre los signos de puntuación, son celajes de luna nueva que mengua en pleno creciente. ¿Cómo te explico?  No se puede. Aunque ¿de cuántos espantos nos hemos salvado, de cuántas sinrazones nos hemos librado, cuántos oráculos de muerte hemos exorcizado al aferrarnos con furia o pasión a un débil bolígrafo? Esta espuma que parece efímera es el resumen del impetuoso mar. El poeta se detuvo y me pidió: Escríbelo. Escribe esos textos invisibles.

Ileana. Frente a la Bahía de Amuay saco mi bolígrafo desechable y mi libreta del Segundo Aniversario de Todosadentro (todavía me queda una). Escribirlos. Esos textos invisibles son ahora mi tarea.