jueves, 24 de noviembre de 2011

A la espera de Adriano González León


Luis Alberto Crespo


No; no fui a tenerle compañía en la barra del bar donde se quedó dormido mientras fatigaba las páginas de un periódico con la susodicha prosa inane de cierta diatriba banderizada que lo distraía y lo alejaba de nuestro amor. De haber atendido al teléfono ese sábado (ese mediodía del sábado a las doce) habría acudido a compartir el último trago de su muerte y acaso habría movido su hombro para despertarlo del súbito sopor que derribó su frente sobre la madera y la nada. Me habría bastado con tocarlo por última vez como en la elegía al padre de Ramón Palomares. Alguien a su lado - me diría Boris Munoz mucho después de colgar el auricular – terminó de consumir su bebida ardiente. “Adriano se volvió a quedar dormido”, musitó. No sé quien más pidió ayuda para tenderlo sobre unos bancos. Entonces comprendí de qué sueño se trataba: era el otro, el que nos duerme por dentro y apaga el ruido del vivir.

Tarjeta postal de El Techo de la Ballena
Toda muerte es atroz, sostiene el descreído, el que confirma como Dylan Tomas que sobre la sábana de nuestro sosiego cotidiano avanza ya el encorvado gusano. Frente a esa apostasía, una creencia trata de convencernos, a fuer de consuelo, que el cuerpo con que existimos es sólo un estuche (“estuche de muerte” lo moteja la americana Susan Sontag), por lo que el pequeño ser yaciente entre comensales y libadores de fines de sol no dejará por eso de ser Adriano, Adriano González León, el autor de Las hogueras más altas, de Hombre que daba sed, de País portátil, el maestro de las aulas de Letras, el cronista de periódicos y revistas, tertuliante de la cultura en la televisión, el intelectual refractario de los años 60 y 70, culpable de desatar junto a un grupo de escritores y artistas la fascinación por una nueva forma de pensar y reinventar la vanguardia estético-política en los manifiestos y revueltas verbales y plásticas del Techo de la Ballena, vocero y comité central de la “Venezuela violenta” biografiada por Orlando Araujo en un libro tan suyo, tan propio de su apasionada inteligencia política, de visionario contenido y por ende de actualísima lectura. Pero no sólo es él, me habría atrevido a agregar, de haber estado presente en el anónimo bebedero público donde moría de sueño mi admirado amigo. No sólo el escritor de prosa emocionada e inventiva, el envalentonado de aquel país iracundo, el profesor de literatura como encantamiento y de la cultura como dandismo baudeleriano: también aquél que derrochara, como si la cediera a manos llenas, la palabra de la loa y la crítica al joven escritor bisoño que alguna vez fuimos, enderezando nuestros entuertos de estilo, enseñándonos a oírnos y a ajustar en la horma de la escritura la forma del lenguaje literario que nos define y nos explica.

En un reciente homenaje a Albert Camus, el gran periodista Jean Daniel hacía referencia, en uno de sus ineludibles editoriales de Le Nouvel Observateur, al infierno del silencio literario que suelen sufrir los autores y creadores después de su muerte, pero de cuyas llamas se ha librado el autor de El hombre rebelde y de El extranjero, ahora releído y celebrado, tal vez más que en los años en que reinaban su filosofía y su narrativa nihilista.

Quiero pensar que la obra de Adriano González León jamás habrá de sufrir la mácula de la preterición y del olvido. Un fragmento apenas de Las hogueras más altas, el primer punto y aparte de “Fatina o las llamas”, donde que lo que se dice hechiza tanto o más que lo que se narra, y si no la asediante memoria de nieblas y caudillos de Andrés Barazarte en País Portátil, bastarían para despertar para siempre de la gran noche a quien entendió el oficio de escribir como un insomnio deleitoso, un sueño con los ojos de continuos abiertos al deleite del idioma y sus embrujos.
A la espera del escritor ahora inalcanzado por lo terrestre apuro el tiempo de los astros, sin sábados ni corazón vencido, para que se cumpla para siempre nuestra cita interrumpida por la miseria de un instante al que llamamos muerte.


No hay comentarios:

Publicar un comentario