lunes, 23 de abril de 2012

El ensayo entre profesionales y aficionados


Carlos Yusti

Imprenta
De joven quise ser poeta. Un buen día con otros individuos, que andaban comiendo musas a todas horas y anhelaban convertirse también en bardos urbanos, conformamos un grupo literario y luego multigrafiamos una revista, un cuaderno nada sacrosanto de cien páginas. En este dilema de todos poetas me asignaron la tarea de escribir los ensayos y ahí empezó todo.
El género te atrapa por muchas razones y el hombre que lo patentó fue Michel de Montaigne, un escritor francés nacido en el año 1533. Luego Sir Francis Bacon, célebre filósofo, político, abogado y escritor le daría una forma más sintética y lo demás es historia. Los ensayos de Montaigne permanecen hasta hoy por esa profunda honestidad con que fueron escritos, aparte que las citas incluidas demuestran una voracidad lectora como pocas y son en sí mismas un inestimable arte.
¿Y qué diantre es el ensayo? Son muchas las definiciones que andan por los predios de la Internet, pero la de Edmund Gosse (que la leí en el estudio preliminar que hace Adolfo Bioy Casares a una antología de ensayista ingleses) me parece la más indicada: “El ensayo es un escrito de moderada extensión, generalmente en prosa, que de un modo subjetivo y fácil trata de un asunto cualquiera”. No obstante no muchos escritos cortos son ensayos y no muchos textos algo más extensos, por mucho acicalamiento académico que exhiban, llegan a ser ensayos.
El amanecer. Paul Delvaux (1897-1994)
En el ensayo hay dos características insoslayable: la creación a partir de… y el juego como tanteo divertido y nunca definitivo, aunque a veces el autor de la impresión de lamentable cascarrabias y amargueta. Georg Lukács escribió que “el ensayo habla siempre de algo ya formado o, en el mejor de los casos, de algo que ya en otra ocasión ha sido; es pues su esencia el no sacar cosas nuevas de una nada vacía, sino limitarse a ordenar de un modo nuevo cosas que ya en algún momento fueron vivas”. Entonces el ensayista es apenas un acomodador de argumentos, ideas y puntos de vistas que tienen tiempo dando sus paseos respectivos. El ensayista recicla, o acicala, toda esa amalgama de cosas y las presenta desde una perspectiva actualizada. W. Adorno que escribió ese esplendido texto El ensayo como forma, aseguraba que fortuna y juego le son esenciales (al ensayo no al ensayista) y que “No empieza por Adán y Eva, sino por aquello de que quiere hablar; dice lo que a su propósito se le ocurre, termina cuando él mismo se siente llegado al final, y no donde ya no queda resto alguno: así se sitúa entre las di-versiones”.
Otra de las características básicas del ensayo es que va mezclando experiencia (tanto leída como vital) con la cotidianidad más rupestre. El escepticismo es su marca de fábrica. Descreer de lo aprendido y dar largos paseos por la herejía y contra todas esas sutiles formas del poder que trata de anular cualquier requiebro libertario hasta llegar a esa interioridad particular. El ensayo, como bien lo enseñó Montaigne, es una forma de revisarse a sí mismo, de hurgar en ese cuarto de los trastos que algunos llaman conciencia e iniciar una encarnizada limpieza de todos esos veniales prejuicios que nos impulsan y nos convierten en parte de ese redil humano en consenso, a veces despiadado y carente de sutileza. Lo escrito por Adorno es puntual: “El género nace con un ojo puesto en el escepticismo y otro en la reivindicación de la experiencia; descree de lo aprendido, sigue el sendero de la herejía y entonces voltea hacia la propia subjetividad, ese asidero no menos tambaleante. El ensayo sería poca cosa si no fuera también una forma de palparse, de ir al encuentro de uno mismo, de tentarse: Montaigne, explorador de sí mismo, concebía al yo como algo tentativo, en construcción, inestable; decía que había hecho su libro tanto como su libro lo había hecho a él”.
