lunes, 5 de diciembre de 2011

De la escritura


José Gregorio González Márquez


Retrato de Émile Zola 1868. Edouard Manet
Antes de la invención de la imprenta, el hombre ya escribía.  Compartir el conocimiento, era rutinario. Tatuado en la memoria, los saberes pasaban de generación en generación.  Lugar común para muchos de los congéneres que hoy habitan el planeta. Ciencia cierta para quienes luchaban denodadamente no sólo por sobrevivir, sino que ayudados por la madre naturaleza sembraban de existencia lúcida, los genes que ahora entrecruzan la humanidad entera. Escribir es un arte, un oficio pero también una paradoja. El hombre siempre escribió; pero,  tachó su destino en la medida en que fue redescubriendo el ocio vago de esperar sin mucho esfuerzo, la solución de sus problemas.

Los escritores terminaron resguardando la memoria cotidiana. Batallando contra la oposición desmedida de sujetos obscuros e intangibles. Preservan con su discurso cada hebra que se ha hilado para conformar el mapa de la sabiduría. Un verdadero escritor es un ser libre que permanece aliado a su conciencia. La palabra finamente elaborada brota de su pensamiento bajo la limpidez de la agonía, de la incertidumbre, del misterio. Pero también desde el vientre mismo de la tierra, su residencia ancestral que es lugar dilecto  donde surgió.

De lo sagrado a lo profano, todo se guarda en el libro de la vida. Albacea del verbo, el escritor es un chamán, un cuidador de todo lo creado. Su pluma testifica los tiempos ya idos, las simplezas que abandonan la historia cuando sus protagonistas construyen o destruyen las virtudes de la humanidad. Yacer entre palabras implica rememorar el devenir de todas la eras. El habla desde el alma subyace en la plenitud de la escritura. La obra mágica, la poesía originaria circunscribe la razón y la pasión. Verso, prosa, y oralidad representan la intimidad de la conciencia. Letras, símbolos, signos asumen la representatividad onírica de las huellas tras el paso del escriba. Vista la morada de lo permanente, etéreo y eterno, el hombre no produce olvido. Se consagra por los siglos de los siglos en el viaje ignoto de la palabra.






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