La academia ha visto en el ensayo una veta ideal para confeccionar sus tesinas, los trabajos de ascenso académico, los escritos para revistas arbitradas, las tareas para el postgrado en ciernes y un ramillete florido de etcétera. Los profesores universitarios, del feudo de las artes y las letras, se han convertido en indiscutibles profesionales del ensayo. Como el género es maleable y un tanto elástico se le utiliza como maquillaje para monografías, reseñas de libros, estudios, discursos y colecciones de artículos. El ensayo es menos ajustado, preciso y tiende más a ser un borrador (Borges hablaba de sus ensayos como tentativos borradores) inacabado que no lo tiene todo claro y que conjuga la bibliografía de la biblioteca con esa indispensable que proporciona la existencia.
Algo que afirmó con nitidez Adorno es que el ensayo trata de darle perdurabilidad a lo transitorio, trata de fijar lo efímero, de darle carne trascendente a eso que para muchos resulta banal, inconstante, superfluo. El ensayo fija los detalles nimios con chinchetas de inmortalidad, aunque suene rebuscado y algo profesoral.
Soledad. Paul Delvaux
Montaigne en su exordio al lector sobre sus ensayos acotaba: “Este es un libro de buena fe, lector. Desde el comienzo te advertirá que con el no persigo ningún fin trascendental, sino sólo privado y familiar; tampoco me propongo con mi obra prestarte ningún servicio, ni con ella trabajo para mi gloria, que mis fuerzas no alcanzan al logro de tal designio. Lo consagro a la comodidad particular de mis parientes y amigos para que, cuando yo muera (lo que acontecerá pronto), puedan encontrar en él algunos rasgos de mi condición y humor, y por este medio conserven más completo y más vivo el conocimiento que de mí tuvieron”.
En esto de ensayar hay ser siempre un aficionado; que el ensayista esté más entre el advenedizo de las letras y el metomentodo es saludable para el género. Es pertinente que el ensayista no tenga todas las cartas del juego de la escritura, que se sirva de sus lecturas y que le arrebate a la experiencia algunas enseñanzas que puedan escribirse con esa pasión de quien trata de encontrar un tono, una estética para su alma, que no es poca cosa.
Además para ensayar en el papel (o en la pantalla del computador) se necesita ser un quisquilloso observador de las experiencias experimentadas en carne propia por lo escrito por Bioy Casares: “Por su informalidad, el ensayo es un género para escritores maduros. Quien se abstiene de toda tentación, fácilmente evitará el error. Con digresiones, con trivialidades ocasionales y caprichos. Solamente un maestro forjará la obra de arte”. El ensayo es la casualidad escrita del aficionado, el informe de una vida a saltos y sobresaltos, de lecturas y mudanzas, de absurdos y desavenencias acumuladas durante esas travesías triviales del existir.
Mientras que el profesional va con gríngolas académicas para no desviarse y así no salirse de sus casillas, el aficionado por el contrario es un entusiasta que todavía tiene los ojos frotados de asombro y aunque lo ha visto todo (y leído casi todo) cada mañana abre los ojos y el mundo le parece siempre distinto. El aficionado sabe que un libro, una frase, un atardecer, una idea, una foto, un encuentro puede servir para escribir un ensayo. Lo que otros desechan por baladí o desabrido siempre es buen material para ensayar como me ha pasado con aquella frase de Truman Capote: “Le tengo miedo a sapos reales en jardines imaginarios”.
Adorno escribió: “…la más íntima ley formal del ensayo es la herejía”. Se ensaya para oponerse a esa violencia intimidante de la ortodoxia venga de donde venga y esto trae implícito mucho compromiso si uno peca de heteroentodo. Hay que ensayar, como escribía Savater, como contrapeso a la dominante sabiduría inmutable. Hay que ensayar siempre y tener claro que todo es apenas un apunte, un boceto inacabado. La aventura es saber esto e iniciar siempre un nuevo borrador.

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